Juventud Paolo Sorrentino insiste en retratar la escritura que deja el tiempo en la conciencia existencial del hombre. Si el eje vertebrador de La gran belleza era el saldo de una vida malograda tras un éxito temprano; Juventud propone lo contrario: un presente vacío que obliga a mirar atrás, aunque no demasiado, para encontrar algo que valga la pena ser recordado. El conflicto existencial es común a ambas películas pero el tratamiento es diferente. Juventud ofrece una estructura dividida en cuatro vidas igualmente vacías: dos ya en la curva de la ancianidad Fred Ballinger (Michael Caine) y Mick Boyle (Harvey Keitel); las otras dos en la antesala de la madurez: Jimmy Tree (Paul Dano) y Raquel Weisz (Lena Ballinger). La configuración etárea es consecuente con las funciones sociales de estas cuatro almas detenidas en un lujoso spa ubicado en el corazón suizo de Los Alpes. Los amigos de cara al tramo final de sus vidas son directores: uno de orquesta (Fred Ballinger); el otro de cine (Mick Boyle). El talento que han desarrollado para dirigir sus respectivas artes es inversamente proporcional al que supieron conseguir para encauzar el equilibrio de sus emociones en la etapa más fecunda de la vida. El racconto perturbador al que se ven expuestos proviene de la conciencia antes que de la memoria. Los directores comparten su desasosiego junto a un actor insatisfecho de sus logros Jimmy Tree (Paul Dano). Se suma a ese cuadro de insatisfacciones repartidas la angustia de la hija de Fred, Raquel Weisz (Lena Ballinger). La cámara de Sorrentino sondea el espacio de sus sombras, los obliga a reconocerse en la caída. Contrasta con la desprolijidad y las deficiencias plásticas usuales en el cine europeo que hemos podido ver últimamente con escasas excepciones. Los personajes no logran fundirse con su medio porque siempre parecen en deuda con las fastuosas estructuras por las que deambulan y esto los despega del paisaje y los reduce a una escala miserable. El espacio los contiene y los aplasta al mismo tiempo. Sorrentino es uno de los pocos realizadores actuales que tiene la capacidad alquimista de expresar los espacios sin aspavientos inútiles, como una prolongación interior de los personajes. El spa es un purgatorio cinco estrellas, confortable para analizar derrotas y esconderse cobardemente del mundo. Los hospedados recorren circuitos repetidos como hámsters entrenados en el ejercicio banal de atravesar el vacío sin tocarlo. La toponimia del fracaso los acecha con sus perros de caza. El retiro, no los acerca a la paz interior sino al vacío. Hasta el jugador “Sudamericano” interpretado por Roly Serrano -Maradona, ¿qué duda cabe?- se sumerge en el ostracismo refinado del infierno florido frente a la mirada curiosa de sus compañeros de hospedaje y se mueve en el agua como una bestia bíblica con el semblante venerable de Marx tatuado en la espalda. Este personaje aparece como el símbolo inequívoco de la gloria y el ocaso, del triunfo y la extravagancia decadente. La cámara se detiene en el tatuaje de su espalda como si fuera un mapa. También mira de cerca las manos de Fred Ballinger, el músico empecinado en estrujar un papel para repetir el obsesivo gesto de un ritmo y a la vez capaz de dirigir la infinita música de la naturaleza en la soledad de un prado. Si algo promete todo purgatorio -hasta el más lujoso- es el encuentro con uno mismo. El dolor cuando no mata, enseña. Los selectos pensionistas del spa suntuoso van a curarse de ellos mismos. La cobardía de buscar culpables para no asumir la responsabilidad de los propios errores se pone en crisis frente al paisaje de esa anemia espiritual inmune a todo mecanismo de defensa. El diálogo es interno, sucede entre las paredes difusas de la decepción. Todos han sido víctimas de su propia opacidad (hasta el monje tibetano que contra la adversidad de los pronósticos consigue levitar). Para alcanzar la paz interior, fuente de toda elevación, antes hay que morder el veneno de las malas ortigas. Los personajes de Juventud parecen obedecer a ese verso de Discépolo que dice: somos la mueca de lo que soñamos ser. Cada uno de ellos arrastra su sombra, su baba de caracol contra el vacío. El director de orquesta que interpreta Michael Caine sufre el peso de su conciencia que le recuerda las disonancias de una vida miserable, alienada por el éxito profesional y agobiada por el infortunio de su frustrada experiencia amorosa. El caso de Mick Boyle (Harvey Keitel) es diferente, encarna el ocaso del director de cine pensado como autor, capaz de estampar su firma aún en obras imperfectas pero personales. Lena es abandonada por su esposo. El trabajo consciente sobre esa pérdida le permitirá recobrar el camino hacia el corazón herido de su padre. Las certezas equívocas con las que juzgaba al músico celoso de su arte anidaban en un prejuicio limitante alimentado por el carácter acaso antigregario del severo director. Jimmy Tree, bordado de manera impecable por Paul Dano, es un actor insatisfecho con la orientación de su carrera. Siente algo que Scott Fitzgerald supo expresar como nadie: ninguna carrera decente se ha basado jamás en el público. La vida le reservará un pequeño milagro en ese spa que pondrá en duda el veneno de sus pálidas certezas. La escena que resume, iba a escribir rezuma, toda la película es la de los binoculares en manos de Mick Boyle (Harvey Keitel). El mítico director que encarna se enfrenta a la inmensidad del paisaje en el punto panorámico y lo contempla desde ambos extremos de los prismáticos. Comprueba algo asombroso: el pasado se ve con una focal que nos aleja del horizonte; el presente, en cambio, siempre parece cercano. La vejez nos invita a mirar desde la cara de los prismáticos que nos aleja de la realidad. Esa metáfora vale por todo la película. El tiempo, la vida, es el cambio inevitable de las perspectivas. Jane Fonda, interpretando a una actriz en decadencia, le hará notar justamente eso mismo al realizador vencido, no sin antes desmoronar su última esperanza. El estro del artista se apaga como la lumbre del deseo devorado por la oscuridad. Paolo Sorrentino, una vez más, nos recuerda con la tenue belleza de la emoción que el tiempo no es un lugar donde quedarse.
