Baby (Ansel Elgort) no se saca nunca los auriculares de su Ipod. Tiene problemas auditivos y es algo así como adicto a la música. Pero eso no le impide conducir de manera extraordinaria, huyendo con el botín de los robos en los que lo contratan como chofer. La nueva película de Edgar Wright (Scott Pilgrim), es algo así como una cruza entre Rápidos y Furiosos, Tarantino, Cerdos y diamantes y el homenaje puro y duro al género de atracos. Arranca, como un motor chispeante, prometiendo excitación al ritmo de Jon Spencer Blues Explosion. El problema es que lo que sigue es más de lo mismo: una banda sonora reconocible orquestando persecuciones -a pie o sobre ruedas- sobre un argumento que se detiene , entre carrera y carrera, en las paradas del género clásico al que honra: tiene una triste historia detrás, vive con un discapacitado que depende de él, conoce chica, quiere dejar el crimen para huir con la chica. Con un joven protagonista de encanto discutible, y un grupo de delincuentes más estereotipado que gracioso -estrellas como Foxx y Hamm-, Baby Driver es un largo cilp, una película canchera, que guiña el ojo de la posmodernidad pero se queda, inevitablemente, en lo vistoso de la cáscara, vacía.