Las vacaciones como el principio de un fin y, con ello, de una manera de sentir, de posicionarse frente a una vida distinta a la imaginada. Así podría resumirse el núcleo emocional y dramático de Azul el mar, el debut en la realización de largometrajes de la cordobesa Sabrina Moreno estrenado en el marco de una de las secciones no competitivas del último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. La ciudad balnearia asomaba como el escenario ideal para su primera exhibición pública, en tanto aquellas playas y sus inoxidables hoteles setentosos operan como marco de la disolución definitiva del vínculo amoroso que unió a Lola (Umbra Colombo) y Ricardo (Beto Bernuez).
Hasta la ciudad de los alfajores y los lobos marinos llega la pareja con sus cuatro hijos –un par adolescentes, los otros chicos– durante algún verano de la década de 1990, tal como se desprende de los planos iniciales que recorren distintos sectores céntricos y de la precisa ambientación de un film que se propone auscultar en la intimidad de una mujer cuyo mundo interno se asoma a un abismo. Un abismo metafórico que deviene en literal cuando ella se acerca a los acantilados cercanos al faro para observar la infinidad del océano. Como en Julia y el zorro, otra producción surgida de la inagotable cantera audiovisual cordobesa, vista en el festival costero del año anterior y también protagonizada por Colombo, Azul el mar habla sobre una mujer sola aun estando acompañada.
Afincada en los recuerdos personales de la realizadora, a quien no cuesta imaginarla como una de esas chicas que disfruta las bondades marplatenses ajena a los problemas de sus padres, la película presenta, en sus primeros momentos, escenas típicas de una rutina familiar vacacional. Todo marcha por los cauces habituales de los tiempos dilatados del verano, con horas de arena y agua y otras tantas destinadas al paseo por espacios públicos. Pero en la habitación matrimonial del hotel las cosas son distintas. Hay un evidente malestar en Lola frente una situación que difícilmente hubiera elegido, por lo que aflora en ella un sentimiento de incomodidad y lejanía, como si su cabeza estuviera en un lugar distinto al de su cuerpo.
Una incomodidad que lleva al relato a una zona donde conviven el presente y una serie de ensoñaciones que remiten a un pasado idílico, proyecciones de aquello que fue y ya no es. O de aquello que directamente nunca fue pero podría haber sido. Porque Lola es un personaje igual de ambiguo que la película. Moreno está atenta al detalle mínimo y encuentra su principal aliado en el enorme talento de Colombo, aunque también es una directora que, en su búsqueda de materializar esa abstracción que son los sentimientos, recurre a algunos motivos visuales reiterativos (los planos en cámara lenta del mar) y a situaciones de guion forzadas que llegan al extremo de sacar una muerte de la galera.