Liv & Ingmar La desolada postal de la isla de Farö. Una casa vacía donde solo entra la luz. Fotografías pulcramente enmarcadas que testimonian el esplendor de un maestro del cine junto a una actriz devenida en musa y amorosa confidente de su vuelo. Liv & Ingmar, esa vibrante sinfonía audiovisual en seis movimientos dirigida por Dheeraj Akolkar, comienza con la perspectiva de un automóvil avanzando por una carretera angosta. Esa campiña -digna de un cuento de los hermanos Grimm- está flanqueada por un peñasco y el solitario paisaje que rodea a una casa destinada a mirar la serena correntada del Mar Báltico. El paisaje en la luneta trasera del coche se va alejando a medida que la voz de Liv Ullman se acerca. Los cincuenta años trascurridos desde su primer encuentro con Bergman motivado por el rodaje de Persona no han hecho más que agigantar la influencia del maestro sueco en su vida. Yo estaba enamorada, confiesa y esa frase abre el primer capítulo del documental: Amor. El gesto inaugural de esa relación es una mirada intensa y comprometida de Bergman, detrás de cámara, cautivado por la magia de esta actriz noruega a la que él doblaba en edad. Esa mirada arrasa los límites de la ficción. La imagen, por demás elocuente, pertenece al backstage de Persona. Ingmar observa a Liv con ese indiscreto arrobamiento que el amor delata. Yo sabía que él sentía algo por mí y era tan raro que alguien sintiera nada por mí. Y era Ingmar… La pregunta interna que la apremiaba, por aquellas horas, era digna de algún atribulado personaje del maestro sueco: ¿seré digna de su amor? Antes que pudiera responderla llegó a sus manos una carta de Pingmar -apodo cariñoso brotado del amor- que iluminó su cara: Duele verte al otro lado de la ventana… La ventana proyecta el temido obstáculo que promete la angustia de lo inalcanzable. Esa declaración de amor era demasiado para ella. Liv se asustó y regresó a Noruega. Bergman sintió en carne viva el gesto más doloroso del amor: extrañar. La ausencia se vuelve intolerable para aquél que ama y no pudo resistir la imperiosa necesidad de ir a buscarla. Ella tenía 25 años y Bergman 47. Un viaje a Noruega justificado por una buena excusa le bastó a Ingmar para recuperarla. Ella tiene que estar conmigo, murmuró el tozudo director. Tal vez nuestro amor se dio por la soledad que ambos sentíamos, reflexiona Liv Ullman. Sembramos una especie de revolución el uno en el otro. Nos abrimos el uno al otro por completo… Las cartas acumuladas sobre la mesa recuerdan las fotos desparramadas que Ullman -interpretando a Mariane- clasifica y ordena al comienzo y al final de Sarabanda. Fragmentos de Persona, La hora del lobo, Pasión y La vergüenza dialogan desde el pasado tiñendo la mirada templada del presente. Soledad, es el nombre del segundo capítulo. Comienza aludiendo al muro de piedra que Bergman construyó en torno de la casa para cercar la relación. Esa pared constituye el símbolo elocuente de la asfixia y del aislamiento total que acabaría, gradualmente, con la pareja. El nacimiento de Linn, en ese clima de severo retraimiento, acentuaría la intensidad del conflicto. Ullman estaba dividida entre dos demandas imposibles de satisfacer en toda su intensidad: el clamor natural de la niña y el absorbente deseo de Bergman. En “Linterna mágica”, el libro autobiográfico del director, hay un balance tardío sobre esa situación: Una grandiosa equivocación me llevó a construir la casa pensando en una vida en común en la isla. Olvidé preguntarle a Liv su opinión (…) Se quedó unos años. Luchamos contra nuestros demonios lo mejor que pudimos… El tercer capítulo, Rabia, enfatiza el creciente clima de hostilidad entre ambos. Los impulsos violentos, la ira ejecutada sobre el cuerpo del otro para cercarlo y reducirlo a los límites de la posesión representan la fase final del vínculo amoroso. El documental completa el testimonio de la actriz con escenas de dos películas que describen situaciones de violencia física liberadas en la intimidad brutal de una pareja: Pasión (1969) y Escenas de la vida conyugal (1973). El rodaje de las películas servía como espacio de liberación de esa rabia contenida. La ficción y la realidad se anudaban riesgosamente hasta el límite de la destrucción. La inseguridad, los celos, el salvaje deseo de posesión y de control total nunca satisfecho, detonaba el grito primal de las ofensas. La violencia física o psicológica los fue llevando al margen de lo soportable. Dolor, el cuarto capítulo, se abre con una implacable reflexión: yo iba detrás de otros porque no tenía ninguna seguridad… Madurar ese diagnóstico le permitió tomar conciencia de la imposibilidad de edificar un proyecto sólido y estable con Ingmar Bergman. Una escena de La vergüenza, esa tormentosa relación que culmina en una alienación brutal, reafirma desde la ficción la confesión de Ullman: ¿Qué pasará si no conseguimos más hablar el uno con el otro? La amenaza de la incomunicación verbal confirma la disolución previa de los vínculos físicos. El inconveniente de un lenguaje emocional compartido es la señal inequívoca de la ruptura. Brota desde el zócalo de las palabras la manida frase de Saint-Exupery: La experiencia nos enseña que amar no significa en absoluto mirarnos el uno al otro sino mirar juntos en la misma dirección… (Tierra de hombres). Bergman y Ullman miraban en direcciones opuestas. Cuando llegó la separación no hablábamos de ello. Mientras guardaba mi ropa fingíamos que no pasaba nada. La imposibilidad de transformar en materia de expresión verbal los sentimientos se interpone entre ambos. El capítulo Anhelo ofrece un racconto de la proyección internacional de Liv Ullman. Su breve pero exitosa incursión por Hollywood lejos de mitigar la pasión por Bergman parece haberla incrementado. Amistad es la última estación de este viaje revelador y cautivante. Omitiremos la intimidad de esa relación. Un dato relevante que nos interesa mencionar es la forma en que el viejo director valoraba a su emblemática actriz: es mi Stradivarius, solía decir. El elogio por demás afectuoso no escatima, sin embargo, la posesión, ni cierto grado de cosificación. Ullman era su Stradivarius, es cierto, porque daba siempre la nota exacta en el momento preciso. En Linterna Mágica a Bergman no le tiembla el pulso para reconocer que su película Cara a cara le debe mucho a Liv Ullman que luchó como un león. Y agrega: Gracias a su fuerza y a su talento la película se sostiene en pie… La conexión entre ellos era tan sólida y profunda que Liv presintió la muerte de Ingmar. La actriz noruega viajó en un avión privado hasta la isla de Farö y cuando Bergman, sorprendido, le preguntó el motivo de su inesperada visita, ella se limitó a citar una réplica de Sarabanda, la última obra maestra que hicieron juntos: porque me has llamado… Esa misma noche, Bergman se fue de este mundo. Era el 30 de julio de 2007.
