Fénix
Borges -en uno de los escritos de El libro de los seres imaginarios– recordó que: Tertuliano, San Ambrosio y Cirilo de Jerusalén han alegado el Fénix como prueba de la resurrección de la carne. ¿Qué mejor referencia para comenzar este artículo dedicado al Fénix de Christian Petzold? La pregunta que nos hacemos es ¿cómo volver a nacer en un nuevo cuerpo lidiando con el peso desgarrador de una memoria que pertenece a otro cuerpo? Justamente cuando nacemos y nuestro cuerpo reacciona a los primeros estímulos, la memoria todavía es una niebla balbuciente, muda, incapaz de nombrarse. ¿El Fénix puede volver de sus cenizas como si el mundo fuera nuevo? Nelly Lenz retorna de entre los muertos, sobrevive milagrosamente a un campo de concentración y, luego de una mirífica cirugía estética, logra renacer con un nuevo rostro. La resurrección de Nelly Lenz -crudamente interpretada por Nina Hoss- es un aleteo trágico entre los escombros de una sociedad demasiado vulnerada para apiadarse de sí misma.
Toda la película parece estar construida en función de lo que el filósofo Gilles Deleuze bautizó la gran forma, es decir: el duelo entre el sujeto y el medio, primer atributo de la imagen-acción. La situación inicial es el regreso de Nelly del infierno; la acción que pone en juego reconoce como objetivo recuperar lo perdido, corporizado en la figura de Johny (su ex-marido) y, por último, la situación modificada, el desenlace, no es otro que el Fénix compelido a quemar los últimos aleteos de su vida anterior para renacer abrazado a las heridas. Tres son los duelos que debe atravesar en su carreteo de ave impenitente tratando de remontar el vuelo, tres son los combates: con el entorno postbélico; con Johannes, su ex-marido, y con ella misma (lo que incluye, principalmente, la memoria de su propio cuerpo). El tránsito de Nina está poblado de avatares que le revelan que una parte de su entorno la prefería muerta.
Si tuviéramos que analizar el eje de Fénix desde las categorías propuestas por Deleuze, diría que el filme de Petzold remite ya desde el arranque a las complejidades -iba a escribir perplejidades- de la imagen-afección, es decir la reveladora escritura del primer plano. Nelly vuelve del infierno con el rostro completamente destrozado. Durante el trance inicial de su supervivencia, con la cabeza vendada, todavía convaleciente de la operación, al contemplar una fotografía de los buenos tiempos, murmura: Ya no existo. ¿Me reconoces? Si como bien observó Deleuze, frente al primer plano de un rostro hay dos preguntas que surgen espontáneamente: ¿qué le pasa? o ¿qué piensa? La cámara de Petzold indaga en la respuesta con la prudente distancia de lo que no debe ser tocado.
El planteo existencial del director alemán se reduce a una palabra: identidad. ¿Qué es la identidad? ¿Cómo se constituye la identidad de un sujeto? Y la respuesta más evidente es que la identidad de un sujeto la construyen los otros. ¿Quién es Nelly Lenz? A su amiga le dice con rabia que no es judía. Y ella le responde -como si fuera un espejo rebelde- desde el vigoroso aliento del fuera de campo: sí lo eres, te guste o no. Después, con la mirada resuelta, y en un plano frontal, le recuerda: Intentaron matarte por ser judía. Es que no se puede dejar de ser a voluntad. La identidad es renuente a las bondades redentoras de la cirugía plástica más radical. La suprema ironía de Petzold es que la redención de Nelly -al cabo de un proceso tortuoso- la encuentre en un cabaret de mala muerte llamado, justamente: Phoenix. Allí trabaja Johny, su tosco y vocacionalmente pérfido ex-marido. Si la confirmación de la identidad depende de ese gran espejo que son los otros, el rostro de Nelly goza de un escandaloso anonimato para su consorte. Este punto bordea los límites de la inverosimilitud, es cierto, sin embargo Petzold lo resuelve con su estilo sobrio y delicado. El parecido que Johny advierte entre el rostro de esta mujer y el de su compañera lo habilita, impunemente, a proponerle una sociedad para quedarse con su herencia. El ardid está tramado de tal manera que el desalmado perdulario pretende borrar las flagrantes huellas del nazismo -como si fuera posible barrer las evidencias de un cráter con un par de guantes de lana-. Nadie quiere ver a una pordiosera, le dice, asumiendo acaso en tan desafortunada expresión el deseo de esa porción de la sociedad alemana que proclamó el olvido -fase siniestra de la indiferencia-. Nelly confirma lo que acaso ya presentía: nadie la espera. Johny le propone, a ese doble moldeado por su avidez de fortuna que pretende manipular como si fuera un títere, la ficción de un renacer que significa, en verdad, agregar una muerte más a la ya bastante confusa vida de Nelly.
Si ha quedado algún código del pasado entre Nelly y Johny es una canción: Speak low. La música de esa canción que integra la más selecta antología de obras compuestas para el teatro, pertenece justamente a uno de los músicos fundamentales del siglo XX: Kurt Weill, que debió huir de Alemania en 1933 después de sufrir no pocas intimaciones de los nazis. La canción se vuelve confesión y deja paso a un despecho sutil y pulcramente ejecutado. La voz de Nelly se quiebra en cada estrofa, tiembla entre las vibraciones del aire, no encuentra el punto de equilibrio ni la respiración acertada. Comprueba, al fin, que las palabras se han vuelto ociosas y el mutismo es el único lenguaje posible, pero también ha descubierto algo más en ese oscuro tránsito metafísico: ya es tiempo de renunciar a las falsas resurrecciones para tomar el coraje de vivir su vida.