El cine a otro ritmo
El cine siempre ha parecido sentir predilección por una serie de granujas sin escrúpulos pero con códigos internos, criminales inteligentes o pintorescos con grandes planes en mente: los atracadores. Convertida en un subgénero en sí mismo, las películas de atracos han ido renovando sus figuras protagonistas para tratar de seguir conectando al espectador con estas personas de dudosa ética y moralidad.
Actualmente este objetivo, el de crear un personaje de bajos fondos atractivo para el público y fresco al mismo tiempo, se antoja cada vez más difícil sin caer en la repetición de lo ya conocido y el acopio de clichés que rodean al guante blanco (o no tan blanco). Ante este reto, Edgar Wright configura y dirige una historia que subordina todas las claves de dicho subgénero a su estilo personal. Y el resultado es un producto sorprendentemente fresco.
Baby, el aprendiz del crimen presenta a Baby, un personaje concebido para conseguir el favor del público y la empatía de cada persona sentada frente a la gran pantalla. No quiero entrar en reflexiones sobre la trampa de guión que supone crear un protagonista lleno de luces y sin sombras (es, simplemente, un buen chico envuelto en asuntos que nada tienen que ver con su forma de ser), porque, finalmente, el personaje funciona sin llegar a plantear si hay un lado oscuro de él que no llegamos a ver. Aunque sus acciones impliquen violencia, siempre están arropadas por una justificación moralmente buena.
De esta forma se consigue que el espectador sufra con Baby, se alegre cuando gana y desee que consiga sus objetivos. En última instancia, buena parte de la tensión que funciona como motor argumental de una trama sencilla está creada por este deseo de que el protagonista salga indemne de los líos en los que se va hundiendo.
Además, se le da un atractivo mayor con una diferenciación especial a través de la música (auténtico hilo conductor del largometraje) y un pasado de sufrimiento que le convierten en una víctima que trata de realizarse en una vida que no le ha sonreído. ¿Trampa de guión? Puede que sí, pero al final de esto es de lo que trata el cine: empatizar con el protagonista, sufrir con y por una persona irreal. Esto es mucho más difícil de lo que parece, y Baby Driver lo consigue de forma impoluta.
Al margen de su protagonista, sorprende enormemente la gran presencia de la música en la película (tanto en las canciones que conforman la banda sonora como en una parte fundamental de la trama). Así, Wright establece un código de canciones que acompañan gran parte de la acción, lo cual raya en muchos casos en forma y fondo con el videoclip. Difícil tarea en este caso mantener la atención en un videoclip de casi dos horas, donde, de hecho, los grandes bajones de ritmo se producen cuando se apaga la música.
Se compensa positivamente con una planificación original y un humor ácido que proporciona la chispa que aviva los momentos más apagados. Merece además mención especial la forma en la que imagen y música se interrelacionan y complementan, así como los efectos de sonidos que se unen a la banda sonora, convirtiendo un disparo o el claxon de un coche en notas perfectamente armonizadas con los temas elegidos para la película.
Más allá de su trama predecible, el film se dirige a los espectadores como una experiencia sensorial, dejando a un lado cuestionamientos de su historia y disfrutar del complicadísimo trabajo de Edgar Wright y los suyos.