Mia madre Mia madre, el nuevo filme de Nani Moretti, confirma -y acaso esta sea su mayor virtud- que el director italiano retrata a sus criaturas desde una zona de aparente nitidez. Siempre hay algo borroso entre sus personajes y nuestra ambición de claridad (como en toda obra que valga la pena). La habilidad de Moretti consiste en disimular ese ligero desplazamiento del “foco” y su tendencia a desviar la tensión hacia una zona de prudentes opacidades, de borrosas magnitudes existenciales. Moretti lo sabe y por eso mismo sus personajes se mueven en un precario equilibrio que va desde la estupidez hasta la perspicacia desafiando todas las temperaturas de la emoción. La paleta y los trazos que utiliza son esquivos a la restringida definición de los géneros. El lenguaje de Moretti no es complejo, sin embargo siempre hay algo, algo que se nos escapa a la hora de creer que podemos explicar algunas de sus obras encuadrándolas según el canon formal de la estructura clásica. Ese algo es una cierta cualidad de la distancia que interpone entre la representación y lo representado, la misma distancia que la directora de cine interpretada por Margherite Buy les pide a sus actores. Ella quiere ver “al actor al lado del personaje”. La contradicción de esa afirmación es -como la nitidez esculpida por Moretti- aparente. Margherita pide algo que solo es posible en el arte: “vivir y verse vivir”, escrito así con las comillas que limitan la intención concluyente de la afirmación. Un actor que “está al lado del personaje” podría hacernos pensar en la gastada metáfora teatrera del cuerpo del intérprete virtuoso capaz de alojar las almas que les presta la ficción. Sin embargo, restringir esa imagen a su sentido literal empobrece su significado y, por otra parte, Moretti nunca es obvio ni superficial. Cada una de estas criaturas solitarias y desencantadas que retrata sin lisonjas, encarnan un rol social que los define: el hijo triste y solitario, la hija desbordada por la crisis, la madre enferma y desvalida, la adolescente demandante que asume con angustia los cambios de su vida. Para soportar los embates de la existencia están obligados a asumir un personaje que nunca es convincente porque siempre es provisorio. Margherita debe mostrar una seguridad en el rodaje que se desvanece apenas llega al lecho de muerte de su madre (aunque por momentos aparezca su espantosa intolerancia en situaciones que la desbordan reclamando, sin falsos blindajes, su debilidad). El contraste lo representa John Turturro. Agobiado por un ego superior a su talento, el personaje interpretado con notable variedad de ritmos y asertos expresivos por el actor norteamericano, vocifera enfurecido: “quiero salir de aquí, quiero volver a la realidad”. Justamente ese alarido explica por qué no comprende el clamor de Margherita. ¿Cómo va a estar al lado del personaje quien se permite dudar de que la realidad y la ficción se funden durante el proceso creativo de construcción de una película pero sin disolverse? Lo verdaderamente dramático del planteo de Moretti es que la incomunicación que rodea a los personajes, y los obliga a deambular en la neurosis del foco aparente, es una estrategia de supervivencia antes que una elección deliberada. Se expresan a medias y cuando estallan nunca van a fondo porque necesitan conservar la máscara para sostenerse. Estar al lado del personaje -casi como pretendía Brecht- es una premisa válida en el terreno artístico pero en la vida parece poco probable distanciarnos de nosotros mismos sin perder la salubridad mental. El entramado de las relaciones humanas en Madre mía funciona a partir del tratamiento que hace Moretti de esa zona de desenfoque emocional a la que somete a sus personajes. La muerte encarnada en la figura de la madre avanza y con ella la certeza de la fugacidad existencial. No importa los subterfugios que usemos para negarla, darle la espalda es imposible: la muerte es el único horizonte. Y por eso, aunque previsible, el final de Mía Madre no podía ser otra cosa que la contundencia fatal de una mirada. La película alterna dos circunstancias tensas y pungentes de la vida de Margherita Buy: el rodaje de su película con todos los avatares que rodean a un proyecto artístico cargado de zozobras y la prolongada agonía de su madre, una profesora de latín que va perdiendo progresivamente la capacidad de comunicarse. Ese proceso está atravesado por viejos lastres que proyectan sus sombras sobre la vida de esta mujer emocionalmente inestable que vacila entre la inmadurez y el sarcasmo: su torpeza para amar, la compleja relación con su hija adolescente, la aquiescencia resignada de su hermano (interpretado por el propio Moretti). El director italiano, felizmente, no se dejó arrastrar por la tentación del flashback y la quebradiza tendencia a utilizar la agonía de la madre para repasar instantes felices o traumáticos. El tiempo de Moretti es el presente y sus fortuitos avatares. Margheritta -como el actor que anhela- debe transitar dos dimensiones paralelas que absurdamente se potencian y se anulan mutuamente y a la vez la excluyen del control: la realidad y la ficción. La alternancia entre estos núcleos narrativos está matizada por ese recurso típicamente italiano que consiste en la agudeza para trenzar el humor y el drama con una eficacia pareja. Moretti trabaja -esto hay que decirlo- los contrastes de un modo excesivo, brutal por momentos y uno termina riéndose a veces sin saber por qué. Las transiciones entre un clima y otro son débiles y esa, quizá, sea la clave del efecto altisonante que provocan. ¿Valen la pena, al fin y al cabo, esos golpes de efecto? Un buen espectador del cine de Moretti diría que constituyen el pulso mismo del director, el perfil agudo de su estilo. Hay metáforas ingeniosas como la del actor al que se le pide que maneje naturalmente con el parabrisas inundado de cámaras y faroles que le impiden ver el camino. ¿Cómo no ver en esa escena una de las representaciones más mordaces y desaforadas de la vida? ¿Quién no ha sentido alguna vez la carga de tener que avanzar a ciegas fingiendo una lucidez imposible? ¿Cómo no sentir el deseo de parar la marcha, bajarse del auto y gritar -como hace Turturro en otra escena- quiero salir de aquí, quiero volver a la realidad? ¿Pero quién puede determinar de un modo infalible los límites entre la apariencia y la realidad sin el peligro de estrellarse en la primera curva?
