Morir con las botas puestas La primera escena de El club de los desahuciados (Dallas Buyers Club) encuentra a Ron Woodroof en pleno rodeo y, aunque está teniendo sexo con dos señoritas, no le saca los ojos de encima al toro. Lo que en ese momento ve es un auténtico presagio de todo lo que va a sucederle. El animal derriba al circunstancial jinete y luego se ensaña con el infeliz hasta dejarlo fuera de juego, tirado en la arena. Ron no lo imagina entonces, pero su vida –que, al igual que el toro, es excesiva, desenfrenada e irracional- va a voltearlo y enfrentarlo cara a cara con una muerte inminente e inesperada. Salvo que él sea capaz de hacer algo al respecto. Woodroof, electricista de oficio, vive entre rodeos, apuestas, arrestos fugaces, mujeres, alcohol y drogas. Hasta que un buen día termina en el hospital por un accidente de trabajo y allí le informan que tiene SIDA, y que su pronóstico de sobrevida es de un mes en el mejor de los casos. Más que la cercanía de la muerte, lo que verdaderamente lo horroriza es esa enfermedad que, en su ignorancia, considera exclusiva de los homosexuales. No obstante, luego de la negación y la ira iniciales, descubre que el HIV también puede adquirirse por llevar una vida desordenada y promiscua como la suya. Rechazado por sus compañeros, deteriorado y desesperado, inicia un camino errático en busca de una salvación, que incluirá automedicación, viajes, mucha investigación y hasta la organización del Club de compradores de Dallas del título original que, tras la venta de membresías, encubre la provisión de medicamentos contra el HIV no autorizados aún en Estados Unidos. Muchos otros temas atraviesan la historia: los laboratorios que buscan vender sus productos sin preocuparse por los eventuales efectos nocivos, los médicos y su grado de compromiso con la investigación y/o con sus pacientes, los burócratas, la justicia, la ley. La película los transita tangencialmente, muestra las fuerzas en pugna sin adentrarse en ellas ni erigir héroes o villanos. Porque fundamentalmente, el film de Jean Marc-Vallée versa sobre la carrera que corre Woodroof contra el tiempo, contra su enfermedad, sus propias creencias y prejuicios; y sobre cómo se va transformando en ese recorrido. Así, de intentar tan sólo sobrevivir, pasa a descubrir un negocio rentable que explota bastante impiadosamente (“No estoy haciendo caridad” dirá en algún momento, frente a alguien que no tiene dinero suficiente para pagar la membresía). Y luego, mientras más investiga, más vive y más debe luchar contra reglamentaciones y controles en ocasiones absurdos, su actividad se va volviendo una verdadera causa que vale la pena defender en nombre de todos y frente a quien sea. De igual manera, para montar su organización elegirá inicialmente al socio más improbable: un travesti que le resulta despreciable pero le provee muchos y buenos clientes. Y su mirada sobre ese ser humano se irá modificando para terminar considerándolo un socio, un compañero y finalmente casi un hermano de la vida. La película tiene aciertos por donde se la mire. La narración avanza por capítulos, cada uno de los cuales culmina con un corte brusco a negro, con indicación del día, los meses, los años transcurridos. Esto no es azaroso, ni tampoco lo son la duración de cada uno de los fragmentos del relato y la velocidad con que evolucionan: durante el primer mes los cortes se suceden cada vez con mayor rapidez, lo cual sugiere la marcha acuciante del tiempo que se acaba, sobre todo al acercarse el día 30. Más adelante, esos capítulos se van extendiendo. De esta manera, el manejo del tiempo cinematográfico está cargado de significación y aporta sentido al relato, porque son las expectativas y la esperanza las que también se extienden, y la vida de Ron la que adquiere mayor continuidad. El manejo del clima es otro punto destacable: el extremo dramatismo que implican la enfermedad, el deterioro físico y la muerte funciona en un delicado equilibrio con el afán de supervivencia y el espíritu de lucha de los personajes. Debilidad y fortaleza se retroalimentan mutuamente. Todo coronado por el perfecto contrapunto logrado entre los dos personajes centrales, quienes sin duda merecen un párrafo aparte. Matthew McConaughey abandonó al galán fornido y sexy y perdió más de 20 kilos de peso para interpretar a Ron Woodroof, en una transformación física impactante, similar a la producida por Christian Bale en El luchador (The fighter, 2010), que le valió en aquel entonces el Oscar como mejor actor secundario. Jared Leto hizo algo parecido para ponerse en el cuerpo esquelético de Rayon. Y los dos agregaron a sus físicos dos interpretaciones fenomenales y una gran química, producto de la cual, la relación de un recio hombre del rodeo con un travesti explosivo y encantador resulta auténtica, con momentos de discusiones desopilantes (casi de pareja) y otros de sentida lealtad y profunda amistad y emoción. Woodroof es un caso perdido, que se empeña en prolongar su vida miserable y, en el intento, literalmente se salva. La escena en que Ron, en la clínica de México, entra al recinto lleno de mariposas con las que el médico está experimentando y cientos de ellas se posan sobre su cuerpo es por demás ilustrativa de la idea, además de una buena muestra de hasta qué punto logra Jean Marc-Vallée que las imágenes hablen por sí mismas: el cowboy rústico y duro, que no solía tener una pizca de sensibilidad, se deja abrazar por las mariposas porque reconoce en ellas algo sanador. Asimismo, la última imagen del film, en la que se lo ve montando un toro y manteniéndose en el lomo del animal enloquecido sin caer, sugiere de manera elocuente que la muerte, aún cuando lo alcanza, no logra vencerlo. Su vida termina apagándose con una dignidad que era inimaginable antes de atravesar su largo calvario. Como buen vaquero, como él lo deseaba, Ron consigue al fin morir con las botas puestas.
