Cuando terminó la función el público aplaudió. O mejor dicho, el público se aplaudió. Más allá de lo difícil que es encontrarle un sentido unívoco al aplauso en el cine cuando no están presentes los realizadores, en la función de Awka Liwen del sábado a la tarde en el Gaumont se hizo más patente que nunca la increíble fuerza que todavía conservan algunos lugares comunes de la cultura. Brevemente, lo que dice Awka Liwen es más o menos esto: primero los conquistadores españoles y después los políticos, caudillos y militares argentinos de turno, todos usurparon sistemáticamente el territorio de los pueblos originarios locales que, en muchos casos, fueron marginados y esclavizados cuando no directamente masacrados. Pero eso ya lo sabíamos de antes por medio de la escuela, el cine, el periodismo, la Historia o la televisión. O sea, la película de Aiello y Hille no dice nada nuevo. Si se va a hablar de algo que no es nuevo y que, para colmo, goza de un acuerdo social altísimo (no creo que haya mucha gente que ponga en duda los atropellos y las atrocidades que sufrieron los pueblos aborígenes), entonces los realizadores tienen que asumir la responsabilidad que ese decir implica, tomar los recaudos necesarios para no caer en la complacencia o en la mera repetición de consignas. Salvo por unos pocos datos e imágenes de archivo pocas veces exhibidos, lo que hace constantemente Awka Liwen es repetir hasta el hartazgo hechos ya conocidos por todos.
Se podría pensar que el relato más bien precario y repetitivo se justifica desde el carácter didáctico de la película, un proyecto pensado para ser difundido en escuelas. Pero el didactismo no debería implicar pobreza de ideas (sino vean las películas de Enrique Piñeyro): Awka Liwen entiende al cine como simple vehículo para un mensaje, y eso se nota en la falta de cuidado puesto en la imagen. Concedido, muchas películas “con mensaje” tropiezan con la misma piedra. Porotos de soja es un caso reciente, pero allí había un trabajo de argumentación elaboradísimo que balanceaba desde el discurso político la precariedad visual de la película. En Awka Liwen eso no pasa, porque el guión se refiere a períodos extensísimos de tiempo sin hacer diferencias o, cosa todavía más grave, se confunden momentos históricos que no tienen absolutamente nada en común, como ocurre con el paralelismo forzadísimo que se traza entre el exterminio llevado adelante por la Conquista del Desierto y el terrorismo de estado del Proceso. También se toman como evidencias históricas hechos que se narran en Martín Fierro, ¿nadie le contó a los entrevistados (entre ellos, Felipe Pigna) que la visión del gaucho de José Hernández es una construcción romántica y edulcorada que prefiere la poesía por sobre la Historia? En un momento hasta se habla del conflicto entre el campo y el gobierno y se explica el estado de cosas de la distribución de la tierra: cómo unos pocos propietarios concentran una enorme parte del suelo. De nuevo, estoy de acuerdo con lo que se dice, ¡pero eso no guarda ninguna relación con el tema de los pueblos originarios! De todos los testimonios (la mayoría, incluido el de Pigna, resultan poco o nada interesantes) el más sólido y mejor articulado es el del periodista Maximiliano Montenegro cuando se refiere al conflicto del campo, pero frente a esa entrevista experimenté algo así como un déjà vu: por un momento creí que estaba en una función de Porotos de soja, donde ese testimonio sí habría sido pertinente.
Gran parte del prestigio y la fuerza argumentativa de Awka Liwen parece jugarse en la presencia de Osvaldo Bayer, voz moral de la película que puntúa el relato y que se encarga de reflexionar sobre el tema. El problema es que a Bayer (al menos en esta aparición cinematográfica) le falta agudizar un poco su discurso, ajustarlo con datos más precisos y dejar de sostenerlo con frases hechas y solemnes. La gravedad y la indignación pueden ser recursos muy válidos para matizar un discurso pero nunca verdaderos argumentos , por eso es que, la mayoría de las veces, la denuncia de Bayer no pasa de ser una mera queja achacosa, sin ideas, que aspira a erigirse en verdad moral solamente echando mano a la seriedad en el gesto y las palabras (con los primeros planos los directores pretenden hacer de la cara rígida de Bayer un argumento en sí mismo).
Entonces Awka Liwen no dice nada nuevo y lo hace de manera solemne, como si lo que se buscara fuera una simple confirmación de un tema y su correspondiente valoración social: los aborígenes fueron y son marginados y explotados, y eso es algo repudiable. Sí, una vez más, coincidimos. ¿Será eso lo que aplaudió la gente al final de la función? ¿El establecimiento de un acuerdo entre la opinión de los que estábamos en la sala y el discurso de la película? ¿La comprobación de que uno es una persona sensible y con grandes preocupaciones si su pensamiento coincide (difícil que esto no ocurra, ya lo dije) con la tesis de la película? ¿Alcanza con que una película lance esa caricia al ego de cierto público para ganarse el aplauso? De nuevo, el aplauso en el cine es un tema bastante más oscuro de lo que parece y no tengo más que preguntas al respecto. Pero algo sé con seguridad: que en la función del sábado la gente no aplaudió una película pobre, desprolija y con pocas ideas como Awka Liwen. Lo que se aplaudió fue otra cosa: la causa aborigen, la sensibilidad del público, o la confirmación de un discurso ya masticado y deglutido de manera comprensible como para ser entendido por cualquier alumno de primaria.