Fénix Borges -en uno de los escritos de El libro de los seres imaginarios– recordó que: Tertuliano, San Ambrosio y Cirilo de Jerusalén han alegado el Fénix como prueba de la resurrección de la carne. ¿Qué mejor referencia para comenzar este artículo dedicado al Fénix de Christian Petzold? La pregunta que nos hacemos es ¿cómo volver a nacer en un nuevo cuerpo lidiando con el peso desgarrador de una memoria que pertenece a otro cuerpo? Justamente cuando nacemos y nuestro cuerpo reacciona a los primeros estímulos, la memoria todavía es una niebla balbuciente, muda, incapaz de nombrarse. ¿El Fénix puede volver de sus cenizas como si el mundo fuera nuevo? Nelly Lenz retorna de entre los muertos, sobrevive milagrosamente a un campo de concentración y, luego de una mirífica cirugía estética, logra renacer con un nuevo rostro. La resurrección de Nelly Lenz -crudamente interpretada por Nina Hoss- es un aleteo trágico entre los escombros de una sociedad demasiado vulnerada para apiadarse de sí misma. Toda la película parece estar construida en función de lo que el filósofo Gilles Deleuze bautizó la gran forma, es decir: el duelo entre el sujeto y el medio, primer atributo de la imagen-acción. La situación inicial es el regreso de Nelly del infierno; la acción que pone en juego reconoce como objetivo recuperar lo perdido, corporizado en la figura de Johny (su ex-marido) y, por último, la situación modificada, el desenlace, no es otro que el Fénix compelido a quemar los últimos aleteos de su vida anterior para renacer abrazado a las heridas. Tres son los duelos que debe atravesar en su carreteo de ave impenitente tratando de remontar el vuelo, tres son los combates: con el entorno postbélico; con Johannes, su ex-marido, y con ella misma (lo que incluye, principalmente, la memoria de su propio cuerpo). El tránsito de Nina está poblado de avatares que le revelan que una parte de su entorno la prefería muerta. Si tuviéramos que analizar el eje de Fénix desde las categorías propuestas por Deleuze, diría que el filme de Petzold remite ya desde el arranque a las complejidades -iba a escribir perplejidades- de la imagen-afección, es decir la reveladora escritura del primer plano. Nelly vuelve del infierno con el rostro completamente destrozado. Durante el trance inicial de su supervivencia, con la cabeza vendada, todavía convaleciente de la operación, al contemplar una fotografía de los buenos tiempos, murmura: Ya no existo. ¿Me reconoces? Si como bien observó Deleuze, frente al primer plano de un rostro hay dos preguntas que surgen espontáneamente: ¿qué le pasa? o ¿qué piensa? La cámara de Petzold indaga en la respuesta con la prudente distancia de lo que no debe ser tocado. El planteo existencial del director alemán se reduce a una palabra: identidad. ¿Qué es la identidad? ¿Cómo se constituye la identidad de un sujeto? Y la respuesta más evidente es que la identidad de un sujeto la construyen los otros. ¿Quién es Nelly Lenz? A su amiga le dice con rabia que no es judía. Y ella le responde -como si fuera un espejo rebelde- desde el vigoroso aliento del fuera de campo: sí lo eres, te guste o no. Después, con la mirada resuelta, y en un plano frontal, le recuerda: Intentaron matarte por ser judía. Es que no se puede dejar de ser a voluntad. La identidad es renuente a las bondades redentoras de la cirugía plástica más radical. La suprema ironía de Petzold es que la redención de Nelly -al cabo de un proceso tortuoso- la encuentre en un cabaret de mala muerte llamado, justamente: Phoenix. Allí trabaja Johny, su tosco y vocacionalmente pérfido ex-marido. Si la confirmación de la identidad depende de ese gran espejo que son los otros, el rostro de Nelly goza de un escandaloso anonimato para su consorte. Este punto bordea los límites de la inverosimilitud, es cierto, sin embargo Petzold lo resuelve con su estilo sobrio y delicado. El parecido que Johny advierte entre el rostro de esta mujer y el de su compañera lo habilita, impunemente, a proponerle una sociedad para quedarse con su herencia. El ardid está tramado de tal manera que el desalmado perdulario pretende borrar las flagrantes huellas del nazismo -como si fuera posible barrer las evidencias de un cráter con un par de guantes de lana-. Nadie quiere ver a una pordiosera, le dice, asumiendo acaso en tan desafortunada expresión el deseo de esa porción de la sociedad alemana que proclamó el olvido -fase siniestra de la indiferencia-. Nelly confirma lo que acaso ya presentía: nadie la espera. Johny le propone, a ese doble moldeado por su avidez de fortuna que pretende manipular como si fuera un títere, la ficción de un renacer que significa, en verdad, agregar una muerte más a la ya bastante confusa vida de Nelly. Si ha quedado algún código del pasado entre Nelly y Johny es una canción: Speak low. La música de esa canción que integra la más selecta antología de obras compuestas para el teatro, pertenece justamente a uno de los músicos fundamentales del siglo XX: Kurt Weill, que debió huir de Alemania en 1933 después de sufrir no pocas intimaciones de los nazis. La canción se vuelve confesión y deja paso a un despecho sutil y pulcramente ejecutado. La voz de Nelly se quiebra en cada estrofa, tiembla entre las vibraciones del aire, no encuentra el punto de equilibrio ni la respiración acertada. Comprueba, al fin, que las palabras se han vuelto ociosas y el mutismo es el único lenguaje posible, pero también ha descubierto algo más en ese oscuro tránsito metafísico: ya es tiempo de renunciar a las falsas resurrecciones para tomar el coraje de vivir su vida.
Leviatán: el camino al sacrificio El origen griego de la palabra tragedia, nos enseñaron hace mucho tiempo, remite al maridaje de dos expresiones: tragodia que deviene de tragos (chivo) y oide, oda (canción). Harto sabido es que el sacrificio del chivo constituía la ceremonia central del culto a Dionisio y la oblación sagrada se acompañaba entonando una tragedia. Separar la palabra tragedia de la presencia ominosa de la muerte, como podemos inferir, sería incurrir en un desvarío semántico. La aclaración es útil para analizar Leviatán, la nueva película del director ruso Andréi Zviáguinstev, inscripta ya desde el título en la más honda tradición de los relatos trágicos. Si, tal como nos ha explicado Roland Barthes, debemos considerar, en todo relato, el proceso que va desde las señales iniciales hasta las finales para restituir el sentido estructural de los eslabones intermedios de acciones y acontecimientos propios de lo narrado, Leviatán empieza y termina con una pérdida. El relato se abre con un perjuicio material, el embargo efectivo y afectivo de la casa de Kolya, y culmina con la privación de su libertad para ser recluido injustamente en el infierno más temido: la cárcel. Entre uno y otro extremo la vida de Kolya, como es previsible, se desmorona sistemáticamente haciéndolo caer en el lazo que lo llevará al “altar” donde lo espera el hacha del sacrificio. Toda tragedia constituye un transcurso degradante. El camino al sacrificio es un sumario de pruebas y derrotas regidas por la lógica del quebranto. La falla moral del héroe determina, invariablemente, la fuerza de impacto del castigo y también su orientación. El orgullo de Kolya propicia su debilidad arrastrándolo al naufragio. “¡Construí este lugar con mis propias manos!”, grita cuando es inminente la pérdida de su propiedad al tiempo que reivindica la añorada tradición de sus ancestros: “aquí está toda mi vida”, repite frente a la mirada técnica de Dima, el amigo artero que cae en la tentación y muerde la manzana que le tiende Lylia, la esposa de Kolya, para invitarlo a rodar hasta la apostasía. El orgullo de Kolya volverá más sórdida cada fase del declive porque, como hubiera dicho Pascal: lo que más me asombra es ver que no todo el mundo está asombrado de su flaqueza. Kolya parece eximido de ese asombro, los venenos de la alienación han comenzado a minar la ostentación de su fuerza. Sabido es que el ofuscamiento es la sustancia obligada del orgullo. Cuanto más rígido es el sustrato del orgullo más fácilmente se quiebra. Vadim, el brutal antagonista de Kolya, funda su orgullo no en férreos preceptos morales -como hace su obstinada víctima- sino en la corrupción embriagadora del poder. El aliado más peligroso del alcalde es un sacerdote que le inflama la conciencia apelando a la rancia quimera de un mesianismo decadente. “Todo poder viene de Dios. Mientras él así lo desee no tienes nada de qué preocuparte” le dice el vicario para fortalecer su ánimo. Vadim repregunta ¿y él lo desea? Vivir