Azul el mar es una película con muchas facetas. Lo notable es que esa característica se dé en un relato de apariencia sencilla que trabaja sobre tópicos muy recorridos en la ficción -el vínculo de pareja, la dinámica familiar, las exigencias y oportunidades del campo del trabajo-, un punto de partida que demasiadas veces deriva en resultados convencionales.
Pero en su debut como directora, Sabrina Moreno revela una sorprendente osadía para articular cada pieza de ese rompecabezas conocido y desarrollar con inventiva una historia bien concreta que gira alrededor de una mujer agobiada por la rutina y por el peso de la negociación constante con el deseo del otro.
Ese volcán interior que Umbra Colombo sugiere con una interpretación llena de sutilezas, que además logra transmitir inquietud e intensidad sin necesidad de subrayados, entra en diálogo abierto con la naturaleza y genera un entramado sensorial que es el sistema nervioso del film: los sugestivos planos del paisaje de la costa atlántica argentina que van puntualizando la narración no son una ocurrencia arbitraria o una simple tentación preciosista; más bien cumplen una función dramática clave que prefigura o simboliza el estado de ánimo de la protagonista al tiempo que denotan la confianza en el indiscutible poder de las imágenes de una realizadora inspirada y muy decidida a llevar adelante sus convicciones estéticas.