CUANDO PAT CONOCIÓ A TIFFANY Pat acaba de salir de un instituto psiquiátrico en el que estuvo internado luego de casi matar a golpes al amante de su mujer, hecho que dejó en evidencia el trastorno bipolar que había padecido durante gran parte de su vida. Cuando Pat llega a su casa, es fácil comprender por qué su patología pasó tanto tiempo inadvertida. Padre con trastorno obsesivo compulsivo, que hace de cábalas y rituales una auténtica religión, fanático del fútbol americano con la entrada prohibida a los estadios, apostador empedernido. Hermano-modelo que no desperdicia oportunidad de avergonzarlo. Madre sufrida, que congrega a esa familia disfuncional con sonrisas y snacks caseros. En ese marco, Pat tiene una sola idea en la cabeza: aprovechar su nueva oportunidad, recrearse y ponerse en forma para recuperar a su ex esposa. Cree que podrá hacerlo solo, sin medicación y con una actitud positiva frente a la vida, pero no tardará en descubrir que determinadas cosas (como esa canción de su boda, que lo retrotrae el engaño sufrido) siguen provocándole desórdenes en su conducta. Entonces aparece la ayuda menos pensada. Justo cuando Pat intenta ser prolijo y controlado conoce a Tiffany, que viene de algunos problemas de depresión y no goza de la mejor reputación que digamos… es incorrecta, sincera, y no le importa la opinión que el mundo tiene sobre ella. Sobre todo, es la primera persona que lo ve realmente, con sus dificultades y sus potencialidades, sin juzgarlo. Lo desafía a abandonar las apariencias y a encontrar su propósito personal, más allá de intentar agradar al mundo. Lo insta a probar cosas nuevas, a mirar para adelante en vez de querer recuperar el pasado. Hasta aquí podríamos decir que no hay nada demasiado novedoso en una historia que incluye una amistad que devendrá en algo más, buenas dosis de baile y una escena en la cafetería que le rinde homenaje a la inolvidable Cuando Harry conoció a Sally (película a la que la relación entre los protagonistas remite en más de un aspecto). Pero El lado luminoso de la vida es bastante más que un drama romántico o un práctico manual de autoayuda. El film, que todo el tiempo gira en torno a personajes con problemas psicológicos -algunos más asumidos que otros-, tiene el tono justo: tensión y emotividad sin abusar del dramatismo, momentos realmente hilarantes que nunca caen en la parodia o el absurdo. Trabaja permanentemente con la miradas -miradas de vecinos, de curiosos, de padres, de amigos-, reflexionando sobre cómo los personajes se aíslan cuando el mundo los censura mientras que se integran y curan cuando el mundo los abraza y los acepta. Y la cámara del director se encarga de captar a quienes miran y cómo va modificándose su percepción en la medida en que redescubren su entorno y lo observan con otra actitud. La receta se completa con actuaciones impecables, en particular las de Bradley Cooper y Jennifer Lawrence que brillan con una química prodigiosa y Robert De Niro, que a esta altura ya no debiera sorprender a nadie, y que saca de la galera a un padre entrañable y exasperante a la vez, que busca honestamente acercarse a su hijo, aún desde dentro de su propia locura. Temas y situaciones conocidos, pero transitados desde lugares diferentes. Como su protagonista, el film se mantiene en positivo, sigue las buenas señales (las silver linings del título original) y es agradable como recuperar los domingos en familia.