pendiente del deseo inasequible del buen Dios no le impide pasar por alto sus mandamientos, especialmente aquél que dice: No codiciarás la casa de tu prójimo… El sermón en torno a la verdad pronunciado por el sacerdote a la vez que diluye toda pretensión de justicia, clausura el relato con la sensación, siempre latente, de que el poder es aliado irremediable de la impunidad. El fin justifica los medios para Vadim y para cumplir su “misión” no dudará en traicionar otro mandamiento: No hablarás contra tu prójimo incurriendo en falso testimonio. Expuesta la presencia de Dios en el centro del relato, no tardará en aparecer entrelazado al hilo simbólico -recurriendo una vez más a Roland Barthes- la parábola de Job. Si recurrimos a la etimología hebrea del nombre Job descubriremos que su significado es perseguido. Kolya -a diferencia de Job- prefiere dar la espalda a la fe religiosa. El coloquio circunstancial que mantiene con un sacerdote deja al descubierto sus reservas en relación a la devoción cristiana y sus preceptos. Sin embargo, presiente que ha sido castigado por una fuerza superior (en toda tragedia la verdadera adversidad es consecuencia de la ira de los dioses). La historia es conocida: Satanás -con la anuencia de Dios- somete a Job a un repertorio de iniquidades con la única condición de no poner en riesgo su vida. La impiadosa obra del demonio lo aprieta sin ahorcarlo. El desdichado profeta se queja ante los amigos que procuran consolarlo de sus males pero, con cada acto de protesta, los aumenta. El final feliz del relato bíblico, es decir, la restitución de lo perdido, en la película de Andréi Zviáguitsev no sucede. Como suele ocurrir en toda tragedia, las fuerzas que se abaten sobre el carnero desvalido parecen llegar desde una dimensión inabarcable. Leviatán no es la excepción. El relato además de centrarse en la rodada de Kolya -pierde casa, amigo, mujer y libertad- retrata un sistema de prebendas, mafia y corrupción en el que se mezcla la burocracia política y la anuencia velada de los altos mandos de la iglesia. La distribución internacional de Leviatán y los reconocimientos conquistados -ganó el premio a la mejor película en el Festival de Cine de la India, compitió por la Palma de Oro en Cannes y obtuvo el Globo de Oro, además de haber sido nominada para el Oscar- provocó un profundo malestar, al parecer, en la comunidad política rusa ligada a la gestión del presidente Putin. El ministro de cultura, Vladimir Medinski, acusó a Zviáguintsev de distorsionar la imagen política de Rusia para mostrarla tal como esperan verla en los países enemigos del régimen de Putin. Más allá de estos detalles y retomando el hilo simbólico del análisis, la presencia del mar se torna imperceptiblemente amenazante hasta que llega al límite de la tensión en el momento en que Lylia -la pareja de Kolya- observa el llamado trágico del gran pez enrollado que da nombre a la película. Ella que, no casualmente se gana la vida limpiando pescados en una fábrica, siente el llamado de la bestia, su invitación oculta. Leviatán, según algunos enfoques, representa la fuerza que agita el mundo. La desaparición de Lylia acaso nos recuerde a otra fase de la leyenda del gran monstruo marino -siempre hilando lo simbólico- presentada en el Génesis: según el relato bíblico Dios mató a la hembra ligada a Leviatán para evitar que procrearan y así limitar su fuerza. La película de Zviáguintsev está concebida en forma de espiral, como el movimiento de la gran serpiente marina que enrolla a su presa hasta sofocarla.
La grande belleza 1. Win Wenders lo dice en “El acto de ver” refiriéndose a las películas que “tienen un alma, en las que se nota un centro, las que irradian una identidad. Todas estas películas, sin excepción, han sido ‘soñadas’, estoy seguro de ello…” Una de esas películas que parece haber sido articulada sobre los torrenciales desvaríos de un sueño es La Grande Belleza, de Paolo Sorrentino. Desde qué dimensión ha sido soñada esta película es algo que solamente es capaz de revelar su director. Nosotros podemos intentar respondernos cuál es -a título personal- el poderoso centro magnético de irradiación de esta obra maestra que nos ha quitado el sueño. El primer paso es analizar los puntos de contacto entre el filme de Sorrentino y La dolce vita de Fellini, filme con el que establece una especie de correlatividad, un eco en el sentido de Mijail Bajtín cuando analiza las distintas “perspectivas, cosmovisiones, escuelas” que atraviesan todo objeto del discurso. Esto no es tan difícil, el tono general de La Grande Belleza remite a ese gran fresco romano filmado por Fellini en 1960 con todos sus íconos fácilmente reconocibles: las bacanales fatuas de la aristocracia, el desenfreno, la idiotez, el sinsentido de la vida absurda, el culto a las apariencias, las mujeres voluptuosas, el cinismo, la frivolidad, el excéntrico perorar en el vacío que busca tapar la insatisfacción a cualquier precio. Las consecuencias de tanta barahúnda sin medida es la soledad, el desasosiego, la incomunicación, el desprecio por el menor gesto de afecto y esta tendencia a correr, a saltar de una relación a otra, a someterse a una dinámica absurda para saciar una pavorosa miseria espiritual que pide a gritos escucharse para ser comprendida y aceptada y amada. El fondo arquitectónico de tanta orgía desesperada es Roma (la ciudad museo). Roma con sus vestigios imperiales, su ornamentación renacentista, su victorioso pasado clásico. Esa gran belleza convive con la horrible arquitectura funcional de la ciudad actual donde todo es fugaz, pasajero, descartable. Pero acaso la mayor ligazón entre ambos filmes esté dada por la psicología del personaje. Gep Gambardella, el periodista de La Grande Belleza, representa los años maduros del reportero interpretado por Mastroianni en la película de Fellini. Describirlos es mencionar el rasgo más pavoroso que tienen en común: ambos han desperdiciado la vida corriendo inútilmente con el agravante -en el caso de Gambardella- de que ya no está en edad de remediar lo que ha dejado pasar. La vida de Gep Gambardella se reduce a una novela que escribió en su juventud, el resto -parafraseando a Faulkner- es el sonido furioso de una pregunta que lo atormenta a cada paso: ¿por qué no ha vuelto a escribir? Probablemente en Gambardella y en sus amigos tan patéticos y grises podamos reconocer alguna pincelada de Ettore Scola. Probablemente haya algo del Gassman de esas películas en el desprejuiciado fragor de Gambardella que – como acontece a todos los personajes grotescos- está provisto de una doble máscara que combina los dos géneros clásicos: la tragedia y la comedia y por eso esta película se resiste a ser clasificada en un solo género. 