La nueva película de Edgar Wright (“Shaun of the Dead”) es un notable ejercicio de estilo que no logra convertirse en una gran película por enfocarse más en los detalles formales que en los personajes que la habitan. De todos modos, este filme con Ansel Elgort, Kevin Spacey, Jon Hamm y Jamie Foxx logra ser por momentos atrapante y sus persecuciones automovilísticas son de una perfección apabullante.
El británico Edgar Wright (SHAUN OF THE DEAD, HOT FUZZ), como Quentin Tarantino y tantos otros, es un cineasta/cinéfilo in extremis. Enciclopédico o no, no lo sé, pero es claro en todo su cine –que en general consiste en versiones personales de géneros clásicos– que el universo de la cita y la referencia es lo suyo. Y, como QT, los géneros bajos, los filmes desconocidos y canciones viejas y/o no demasiado reconocidas, son el material con el que gusta experimentar. BABY, EL APRENDIZ DEL CRIMEN es su intento por devolver a la vida un subgénero un tanto abandonado: el de las persecuciones automovilísticas. Si bien por lo general esas persecuciones no constituyen de por sí un género (más bien suelen ser secuencias dentro de películas de suspenso o acción), hay varios filmes, especialmente en los años ’70, que hicieron de la persecución callejera un arte mayor, casi autosuficiente, de CONTACTO EN FRANCIA a THE DRIVER, pasando por RETO A MUERTE, BULLITT o TWO-LANE BLACKTOP.
En los últimos años, plagados de un cine gigantesco donde los asuntos a resolver pasan por la supervivencia del universo o de la humanidad toda, la única saga que era fiel a este tropo del cine de acción era RAPIDO Y FURIOSO. Pero allí también, con el crecimiento presupuestario y de expectativa comercial, las persecuciones de coches ya se han vuelto ballets de efectos especiales en los que ya es casi imposible descifrar cualquier lógica que incluya a las leyes de la gravedad. Es puro espectáculo –a veces muy bueno–, pero está más cerca del cine de animación que del cine puro y duro de acción y suspenso de los ’70.
Wright intenta volver a eso (desde el minimalismo de la trama, su lógica y, claro, su música), pero su estética está más ligada a la del cine de los ’80. Por compararla con dos películas de su admirado Walter Hill: quiere ser más como THE DRIVER pero se termina pareciendo más a CALLES DE FUEGO. ¿Qué genera esta combinación? Un producto extraño y no del todo redondo, que impacta por la perfección de la puesta en escena (ya agregaré más al respecto de esto) pero que prefiere maniatar a su historia “entre comillas” creando personajes que están más cerca del cómic que del realismo al que esas persecuciones intentan acercarse.
Un elemento clave en este filme, centrado en Baby (Ansel Elgort), un muy joven y talentoso conductor de autos que se ve forzado, por una deuda que tiene que pagar a un mafioso (Kevin Spacey), a manejar en los asaltos y robos que este hombre encarga a distintos equipos de malandras, es la música. Baby sufre de tinitus –un ruido o zumbido permanente en sus oídos– a causa de un traumático accidente familiar cuando era niño y trata de “taparlo” escuchando permanentemente música a todo volúmen con auriculares. A tal punto está consustanciado con sus canciones y playlists favoritas que sus movimientos físicos, manejando o caminando, parecen funcionar al ritmo de esos temas, que en su mayoria son de los años ’70. Eso genera tres secuencias iniciales impecables: la espera de un robo (musicalizada por Jon Spencer Blues Explosion), una extensa y muy lograda persecución callejera posterior y una caminata en plano secuencia a lo Gene Kelly (al ritmo de la irresistible versión original de “Harlem Shuffle”, de Bob & Earl) en la que Baby va a comprar café luego del éxito de la misión.
En lo que finalmente devela ser un ejercicio de estilo de casi dos horas de duración –o, para algunos, una antología de potenciales videoclips–, Wright muestra una original manera de montar sobre la música, no solo cortando sobre los beats –como normalmente se hace– sino aprovechando distintos motivos musicales de las canciones por un lado para editar y, por otro, para organizar dramáticamente determinados acontecimientos. Así, los disparos irán al mismo tiempo que precisos golpes de batería o la aparición de los vientos, una frenada se corresponderá a un sonido determinada de un solo de guitarra y así. Da la impresión que las escenas no solo se cortaron al ritmo de las canciones, sino que se filmaron a partir de ellas, de cada detalle, por lo que no es del todo descabellado considerarlo un musical más que cualquier otra cosa.
Este juego es simpático y esta muy bien realizado. Ahora, ¿alcanza para sostener dos horas de película? No tanto. La historia que crea Wright alrededor de estas adrenalínicas carreras musicalizadas más o menos diegéticamente no sólo es muy básica (lo cual no sería un problema ya que estamos hablando de un tipo de película que no es otra cosa que un festival de homenajes a formatos narrativos específicos) sino que utiliza figuras de otra época del género, menos realista y más “pop”, que le resta fuerza a sus personajes. Fuera de Baby y su jefe, el resto de los matones son caricaturas puras y duras, personajes que podrían estar en una historieta de Frank Miller, que pertenecen a una iconografía más ochentosa del género, y que poco tienen que ver con el combo rock de los ’70 + persecuciones “creíbles” que propone la película. Y eso afecta ya no la plausibilidad (nada es realmente plausible ex profeso) sino el verosimil de construcción de la propia película. ¿Para qué tomarse el trabajo de crear persecuciones realistas y creíbles, además de geográfica y lógicamente ajustadas, si se las va a rodear con bidimensionales personajes del más masticado pulp? ¿Tiene lógica que un mafioso hiper-profesional que está en todos los detalles y que tiene un conductor igualmente experto contrate a una manga de explosivos y poco confiables matones para hacer (mal) su trabajo?
Cuando la película empieza a volverse un caos de personajes enfrentados entre sí no logra sostener su propia lógica y pierde el rumbo. Al espectador le queda el placer –no del todo desdeñable– de dedicarse a apreciar los detalles de la puesta (más que puesta en escena habría que hablar de “composición audiovisual”) y el trabajo casi de director de orquesta que Wright hace con sus distintos instrumentos e instrumentistas. El problema es que algunos de esos instrumentistas (Jon Bernthal, Jon Hamm, Jamie Foxx) parecen tocar en una orquesta diferente a la que están Elgort, Lily James –que encarna a su “interés romántico”– y un llamativamente contenido Spacey. Wright parece no tener problemas en controlar el, digamos, mobiliario de su filme, de lo físico (coches, armas) a lo técnico (montaje, fotografía), pero lo humano –algo que QT, que utiliza similares mecanismos, usualmente sabe hacer– parece escapársele aquí de las manos. Y es una pena, porque de haberse enfocado un poco más en eso y no tanto en hacer que el disparo de ametralladora suene al mismo tiempo y en la misma nota que una trompeta, BABY DRIVER podía haber sido una mucho mejor película y no un simpático ejercicio de Graduado con Honores en Cinefilia.