Sin ron ni furia En Diario de un seductor, el carismático Johnny Depp protagoniza y homenajea a su amigo personal Hunter S. Thompson, periodista y escritor norteamericano, creador del llamado periodismo “gonzo”, que es aquél en el cual el cronista se convierte en protagonista, sujeto o promotor de los hechos que cubre. Fue el propio Depp quien convenció a Thompson, allá por 1998, de publicar El diario del ron (tal su título original, que aplica al caso mucho mejor que el vernáculo), a cambio de lo cual el autor insistió en que Johnny llevara la historia al cine. Juntos fueron desarrollando el proyecto, y aún después de que su amigo se suicidara en 2005, el actor siguió adelante hasta completar el film que hoy llega a la pantalla local. La película narra las experiencias del periodista Paul Kemp –alter ego de Thompson- que llega a Puerto Rico en 1960 para trabajar en el San Juan Star. El cronista y aspirante a escritor encuentra en la capital caribeña una población postergada, un grupo de especuladores yanquis interesados en explotar inescrupulosamente las bellezas paradisíacas del lugar y un diario decadente, poco adepto a las denuncias y los ideales. Todo esto, junto a litros y litros de ron, droga y vida nocturna descontrolada. En este contexto de desigualdades el joven Kemp, que aún no se ha encontrado a sí mismo ni a su voz (“no sé cómo escribir a mi modo” dirá en un tramo del film), vivirá una experiencia iniciática, que incidirá en su futuro como periodista. Tal vez por transitar ese particular estadio en la vida de su protagonista, en el cual él mismo oscila entre los excesos y la búsqueda, la película no logra en ningún momento amalgamar estos dos aspectos ni encontrar el tono adecuado. Aún contando con muy buenas interpretaciones a cargo del propio Depp, de Michael Rispoli en la piel de un pintoresco fotógrafo y compañero de aventuras y de Giovanni Ribisi como otro cronista perdido en las adicciones, resulta errática e inconclusa. El descontrol es tibio, el compromiso es poco convincente. Si Puerto Rico fue para Kemp/Thompson una revelación, en el sentido de hallar su voz y el estilo periodístico que luego lo volvería célebre, ese quiebre existencial no está plasmado en el film. Con lejanas reminiscencias de Pánico y locura en Las Vegas –también basada en un libro de Thompson y protagonizada por Johnny Depp-, pero sin la locura de Terry Guilliam tras las cámaras; con momentos de reflexión que no tienen la profundidad suficiente; el principio que finalmente abraza Kemp, aquél de despedirse con rabia y furia, queda sólo en una frase aislada del guión. Sin duda la película tiene las mejores y más sinceras intenciones, pero es desafortunadamente fallida.
EL MUNDO DE TODOS La última película de Susanne Bier retrata los conflictos en dos continentes distintos, en diferentes situaciones. En ambos casos el film reflexiona sobre la violencia y como actuar frente a ella. ¿Cómo se reacciona frente a la injusticia? ¿Se atiende a sus víctimas o se ataca a sus promotores? Frente a la prepotencia y a la intolerancia, ¿se ofrece la otra mejilla, o se responde con más violencia? ¿Es la mansedumbre señal de debilidad o de grandeza? ¿Es la venganza un signo de fortaleza o de barbarie? Cuando lo que se percibe como injusto está fuera de nuestro alcance, como el destino trágico, ¿a quién se culpa o se le pide explicación? ¿Cómo se evita que la impotencia se apodere del alma? Sobre todo esto reflexiona En un mundo mejor, el film de Susanne Bier que en la última entrega de los premios Oscar se llevó el galardón a la mejor película extranjera. Anton es médico en un campamento de refugiados de un país africano. Allí está en contacto permanente con la pobreza y la marginación y convive con el terror impuesto por un mafioso local, que ataca y mutila a las jóvenes embarazadas. Debido a su trabajo Anton pasa largos períodos lejos de su familia, que vive en Dinamarca. Tanta ausencia y alguna infidelidad lo han distanciado de su mujer (a quien, no obstante, sigue amando), pero tiene una relación muy entrañable con sus hijos. Justamente a su hijo mayor, Elías, también le toca convivir en el colegio con un compañero cruel, que se burla de él y lo margina del grupo por su aspecto y origen. A ejemplo de Anton, el niño nunca devuelve las agresiones. Pero un día llega Christian, que ha venido desde Londres con su padre luego de que su madre muriera de cáncer. Christian está furioso con la vida por esa pérdida inexplicable y se identifica inmediatamente con Elías, a quien advierte débil y no duda en defender a los golpes. De a poco, la violencia va apareciendo como alternativa de solución frente a los conflictos. Tanto en las calles de Dinamarca, como en la lejana África, Anton deberá lidiar con situaciones límite –soportar la agresión gratuita, respetar su juramento hipocrático frente a quien no merece ser sanado- mientras su hijo también intenta decidir cómo hacerse valer, tal vez