2. La Grande Belleza es una aventura metafísica que hace del espacio (Roma) un cautiverio hermoso y colosal y del tiempo una aporía silenciosa que va minando la existencia. El espacio de Gambardella es Roma. Gep no sale de Roma porque abandonar esa ciudad llena de fragor y de furia pondría en peligro su irrefrenable necesidad de taponar el vacío existencial que lo domina abusando de todas las distracciones que ofrecen las grandes capitales. Sin embargo, La Grande Belleza cuenta algo más que la rutina circular de un camaleón en la comparsa. Toni Servillo definió en una entrevista a su personaje -Gep Gambardella- como un “cínico sentimental”. Esa definición es de una exactitud tan notable como su interpretación. Si nos remitimos a la escuela cínica de la Grecia antigua y recordamos que recibe su nombre del vocablo “perro” es fácilmente comprensible la rabiosa antipatía que por momentos despierta Gambardella en las reuniones sociales a las que concurre sin ánimo de escandalizar, hay que admitirlo. El cínico era el hombre que ejercía con descarnada autoridad el desapego, la indiferencia, la incuria. Como bien observa José Ferrater Mora en su “Diccionario de Filosofía”: “…más que una filosofía el cinismo es una forma de vida, surgida en un momento de crisis…”. El rechazo por las convenciones sociales era el centro medular de la escuela de Antístenes y, llevado al extremo, da como resultado la despiadada sinceridad de Gambardella, su tendencia a ejercer sin dobleces una franqueza con vocación de boomerang que deja traslucir el fondo gris de su resentimiento. Gambardella llega tarde a una conclusión que pudo haberle ahorrado, tal vez, el sacrificio de una existencia inútil: “El descubrimiento más consistente que he hecho tras cumplir 65 años es que no puedo perder tiempo haciendo cosas que no quiero hacer…”. Esa frase define la crisis que ya advirtiéramos en medio de la deslumbrante fiesta de apertura del filme cuando el escritor abandona la fila, deja de menearse como un pavo y la cámara se acerca a él en un travelling combinado con un rallenti memorable que culmina en un primer plano. A partir de ese momento comprendemos que estamos asistiendo al derrumbe existencial de un hombre carcomido por la fatuidad. El escritor devenido en periodista de La Grande Belleza consumió su vida enredado en lo que Gelman llamaba “la ajenidad del mundo”. Pensar en un acto de negligencia o en un abandono sería absurdo. Fue una decisión absolutamente consciente y deliberada. Dicho textualmente por el personaje quería convertirse “en el rey de los mundanos”. Gambardella optó por las garantías de una existencia mediocre, cobarde, caprichosamente banal, desprovista de un proyecto capaz de justificar su vida. 3.Juan Gelman se pregunta en un poema “dónde van a parar los desperdicios del amor”. Gambardella podría responder a ese interrogante contando, acaso, el episodio más traumático de su vida: la única mujer que amó se llamaba Elisa y lo abandonó para casarse con otro. Alfredo, ese “otro” se presenta un buen día ante Gep para anunciarle que Elisa ha muerto y le confiesa algo más doloroso aún: “Estuvimos casados 35 años. Pero Elisa siempre te quiso a ti”. Tras la confesión los ojos de Gep se posan en una foto de Elisa registrada en la época de su noviazgo, cuando era una adolescente rubia tomando sol en unas rocas. Alfredo, tras la muerte de su esposa, tuvo acceso al diario íntimo donde ella apuntaba numerosas referencias sobre Gep destinándole a su esposo tan solo una frase “es un buen compañero”. Gambardella recuerda el esplendor de Elisa de cara al mar y entonces nos da por pensar que cumple una función similar a la del querubín que le habla a Marcello al final de “La dolce vita” en un lenguaje indescifrable. Esa mujer se ha llevado un secreto a la tumba y con él la ilusión amorosa de Gep que se ha preguntado en silencio durante 35 años lo que finalmente se anima compartir con Alfredo: “¿Por qué me dejó Elisa?” No hay respuesta. Solamente la escena traumática que regresa una y otra vez con la fragancia de una noche de luna, frente al mar y el beso y las miradas de ambos abriéndose a una ilusión de corto aliento. ¿Cómo hubieran sido sus vidas de haberse animado Elisa a iniciar un verdadero romance con Gep? Ya es tarde para imaginarlo. Elisa ha muerto y Gep ha malgastado su vida con mujeres de ocasión tratando de olvidarla. El tiempo en La Grande Belleza nos recuerda al enfoque de San Agustín: El pasado es la memoria del amor perdido (Elisa); el presente es la atención difusa repartida entre todas las cosas que permiten maquillar, disfrazar, anestesiar nuestra cobardía que nos entrega al conformismo y a la autocompasión antes que al coraje para enfrentar las adversidades con persistencia épica; y el futuro: la espera de esa “gran belleza” salvadora que promete ponerle fin al mutismo de cuarenta años de amargura. Esa “gran belleza” como el abandono de Elisa asume la forma de un trauma capaz de ahogar la fuerza de todos los impulsos. Sorrentino describe un mundo minado de apariencias que hacen de nuestra vida un pasaje inútil, un puro descarte, lo que en boca de Shakespeare sería “un cuento narrado por un idiota lleno de sonido y de furia y que no significa nada”.
El viaje de Ida Ida, la obra maestra del director polaco Pawel Palikowski, articula dos grandes temas que resumen la inquietud de la posguerra: la memoria y el miedo a la libertad. Dividida en dos partes claramente delimitadas por la bisagra de la muerte, el film narra el viaje de Ida, novicia de un convento que está a punto de hacer los votos medievales de castidad, pobreza y obediencia, en compañía de su tía, Wanda Gruz, en búsqueda de los restos de sus padres asesinados durante los años de la ocupación nazi de Polonia. La estructura narrativa de Ida pertenece a lo que Roland Barthes analizaba desde el eje de la comunicabilidad: el sujeto de la acción, en este caso Ida, asume un mandato, una tarea que un destinador le ha encomendado. Ida deberá viajar a Piaski, una población rural, para averiguar el sitio donde fueron enterrados sus padres: Roza y Haim Libenstein, asesinados durante la guerra. Primera sorpresa: la monjita católica es de origen judío. Wanda Gruz, su tía, le advierte los peligros a los que se enfrenta: ¿Qué pasa si descubres allí que Dios no existe? Ante la mirada perpleja de su sobrina, finalmente Wanda se permite una ironía: Dios está en todas partes, lo sé. La ironía -además de enfatizar que Dios también estuvo en el lugar de la matanza de los Libenstein- inaugura el combate entre el cuerpo y el espíritu librado entre estas dos mujeres. El cuerpo de Ida es un cuerpo de clausura, hasta el cabello lleva cubierto, sus hábitos anulan la posibilidad de ceder a la tentación; el cuerpo de Wanda, en cambio, está abierto al exceso de tres grandes placeres: el tabaco, el alcohol y el sexo (voracidad que pretende, vanamente, taponar el vacío). La película de Palikowski trata sobre el cuerpo sometido a dos campos de tensiones: la memoria y la libertad. Dos núcleos se anudan en la primera parte del filme: la búsqueda de Szimon Skika, el asesino de los Libenstein que usurpó la vivienda familiar luego de explotar, hasta los límites de la tragedia, la farsa de mantenerlos a salvo de la cacería nazi; y el despertar del deseo de Ida al conocer, en la carretera, a un joven saxofonista de una banda de jazz que se hospedará en el mismo hotel que ella. El primero de esos núcleos debe analizarse tomando en cuenta el contexto de la posguerra. Esos años, como es sabido, fueron atravesados por la urgencia de ajustar cuentas con la memoria. Y la memoria, es un mandato cuya voz está en la sangre. Wanda, conoce bien ese oficio aprendido durante los años en que se desempeñó como fiscal del Estado y tuvo a su cargo el juicio a los criminales de guerra, a los que envió al patíbulo acusados de ser “enemigos del pueblo”. Sin embargo, el interrogatorio de Wanda al hijo de Szimon revela más su temple que su pericia. Palikowski, en esta escena, decidió dejar fuera del campo visual al acusado para extraer de su cuerpo sólo la voz. El testimonio no sirve más que para afirmar que este hombre lacónico, áspero y pletórico de odio, vive a la sombra de su fervor antisemita. Cuando, finalmente, Ida y Wanda se enfrenten a Skika, ya moribundo, el viejo confirmará que conoció a los Libenstein y se limitará a decir -¿cínico descargo de una conciencia en trance de agonía?