Acción, robos y música manejados artesanalmente por Edgar Wright en Baby: el aprendiz del crimen, su primer estreno comercial en Argentina.
Ansel Elgort es Baby, un chico, con auriculares clavados en sus oídos, que utiliza la música para marcar el compás de su vida. Vida que incluye ser único a la hora de escaparse. Y de lo que huye es de robos de bancos.
Transporta, a toda velocidad y con total eficacia, a una banda liderada por Doc (Kevin Spacey). Pero Doc no le paga todo lo que debería al joven as del volante, más bien le cobra una parte del error de haberle robado un auto. Pero sabemos que ladrón que roba a un ladrón tiene cien años de perdón. O no tanto…
Baby escapa, también, del recuerdo del accidente automovilístico en el que murieron sus padres cuando era pequeño y cuya secuela es un zumbido constante en uno de sus oídos (de ahí que use auriculares todo el tiempo). Cuando considera que la deuda está saldada y que podrá darle una vida mejor al hombre que lo crió y escaparse con la encantadora camarera de la que se enamora, Debora (Lily James), Doc lo obligará, obviamente no de buena manera, a que realice una última tarea que pondrá en riesgo toda la nueva vida que el joven ha planeado.
Edgar Wright, realizador de las películas de culto nunca estrenadas en Argentina Shaun of the Dead (2004), Hot Fuzz (2007) y Scott Pilgrim vs. the World (2010), entrega una buena sorpresa que ofrece una refrescante brisa a la cartelera con una vuelta de tuerca al género de las heist movies (categoría que describe el planeamiento, ejecución y consecuencias de un robo).
Baby: el aprendiz del crimen es, junto con la nominada al Oscar Sin nada que perder, de esas películas estrenadas este año que nos provocan empatía con los ladrones de bancos. Esos guiones construidos con trampas para que amemos a los delincuentes antes que a las instituciones cargadas con letra chica e intereses abusivos.
Baby graba y remixa diálogos, sonidos y ruidos de su propia vida y los atesora en ¡casetes! Es que la película está impregnada de cierto aire retro en lo que se ve y en lo que se escucha. Y a pesar de que la banda sonora sea prolífica y que cada cambio de compás acompaña de manera impecable el montaje, en ningún momento se tiene la impresión de que se asiste a un videoclip de casi dos horas. Por el contrario, cuando se producen los escapes de los robos se tiene la sensación de que se está viendo un musical en el que en lugar de personas, bailan autos. Con coreografías de persecuciones de vehículos llevadas al paroxismo, pero con elegancia y no frenesí.
La planificación de cada escena es prodigiosamente milimétrica, al ritmo de The Jon Spencer Blues Explosion, Jonathan Richman & The Modern Lovers, Carla Thomas y Buttom Down Brasss, entre otros. Y además cada canción que suena está debidamente justificada y es tan protagonista como cada uno de los personajes.