Ave Fénix, de Christian Petzold, es una lección de cine clásico.
Cada tanto se escucha la cantilena de que tal autor u otro es el último representante del cine clásico. Pues bien, Christian Petzold no será el último clásico, pero sus últimas películas y la extraordinaria Ave Fénix, en particular, honran y reavivan una tradición cinematográfica olvidada. Ningún efecto especial, ninguna pirueta formal, basta con aplicarse a contar una historia sin exponer excesivamente la forma elegida, invisibilizada con elegancia, porque el cineasta clásico no deja nunca de escribir con imágenes.
Desfigurada y habiendo sobrevivido a un campo de concentración, Nelly (la gran Nina Hoss, actriz fetiche del director) regresa con su fiel amiga Lena a Berlín, o a lo que queda de esa ciudad. El objetivo es recrear su rostro (y no reconstruirlo), una distinción semántica que no es menor y que desde la apertura resulta evidente. El paso de las dos mujeres por un puesto de control militar explicita sin mostrar que la cara de Nelly ha sido despojada de su dignidad.
La cirugía estética funcionará, pero Nelly, del mismo modo que Alemania, deberá reinventarse. No es fácil. El nazismo no es todavía una desgracia histórica superada; aún determina las relaciones, es un trauma demasiado presente. En efecto, emigrar a Israel, por ejemplo, representa un posible futuro, y en cierto sentido se trata de otra forma de cirugía, como aquí se sugiere.
Todos creen que Nelly ha muerto, incluido su marido, cuya situación frente al pasado acontecido no es del todo clara. Y he aquí el nudo melodramático del filme: Nelly buscará a su esposo y al encontrarlo éste no la reconocerá aunque sí descubrirá cierta similitud respecto de su mujer, a la que cree muerta. Sucede que si Nelly estuviera viva recibiría una herencia suntuosa, y lo que pretenderá entonces el marido es que esta mujer desconocida aprenda los modales y la historia de su difunta esposa para cobrar juntos el dinero.
Lógicamente, el suspenso pasará por saber si el marido se dará cuenta de la situación o si Nelly revelará quién es. La resolución del dilema será tan magistral como delicada, ostensiblemente genial y de una potencia filosófica incómoda: no es finalmente el rostro la marca de la identidad, sino ese extraño sonido que parece habitarnos y que no parece del todo nuestro, la voz.
¡Qué maravilla poder ver todavía una película como Ave Fénix! El filme debería resistir en cartelera por meses para recordarnos una poética de cine evanescente, caligrafía visual en extinción. El prehistórico concepto de lo armonioso para denotar lo bello recobra vida en cada secuencia: las elipsis, las sombras y luces elegidas para visualizar una Alemania destruida y decadente después de la Segunda Guerra, la interacción de los personajes, los momentos en los que suena la música. Ave Fénix es una clase de cine. No se la pierda.