sin medir riesgos y consecuencias. Todos estos seres atravesados por diferentes conflictos, que sufren, se cuestionan se desencuentran y se rescatan mutuamente, son capturados por la directora con gran agudeza y profunda sensibilidad. La cámara los sigue con sus movimientos en esos momentos tensos en que el entorno se desestabiliza y se vuelve hostil. Los escruta detalladamente a través de primerísimos planos cuando sus mundos privados son los que hacen crisis, como si sus rostros fueran la puerta de acceso a sus almas; y en este punto debemos destacar la labor de un elenco sobrio, que recrea a los personajes con gran expresividad y sin histrionismos (en especial Mikael Persbrandt en el papel de Anton y de Markus Rygaard y William Johnk Nielsen como Elías y Christian, respectivamente). Y utiliza el paisaje, más que como transición, como un elemento de amalgama entre los mundos. Al fundir en imágenes la árida tierra africana con la campiña danesa, al hermanarlas en el amarillo y dorado de sus suelos y el celeste de sus cielos, la directora no sólo viaja de una latitud a la otra, sino que expresa que los dilemas de los protagonistas son tan universales como propios de la naturaleza humana. Dice, de manera concreta y directa, que la marginación, la violencia y la injusticia están presentes en toda sociedad (con las particularidades de cada caso) y que el modo de lidiar con ellas es lo que marcará la diferencia y determinará que podamos vivir –o no- en un mundo mejor.
A SU MANERA Adaptación de la novela Barney´s Version de Mordecai Richler, El mundo según Barney recorre cuatro décadas en la vida de Barney Panofsky. Cómo su nombre lo indica, la película sostiene con rigor el punto de vida del singular protagonista. Según cómo y quién lo vea, Barney Panofsky puede resultar un caso perdido o un luchador incansable, un fracaso o una promesa, un artista o un productor mediocre, un idiota útil o un amigo incondicional. Según quién interprete y valore las circunstancias de su -a menudo- tormentosa vida, el hombre puede ser redimido o condenado. Por ejemplo, el detective que investigó el episodio en el cual perdió la vida su mejor amigo Boogie, lo considera un asesino y acaba de publicar un libro sobre el crimen que nunca pudo probar. Ese libro, que cuenta una historia que es la suya y, a la vez, es tan ajena, dispara los recuerdos del protagonista. En eso consiste, básicamente, El mundo según Barney (Barney´s version). No es un legado, una defensa, ni una reinvindicación. Es más bien el recorrido final de un hombre a través de los sucesos que lo marcaron. Una construcción de sí mismo, en el momento en que su memoria es todavía el principal asidero a una realidad que comienza a resultarle esquiva, frente a los primeros atisbos de una devastadora enfermedad mental. Su película íntima y personal. A partir de este postulado, el film recorre las diferentes etapas de una vida que va de lo trágico a lo desopilante. La bohemia de una juventud cargada de excesos, el suicidio de su primer mujer, el fracaso de su segundo matrimonio, la conquista del amor de su vida y la familia soñada, y otra vez la pérdida... Todos los actores desfilan en ese particular teatro tal como él los ha visto y sentido. Claramente el relato no expresa la verdad; nunca podría hacerlo, cuando está teñido de impresiones y sentimientos, e impregnado de la más completa subjetividad. Más que un recuento de hechos, el espectador comparte la visión de Barney, el modo en que él ha percibido el mundo. Así es como su mente rememora con melancolía y pena a su primera esposa, con sarcasmo a la segunda –de quien ni se menciona el nombre-, con indulgencia a su mejor amigo, con admiración a su padre y con infinito amor a la mujer de su vida. La propuesta más interesante del trabajo de Richard J. Lewis (responsable de un buen número de capítulos de la serie C.S.I.) es, pues, la reflexión sobre el punto de vista; esa invalorable herramienta que permite filtrar las historias y narrarlas a través de una determinada mirada. El film opta por sumergirse de lleno en la visión del protagonista (así lo expresa desde su mismo título), y de ese modo gana intensidad y autenticidad. A su vez, dado que Barney (una brillante interpretación de Paul Giamatti) es un pintoresco antihéroe, que abraza sus vicios y repite sistemáticamente sus errores, pero no se victimiza por ello, la película ni siquiera roza el discurso aleccionador. En suma, la noción subyacente es que la realidad no admite una única interpretación, que habrá tantas como voces y representaciones existan. No por casualidad, todos los afectos de Barney ensayan la creación desde diferentes lugares, espacios y materiales: escritores, pintores, actores, locutores; todos están buscando el modo de expresar su idea sobre el mundo. No necesariamente la verdadera, mucho menos la definitiva; tan sólo una más, que merece ser escuchada. También Barney lo hace. Y ésta es su versión.