- que eran buena gente. Agregará sin pudor: Los escondí en el bosque. Les daba de comer… ¡Y luego los mató! replicará Wanda enfurecida. Frente a la pregunta: ¿cómo hizo para matarlos?, Szimon guardará silencio. Su hijo será quien, a cambio de que dejen a su padre morir en paz y no le reclamen la propiedad usurpada, entregará los restos de los Libenstein y disipará las dudas de Ida. Encerrado en el hoyo que ha cavado para desenterrar los residuos óseos -tumba precaria donde confiesa el mayor de sus pecados, cediendo al mesurado clamor de Ida- recordamos una frase de Albert Camus: un hombre al que no se puede persuadir es un hombre que da miedo. La frialdad con que este aldeano tosco y primitivo se abre a esa sórdida confesión exhumada entre las raíces pútridas del pozo, nos produce pavura: No lo hizo mi padre. Yo los maté, declara. Y admite haber matado al niño -hermano de Ida- no sin antes aclarar que estaba circuncidado. Ida salvó su vida de puro milagro: no había modo de comprobar que era judía. El plano general en el que Ida saca su valija del baúl para poner en su lugar los huesos de su familia, resume la tensión total de ese capítulo. El pasado desaloja al presente y el baúl se convierte en tumba. El segundo núcleo de la película pone en tensión la libertad. Ya hemos mencionado el violento contraste entre Ida y Wanda. A ese Jesús tuyo le gustaba la gente como yo, murmura la tía refiriéndose al episodio bíblico de María Magdalena. Ida se dejará vencer por la atracción y bajará hasta esa versión elegante del infierno donde la música se mezcla con la seducción, el alcohol, los cuerpos desatados en la pista de baile. La aparición del saxofonista andariego cautivó la atención de Ida. Una melodía le tocó la fibra más sensible del corazón: Naima de John Coltrane. Palikowski no eligió al azar la obra, Naima era el nombre adoptado por Juanita Grubbs, el gran amor de Coltrane, al abrazar la religión musulmana. La relación de Ida con el saxofonista quedará en suspenso hasta su resolución en la segunda parte del film. Una vez sepultados los restos de los Libenstein en unas parcelas que la familia poseía en el cementerio de Lublin, se abre el segundo capítulo de la película. Ida vuelve al convento con la sensación de haberse perdido algo de esa vida ruidosa que conoció, y Wanda retorna a las certezas de su existencia burda. Una vez restituida la memoria de los muertos, la fuerza de atracción de la tragedia es más fuerte que los lazos que la atan a la vida. La misión cumplida acelera la sensación del vacío y, finalmente, luego de comprobar que ya nada la conmueve, Wanda elegirá su muerte no sin antes escuchar la Sinfonía Júpiter de Mozart. La música que antes estaba unida a la vida (el baile, la seducción, la embriaguez del jazz) ahora expresa el marco sensible del salto al vacío, se mezcla con la muerte. Otra vez la muerte -en este caso de Wanda- motivará una nueva salida del convento. Ida deberá, esta vez, hacer lugar a un nuevo mandato para sellar esa partida: el viaje hacia el cuerpo propio (en oposición al anterior, marcado por la búsqueda de los cuerpos ajenos). Los tacos, el vestido escotado que antes había despreciado, el cigarrillo, el alcohol y la iniciación sexual regirán las coordenadas de ese itinerario. Ida presta su cuerpo para que Wanda siga viviendo, de algún modo, en esa violenta expurgación de las pasiones que había marcado su vida. Naima, otra vez, el saxo y el sexo unidos en el mismo trazo y el proyecto vagamente esbozado por su improvisado amante: una vida estable, la casa, los hijos, la unión familiar. Ida se animó a dar el salto que tanto reclamaba su tía solamente para comprobar que su primera elección no había sido equívoca. La experiencia vivida reafirma su vocación religiosa. El plano final -¿que otra cosa podía ser que un escrupuloso travelling, tratándose de una película de viajes?- es el peregrinar de Ida con su valija y su atuendo religioso hacia la única libertad posible para ella: la fe cristiana. Naima ha dado paso a Ich ruf zu dir, Herr Jesus Christ; Coltrane se funde en Bach. La memoria -tristemente revelada- lejos de ser una derrota, termina siendo un largo camino hacia la libertad.
JEAN LUC GODARD Y SU ADIÓS AL LENGUAJE 1.Hay dos clases de películas: las que crean el lenguaje y las que lo repiten. El cine de Godard se alinea claramente en la primera de esas categorías. La obra del maestro francés está más allá de los horizontes conocidos. La evolución de su cine puede pensarse en función de la maleabilidad del lenguaje (sólo a partir de este reconocimiento es posible meter las manos en el barro para modelar las luces de un nuevo sistema). Desde luego que esta búsqueda va a contrapelo de las estratagemas comerciales. Las películas de Godard no se dan a sala llena, son fracasos de taquilla como la mayoría de las obras que se proponen una exploración profunda de los abismos metafísicos del hombre. El apotegma prohijado por Godard al promediar la década del ´70: en el cine actual son los espectadores, los que crean las películas [1], parece haber sido refutado ya no sólo por los espectadores sino por los críticos empecinados en aplicar a la obra del maestro francés un tratamiento convencional, superfluo y de escaso valor analítico. El gran acontecimiento cinematográfico del último año: el estreno de Adiós al lenguaje, el nuevo ensayo de Godard, se perdió en la marea de una cartelera anémica y ramplona. Y lo que es todavía peor, algunas de las reseñas publicadas sobre esta película compleja y honda dan cuenta de una pasmosa ligereza solamente explicable por una ausencia total de sentido crítico. Los autores de esas notas, paradójicamente, no son novatos ni advenedizos y la mayoría de ellos reciben dinero de las distribuidoras norteamericanas para hacer su trabajo. ¿Hace falta explicarles que Godard piensa el lenguaje audiovisual a partir de una zona de confluencias abierta a una pluralidad de mixturas que se articulan desde el cruce de una gama de significantes tan heterogéneos como insospechados? ¿Hace falta explicarles que en la obra de Godard el cine se piensa a sí mismo ya no como mero dispositivo técnico sino como una prodigiosa maquinaria productora de sentido? Lo saben, pero no les importa. A Susan Sontag los remito. Sontag comparó el rechazo de Godard por el sistema de reglas del cine clásico con la impugnación de Schöenberg al conjunto de jerarquías de la armonía tonal. En efecto, la atonalidad no reconoce un centro definido. Schöenberg propone un nuevo paradigma: el dodecafonismo y a partir de ese hallazgo cambia la historia de la música. Tanto Schöenberg como Godard se hartaron de la reiteración de esquemas fijos. Ambos estudiaron la historia y evolución de sus lenguajes artísticos hasta la molicie y finalmente concluyeron en la creación de un nuevo lenguaje. Quien haya visto el cine de Godard lo sabe, es ocioso buscar el punto de equilibrio sugerido por las ya gastadas estructuras llamadas clásicas -pienso en la categorización de Bordwell- que siguen llenando salas. Lo ha dicho el mismo Godard, con mejores palabras: Una película no se puede contar hay que vivirla [2]. Pero entre el contar y el vivir está el dinero. Lo que no se cuenta, no se vende y lo que no se vende queda fuera del mercado. El mismo mercado que decidió que esta película, concebida para que se exhibiera en 3D, hayamos tenido que verla en 2D -al menos en los dos cines de Buenos Aires a los que fui- como si esta disposición no afectara a la percepción de la obra en su conjunto. 