UN CINE ENERGÉTICO Y FELIZ
El cine de Edgar Wright tiene un alto componente de modernidad, especialmente por una velocidad narrativa desquiciada y una voracidad notable para licuar, apilar y resignificar guiños y referencias. Pero -y ahí la diferencia con otros pares generacionales y británicos como Guy Ritchie, por ejemplo- su pose cool no va en detrimento de sus personajes o de las historias que cuenta, sino que aporta un nivel de lectura y un territorio definido que nunca se impone en primer plano. Es decir, lo cool es ligereza y liviandad expositiva que nunca se confunde con canchereada, cinismo o una mirada superada sobre las criaturas que habitan el mundo de cada una de sus películas. Esa ligereza es fundamental, ya que es la comedia el género que agrupa toda la filmografía de Wright, aunque desde el humor pueda reflexionar sobre los códigos del cine de zombies (Muertos de risa), la buddy movie (Arma fatal), la ciencia ficción apocalíptica (Bienvenidos al fin del mundo) o el romance adolescente (Scott Pilgrim). En su nuevo film, Baby, el aprendiz del crimen, todos estos conceptos se vuelven a potenciar para concretar una de las películas más energéticas vistas en mucho tiempo.
La velocidad es clave aquí, también la precisión, no de casualidad dos de los componentes fundamentales de la comedia. Y la velocidad y la precisión son claves, como lo son siempre en las películas sobre robos maestros: Baby (en una consagratoria actuación de Ansel Elgort) es chofer y trabaja para un mafioso (Kevin Spacey, demostrando que en la comedia está siempre en estado de gracia) que organiza atracos perfectamente sincronizados y ejecutados. El golpe debe ser milimétrico, y Baby es la pieza principal por su maestría al volante. Los motores, las frenadas, las aceleraciones, las salvadas a último momento son un territorio ideal para que Wright pise el acelerador a fondo y orqueste un festival audiovisual donde el sonido y el montaje son piezas indispensables. Como verán, el director continúa inspeccionando los subgéneros del cine y aquí homenajea a esas películas motorizadas de los setentas, donde los autos y los robos sincronizaban con un espíritu incorrecto y liberador. De hecho, por ahí aparece Walter Hill, director de la emblemática The driver.
Y tal vez de manera menos esperable, se filtra otro componente en Baby, el aprendiz del crimen que resulta -también- indispensable: una banda sonora siempre presente, que va de lo previsible a lo imprevisible y agudiza el ritmo frenético de la película. Pero más que una banda sonora que acompañe de fondo, Wrigh opta, a partir de un muy conveniente conflicto del protagonista, por poner esas canciones en primer plano, jugar con la literalidad de sus letras, aprovechar cada inflexión musical para fusionarla con el montaje o, incluso, con los elementos que integran la puesta en escena como en ese formidable plano secuencia del comienzo. Hasta se podría decir que Baby, el aprendiz del crimen es un film musical por la forma en que la música se integra con los personajes, con su experiencia frente a los acontecimientos de la historia, con sus cuerpos y con el movimiento dentro del cuadro. La idea de unir música y autos además está emparentada con un imaginario romántico de la carretera, ese lugar al que piensan dirigirse Baby y Débora, su novia camarera, y que muy icónicamente se imprime en esa imagen en blanco y negro que aparece fugazmente por ahí.
Pero el gran hallazgo de Baby, el aprendiz del crimen tal vez sea el de apostar al vértigo con una sabiduría poco habitual en el cine contemporáneo: si el vértigo es la adrenalina que motoriza a los personajes, la película sabe trabajar los niveles con que esa excitación es transmitida al espectador: los que se exaltan son los personajes; el espectador no es sacudido estúpidamente a lo Michael Bay. Wright no monta un espectáculo histérico, sino que adecuadamente construye personajes que nos importan y que crecen ante nuestros ojos, y para eso es fundamental la construcción de tiempos muertos entre secuencias a 100 Km por hora. Ese clasicismo que se fusiona magistralmente con la noción de modernidad que aporta el montaje es lo que permite que el cine de Wright se aleje del cinismo malicioso y se compromete enteramente con el componente humano. Claro que para muchos la historia de amor de Baby y Debora puede sonar naif o demasiado adolescente, pero está claro que la ebullición hormonal de los jóvenes amantes, la ansiedad y el juego con los límites no es más que otra maquinaria puesta en funcionamiento a pura pulsión hiperbólica. La experiencia de Baby, el aprendiz del crimen es física, uno sale del cine con una energía inusitada y contagiosa, estamos ante un cine combustible que estalla ante nuestros ojos. No hay dudas: Edgar Wright filmó la felicidad.