ENEMIGO ÍNTIMO En su tercer largometraje –y el primero en diez años- la directora Lynne Ramsay construye un minucioso y angustiante relato sobre una madre y su vínculo con su perturbador hijo. Cuando Eva Khatchadourian mira el mundo, lo ve todo teñido de rojo. Cuando sus agudos ojos negros -por momentos el único rasgo vivo en su rostro impasible- escrutan la realidad, sólo perciben espectros, fantasmas y miradas acusadoras. Cuando repasa su vida, sus aciertos y errores, el amor y el espanto, no le queda más que un inmenso signo de interrogación. Eva era feliz con su libertad, sus viajes, su vida bohemia. Tenía un gran amor, pero no estaba en sus planes establecerse ni formar una familia, al menos no en el momento en que concibió a su hijo. No lo quiso mientras lo tuvo en su vientre, ni en el minuto en que salió de él. Y resultó ser que, como una cruel bofetada del destino, Kevin tampoco la quiso nunca. Poco importaron los esfuerzos genuinos de la madre por crear un vínculo con su hijo, por conquistarlo, por transmitirle su amor una vez que lo tuvo en su vida. El niño hizo todo lo que pudo para demostrarle que la rechazaba específicamente a ella y a su cariño. El llanto constante e insoportable del bebé devino en desplantes, caprichos y burlas, y más tarde en la destrucción sistemática de todo lo que la madre amaba. Con los saberes y herramientas que fue adquiriendo en cada etapa de su vida, Kevin desafió a Eva, descreyendo de ese amor maternal que sólo consideraba un hábito adquirido. Tenemos que hablar de Kevin es un recorrido espeluznante por la mente de esta mujer que intenta desentrañar cómo y por qué su hijo resultó un ser de maldad y muerte. ¿Fue su culpa, fue aquel desamor inicial el responsable de haber creado un monstruo? ¿Fue ella demasiado débil, demasiado permisiva frente a los comportamientos crecientemente destructivos de su hijo? ¿Fue ella una víctima más, o fue un victimario solidario? La de Eva es una mirada inquisidora, que no ahorra en detalles ni omite reconstruir sus propias equivocaciones. De hecho, los pequeños castigos cotidianos que se impone, la actitud de soportar pasivamente las agresiones y el escarnio a los que es sometida a diario, hablan de la responsabilidad que siente por las ominosas acciones de su hijo. Eva es una mujer que se sabe condenada –“Iré directo al infierno, sufrimiento eterno” les responde a unos predicadores que vienen a hablarle sobre la otra vida-, quizás porque ya su existencia es un castigo abominable. El desafío de la película es transmitir el oprobio de esta mujer, sugerir y presagiar el horror dejándolo fuera de plano, y la directora Lynne Ramsay lo logra con creces. Construye la mirada atormentada, por momentos alucinada, de la madre utilizando expresivamente el color –luces de neón, latas de tomate, un peluche, un árbol en flor, un frasco de mermelada (por nombrar sólo algunos ejemplos) tiñen todas las situaciones de rojo y transforman a la sangre en un personaje omnipresente, aún sin mostrarla explícitamente- y cargando de significado a determinados objetos. En este sentido, es muy elocuente el papel de Robin Hood, el libro que marca el momento de mayor cercanía en la relación madre e hijo, y que a la vez sirve como inspiración macabra para el desenlace final. Sumado a todo esto, la realizadora encuentra en la impresionante creación de Tilda Swinton a una mujer que ha sido literalmente despojada de todo, vaciada por dentro y por fuera; y en Ezra Miller y su rostro perturbador, al psicópata perfecto. Al cabo de este viaje por la tragedia, se hace evidente que la única fuerza que impulsa a Eva a seguir adelante con el mismo afán con el que pule las paredes de su casa e intenta quitar el tinte rojo de su vida -aún a sabiendas de que el rojo y su recuerdo volverán a cada momento, en todo lugar- es esa pregunta, la que cierra el film, la que gobernará para siempre su existencia y muy difícilmente hallará respuesta.