2.Adiós al lenguaje comienza con un posicionamiento ético que es, en verdad, una invitación al sentido crítico: aquellos que carecen de imaginación se refugian en la realidad si no contamina el pensamiento que fue el mejor momento que tuvimos. Godard construye su película desde la fragmentación, es decir, desde la dificultad de la ilación lineal en beneficio del sentido. Su punto de partida es la naturaleza. ¿Es posible plantear la naturaleza del lenguaje siendo el lenguaje una convención humana? ¿No sería mejor hablar del lenguaje de la naturaleza que es, en última instancia, una pretensión puramente humana? ¿Qué sabe del lenguaje el perro que vaga, sin perderse, libremente por todos los caminos? Un hombre explica que Alexander Solzhenitsyn prescindió de Google para encontrar el subtítulo de su novela: Experimento de la investigación literaria. La tecnología, el supremo artificio, domina el lenguaje. Los celulares -donde es posible googlear a Solzhenitsyn- conviven con los libros, es decir, con la casa del lenguaje cuya forma geométrica comparten. El sarcasmo de Godard se ramifica al evocar un dato perturbador: en 1933 el ruso Zworykin inventó la televisión, el mismo año Hitler llegó al poder. Queda resonando la sombra de esos datos como un eco malicioso y al fin una voz irrumpe con el crujido seco de una pregunta: Señor, ¿es posible producir un concepto de África? Silencio. Conocemos el lenguaje de la opresión pero no podemos hablarlo. Para producir un concepto de África es preciso comprometerse con su destino y la pregunta de Godard parece cifrar la certeza de que a nadie le importa y por eso mismo la pregunta queda sin respuesta, girando como un tornillo muerto en el vacío. 3.Hace casi medio siglo, en 1966, Godard advierte: todavía no sabemos ver y escuchar una película [3]. ¿Quién sería capaz de desmentirlo? No ciertamente el autor de este artículo. Godard piensa entre imágenes. Todo el cine de Godard -tal como él mismo lo ha declarado- es un campo fértil de relaciones. Entre la naturaleza y la metáfora -los grandes rieles de Adiós al lenguaje– yace la ley. Más allá o más acá de la naturaleza está la ley (que es un discurso, una comarca dentro del lenguaje). La ley, a diferencia de la naturaleza, responde a la voluntad de poder, su regulación es el recurso de los poderosos. Hay un lenguaje del poder que lo fijan los más fuertes cuya máxima expresión es la violencia. Pero también hay un lenguaje oblicuo, patrimonio de la inteligencia: la metáfora (que favorece al oprimido). La metáfora, como bien lo ha explicado Héctor A. Murena, “lleva” (fero) “más allá” (meta) el significado de origen que se le ha dado a un elemento, altera el uso convencional, impone un sentido nuevo. Godard se (nos) pregunta: ¿Cuál es la idea entre una idea y una metáfora? Y antes de que intentemos responder su voz despeja el aire con un nuevo hallazgo: Platón dice que la belleza es el esplendor de la verdad. Ahora hay una idea. Una metáfora de la verdad. Mira. Un niño jugando a los dados. El plano de Godard del niño con los dados remite a otro juego que busca su brecha entre los significantes y la mirada del espectador. La pareja asimétrica y carnal tampoco es una pareja convencional, si aceptamos el juego de la metáfora, son un hombre y una mujer desnudos, como en los capítulos iniciales de la humanidad, que tratan de pensarse desde un vínculo clandestino. El hombre sentado en el inodoro divaga frente a la mujer que asiste al burdo acto de la evacuación parada junto a la puerta del baño. Solamente a Godard se le puede ocurrir trazar una analogía entre El Pensador de Rodin y un tipo defecando: La escultura de Rodin… ¿usted sabe lo que es eso?… La imagen de la igualdad. Una función, una posición. Un instante que pertenece a todo el mundo en tiempo y espacio, el único, los aspectos prácticos de la igualdad. Porque los pensamientos de todos en esta situación, el pensamiento, recupera su lugar en la popa… Si la igualdad está dada por ese acto fisiológico ineludible es de lamentar que lo mismo no suceda con el pensamiento. Debería ser tan natural excretar como pensar, de hecho, los pensamientos borbotean en el interior de la conciencia hasta que ésta los expulsa ¿o los impulsa? en forma de palabras. Pensar y excretar son actos individuales, íntimos, vitales. Sin embargo, pensar siempre es riesgoso. Empezar a pensar es estar minado, decía Camus en “El mito de Sísifo”. Atendiendo a esa imagen es fácil advertir que en el centro de la película de Godard se desprende una profunda y justiciera detonación. 4.Indios apaches de la tribu Chikawa, llaman al mundo: el bosque… El hombre no es más que un perro vagando por una naturaleza que no alcanzará nunca a desentrañar y que lo absorbe con la fuerza de lo desconocido porque también lo contiene. Y ese animal que, al decir de Machado, hace camino al andar, percibe el mundo como quería Rilke: El hombre cegado por la conciencia es incapaz de ver el mundo. Lo que está afuera puede ser conocido a través de la mirada de un animal… La mirada de ese animal que se pierde en el bosque -para usar la imagen de los Chikawa- ofrece un orden diferente, un grado de pureza que no ha sido intervenido por la racionalización, ni por la cultura. Godard parece envidiar esa mirada que intenta recrear a través de la límpida expectación del perro y que nos transfiere con la urgencia de todo compromiso. 5.Roland Barthes decía, en sus “Ensayos Críticos”, que la norma del bricolage es arreglarse siempre con lo que uno tenga. Gerard Genette recogerá el guante para observar que el bricolage exige emplear en una nueva estructura los residuos desafectados de viejas estructuras… Se trata de una doble operación: de análisis (extrayendo diversos elementos de diversos conjuntos constituidos) y de síntesis (constituyendo a partir de esos elementos heterogéneos un nuevo conjunto en el cual, finalmente, ninguno de los elementos heterogéneos a emplear desempeñará su función originaria) [4]. Estas dos operaciones Godard las resuelve en el montaje, allí termina de gestar el potencial metafórico de los planos visuales y sonoros, y se supone que el mismo procedimiento debería hacer el espectador en su cabeza. Atravesar el bosque de una película de Godard invita a hacer una ardua labor de bricolage para situarnos en el horizonte estético del maestro francés, analizando cada uno de los significantes en un cruce abierto a las más diversas asociaciones y con la certeza de que las dudas ganarán la mezquina batalla del entendimiento. Por último, un párrafo para Nicolás de Stael, pintor homenajeado por Godard en un pasaje de su filme. La obra de este maestro de la pintura cruza lo figurativo y lo abstracto fundiendo ambas polaridades en una marea de texturas que no están exentas de ese bricolage metafísico en el que también abrevó Godard para despedir al lenguaje. Las despedidas nos dejan, invariablemente, con la sensación de no haberlo dicho todo. Esta frase no se aplica a este imperfecto y prescindible artículo, sino a Godard que hace un par de meses cumplió 84 años y que esperamos tenga todavía tiempo y energía para seguir diciendo. Oculto, solitario, vagando por los espesos bosques de Suiza, este hombre que nunca será viejo, parece ser el único que se atreve a proponer, decidida y definitivamente, un cine que piensa y nos piensa.