Sobre relojeros, jugueteros e ilusionistas Hugo (Asa Butterfield) vive detrás de las paredes de la estación Montparnasse, en el París de 1931. Allí donde cualquiera vería tan sólo muros sólidos, hay en realidad pasajes, escaleras, y un niño que, silenciosamente, mantiene funcionando con puntualidad los relojes del lugar. Aprendió ese oficio de su padre y, al quedar huérfano, su tío lo llevó a vivir en esa morada tan particular, donde también aprendió a volverse casi invisible. El tesoro más preciado de Hugo es un autómata o muñeco mecánico, que su papá había rescatado del olvido de un museo y que ambos habían comenzado a reparar juntos: el chico sigue trabajando afanosamente, confiado en que, cuando lo haga funcionar, el robot le traerá algún mensaje, alguna conexión con su progenitor. Para ello, ocasionalmente le roba pequeñas piezas a un viejo juguetero que tiene un puesto en la estación. Cuando éste lo descubre y, más tarde, lo lleva a trabajar con él, comienza una aventura de magia y revelaciones que involucrará al niño y su amiga Isabelle (Chloë Grace Moretz), al autómata y a ese ignoto viejecito que –al igual que Hugo- insiste en pasar desapercibido y ocultar un pasado que le duele recordar. La película, basada en el libro de Brian Selznick "La invención de Hugo Cabret", gira primordialmente en torno a los mecanismos, al valor que cada minúsculo elemento tiene en la constitución del todo. En ese sentido funcionan los movimientos de cámara desde la ciudad a sus calles, desde la estación a sus transeúntes, desde los pasadizos en el revés de los muros hasta los delicados mecanismos de relojería. Un viaje continuo desde el exterior hacia las entrañas, un adentrarse en las partes, al que la tecnología 3D dota de especial dinamismo y profundidad. La Invención de Hugo Cabret trata sobre relojeros y jugueteros, personas que manipulan pequeñas piezas para construir otras mayores, individuos aparentemente minúsculos e insignificantes, que resultan desempeñar papeles vitales en la inmensa maquinaria del mundo. Así es como el film termina apuntando al propósito de cada ser humano, y hablando sobre cómo la pérdida de ese leit motiv hace que la vida carezca de sentido y que el hombre se transforme en una máquina que no funciona y necesita ser reparada, curada. Para este fantástico trabajo, el primero que realiza en 3D, Martin Scorsese eligió una historia que trae del olvido de una juguetería vieja nada menos que a “papá Georges”, a Georges Méliès, el ilusionista que en los albores del séptimo arte intuyó antes que nadie que el increíble aparato creado por los hermanos Lumière no sólo serviría para registrar el movimiento, sino también para recrear los sueños. La decisión no es azarosa, por supuesto, sino que constituye una declaración de amor y un sentido homenaje al cine. Scorsese recorre aquellos primeros films y se da el gusto de trabajar sobre esos materiales primitivos, repasándolos, pero además nutriendo con ellos su propia historia. Cuando Hugo se cuelga de la aguja del reloj de la estación para ocultarse de su perseguidor, como Harold Lloyd lo había hecho momentos antes en la pantalla grande, el realizador funde la experiencia del protagonista con las películas y expresa de ese modo hasta qué punto el cine, sus héroes y sus mitos han marcado nuestras vivencias y nuestros recuerdos. Cuando el niño sueña con el descarrilamiento del tren, la imagen no sólo cita la de La llegada de un tren a la estación (el primitivo film de los Lumière cuya proyección es luego recreada por los recuerdos de Méliès) sino que, hábilmente, reedita en los espectadores actuales la impresión y el sobresalto de aquéllos de los primeros tiempos. Nada ha cambiado, parece decir Scorsese. En medio de tanto bombardeo de imágenes y tanta sobrecarga de información vacía de significado, nuestra capacidad de asombro prueba estar intacta, esperando ser convocada por un buen truco, una vuelta de tuerca inteligente, o por cosas tan inesperadas como un viejo juguete de cuerda. La Invención de Hugo Cabret –que obtuvo 11 nominaciones para los premios Oscar, incluyendo las de Mejor Director y Mejor Película- es, finalmente, una conmovedora reivindicación de los olvidados, de los pioneros, de los inventores, de los orígenes. Un film sobre la paciente búsqueda y la cuidadosa reparación. Sobre reencontrar el hogar. O simplemente, como lo expresa papá Georges -fantásticamente interpretado por el talentoso Ben Kingsley-, sobre un niño que encontró una máquina que no funcionaba, y se propuso repararla.
La última batalla Llega el final del final. Harry Potter y Lord Voldemort se verán las caras de una vez por todas y medirán sus fuerzas en el duelo definitivo. En esta segunda parte de Harry Potter y las Reliquias de la Muerte, la misión de los tres amigos se vuelve una carrera contra el tiempo, no sólo porque Voldemort se ha apoderado de la letal Varita de Saúco, sino porque ha comenzado a percibir que los trozos de su alma, tan cuidadosamente preservados para asegurarse la inmortalidad, están siendo destruidos uno a uno. Harry, Ron y Hermione no saben cuáles son ni dónde están los restantes horrocruxes (de hecho, el último de ellos deparará la mayor sorpresa de la historia), pero sus deducciones los llevan directamente a Hogwarts. El colegio, ahora dirigido por Snape, se ha convertido en un lugar tétrico de adoctrinamiento y sumisión. Pero cuando Harry regresa, sus profesores, sus compañeros y todos los miembros de la Orden del Fénix se encolumnan tras él, dispuestos a respaldarlo y a dar la monumental y última pelea. Esa batalla de dimensiones épicas es el núcleo del film, recreada a pura acción e impacto visual. Los movimientos de masas y las escenas de lucha colectiva sugieren una contienda que involucra a todos, dado que su resultado determinará la suerte y el futuro del mundo mágico. Hogwarts en pleno –con excepción de la casa Slytherin- enfrenta el feroz embate de los mortífagos y se transforma en un escudo protector, al tiempo que Harry continúa con su búsqueda frenética y sus descubrimientos, en medio del caos reinante. Pero a partir de esa causa común –y a diferencia del anonimato y la uniformidad que rigen en las filas enemigas-, la resistencia resulta de la suma de muchas cruzadas individuales, como si fueran pequeños arroyos que alimentan el cauce de la gran gesta multitudinaria. La adecuada combinación de todas estas subtramas traduce la idea de una batalla de todos, que es a la vez la batalla personal de cada uno. En este sentido funcionan acciones heroicas como las de Neville, la profesora McGonagall o la señora Weasley. Incluso la merecidísima reivindicación de Snape o la redención silenciosa de la familia Malfoy dan cuenta de que, ya sea en el devenir de la lucha o como consecuencia de ella, cada personaje tiene la oportunidad de afirmar o redefinir para siempre su lugar en el mundo y sus lealtades. En esta alternancia constante entre lo colectivo y lo individual radica uno de los mayores hallazgos del film. El director David Yates logra el equilibrio, el clima y la emoción que faltaron en sus anteriores trabajos de la saga. Combina adecuadamente ternura y dramatismo, sobriedad y espectacularidad. Libre de las explicaciones en las que supo sobreabundar, sintetiza con acierto los temas y los resuelve de modo práctico y eminentemente visual –el mejor ejemplo son las “reliquias de la muerte” del título, a las que propone como instrumentos antes que como fines, eludiendo de ese modo muchas de las reflexiones morales a las que estos elementos podrían haber dado lugar-. A su vez, cita a todos los films anteriores, y en ese diálogo establecido a partir de objetos, recuerdos, o acordes de la banda sonora, la saga completa (más allá de los altibajos que tuvo en su transposición a la pantalla grande) se consolida como una unidad. Harry Potter y las Reliquias de la muerte - Parte 2 es, en suma, un muy buen espectáculo y constituye un gran cierre para la historia del mago más famoso de los últimos tiempos.
Perdón, Caperucita Los cuentos infantiles ofrecen inagotables posibilidades. Se puede narrarlos en sus versiones originales, imaginar qué fue de sus protagonistas luego del “y fueron felices para siempre”, humanizar a los villanos, combinar las historias o buscarles nuevas vueltas de tuerca. Todo ha sido ensayado. Incluso fuera del terreno de la animación, y sólo por citar algunos casos, el cine supo arrojar a una dulce princesa al salvaje mundo real (en Encantada), involucrar a los autores en sus propios relatos (en Los hermanos Grimm) o llevar a Alicia, unos cuantos años después, de vuelta al País de las Maravillas, en la última versión de la novela de Lewis Carroll realizada por Tim Burton. Los clásicos dan para todo: adaptaciones, citas, homenajes, hasta parodias. Por eso, apelar meramente a su iconografía y tomar sus elementos para desparramarlos en una construcción sin imaginación ni demasiado sentido parece, por lo menos, un poco pobre. La chica de la capa roja se presenta como una versión adolescente del tradicional cuento de Charles Perrault. Su protagonista, Valerie, es una joven que vive con su familia en una villa medieval, tiene una abuela en una casita alejada y claro, viste la capa roja de rigor. Como es una señorita, no debería adentrarse en el bosque, pero allí se encuentra en secreto con el leñador de sus sueños, Peter, con quien planea huir contrariando la voluntad de su madre, que quiere casarla con un candidato más adinerado. Además, al estilo de La Aldea de Night Shyamalan, en el bosque tupido que rodea la villa habita una criatura feroz –en este caso, un lobo- que mantiene con los pobladores un pacto de no agresión, mientra ellos le ofrezcan sus animales y no invadan su territorio bajo la luna llena. El conflicto se desata una noche en que el lobo, por una razón desconocida, ataca y mata a la hermana de Valerie. Los aldeanos claman por venganza y salen a buscar al animal, y para colaborar con la empresa llega al lugar el padre Solomon (el gran Gary Oldman, aquí bastante sobreactuado), una suerte de cruzado con métodos inquisitoriales que se proclama experto en exterminar a estas criaturas malditas. El cura aporta la novedad de que la bestia es en realidad un hombre lobo, que además es un poco vampiresco, porque transmite su condición a cualquiera que sea mordido por él durante la llamada “luna de sangre”. A partir de ahí, como el enemigo no está estrictamente en el bosque sino que puede ser cualquier hijo de vecino, todo son recelos, miradas punzantes y frases sospechosas. Si hay algo que la directora Catherine Hardwicke había demostrado en sus trabajos anteriores era una fina sensibilidad para retratar el mundo y los conflictos adolescentes, en especial a través del estilo elegido para contar sus historias, que en cada caso hablaban de cómo se sentían los personajes y cómo los percibía el mundo exterior. Así, la inmediatez casi documental de Los amos de Dogtown traducía el vértigo y la adrenalina del deporte y la fama súbita; a la vez que el artificio exacerbado de Crepúsculo se correspondía con la extrañeza, la inhumanidad del protagonista, y también con su romanticismo trágico. Todo esto faltó a la cita en La chica de la capa roja. El amor prohibido de Valerie (de algún modo el paralelo de la desobediencia en el cuento original) y la rivalidad entre sus dos muchachos carece de dramatismo y queda reducido al status de un mero histeriqueo, abonado por la inexpresividad de los galanes de turno (Shiloh Fernandez y Max Irons). No mucho más puede decirse de Amanda Seyfried quien, lejos de dar a la joven Caperucita personalidad, decisión y rebeldía, pasea por la aldea sus ojazos celestes, más impávidos que nunca y profundamente desorientados. Si mientras el lobo está fuera de campo el film mantiene un cierto clima, todo viso de seriedad y suspenso se pierde irremediablemente cuando el animal aparece y se transforma en parlante (aunque sólo la heroína pueda oirlo), en una escena que es más hilarante que terrorífica. De modo que las bellas tomas del comienzo y una ambientación bastante cuidada se diluyen sólo un rato después del “había una vez...”. La historia es delirante y aunque el lobo resulta ser el personaje menos pensado, no por inesperada esta revelación final resulta menos forzada e intrascendente. En fin… Caperucita espera un justo y merecido desagravio, en alguna otra oportunidad.
James Cameron es un explorador incansable de las posibilidades del cine. Cada película suya es un viaje, y cada viaje suyo conduce a un lugar nuevo y sorprendente. Sus universos son fantásticos, titánicos, visualmente impactantes, pero además son coherentes y verosímiles debido a a la fluidez y la precisión con que funcionan. Muchos verán en Avatar una historia simple y trivial, casi la excusa para un despliegue tecnológico sin precedentes. Parafraseando a la protagonista de El Abismo, “hay que mirar con mejores ojos”. La película es la edificación detallada de una nueva especie de seres que tienen historia, mitos, ancestros, creencias, un hábitat tan atractivo como inhóspito y una poderosa energía vital. Es la construcción de una pareja –un clásico del realizador- a la par de la lucha por la supervivencia. Es la historia completa de un pueblo expresada a través de símbolos y criaturas singulares, todos ellos prolijamente ordenados en una puesta en escena sin fisuras. Desde las imponentes montañas flotantes hasta el más pequeño animal del territorio de Pandora, todo tiene una función determinada en el relato. Ninguna explicación redunda, ninguna revelación es azarosa. El despliegue visual es realmente alucinante, pero lo más importante es que nunca es gratuito. Avatar es un prodigio de la tecnología puesta al servicio del cine. Y el cine, en manos de Cameron, no es otra cosa que el mejor medio para desplegar el viejo y querido arte de contar historias...