INOCENCIA SALVAJE
Damien Chazelle es un director con ambiciones, un cineasta con un mundo propio y una visión fuerte. Lo opuesto a la discreción casi impersonal de Spielberg y del Ford que aparece en The Fabelmans hablando del encuadre y el punto de fuga. Sucede que las dos, Babylon y The Fabelmans, hablan del cine, como es cada vez más común en Hollywood, tal vez porque esta descomposición final que atraviesa la industria fuerza a algunos de sus miembros a rememorar una edad dorada, un espejo perdido en el que el cine estadounidense de hoy querría verse. Para Chazelle es inconcebible quedarse, como lo hace Spielberg, en la descripción biográfica de un coming of age, por eso Babylon es, o trata de ser, tantas cosas a la vez, muchas de ellas incompatibles las unas con las otras: un retrato de la industria del cine, un canto al Hollywood de los 20, una crítica a la irrupción del sonido y la desaparición de la libertad anterior, un endurecimiento de las relaciones entre los estudios y sus empleados, un comentario sobre las minorías que participaron de esa historia. La argamasa que Chazelle moldea para mantener unido ese conjunto irregular e inestable es la idea de Hollywood como carnaval permanente, bacanal en el que sus participantes, sea en fiestas o durante rodajes alucinados, se hunden en un frenesí hasta olvidarse a sí mismos en una comunión que puede llevar incluso a la muerte.
Chazelle espera que uno vea los largos planos en mansiones hollywoodenses y enseguida se le vengan a la mente algunas líneas de fuerza de Occidente, en especial la tradición entiende la vida como una hecatombe grotesca de pasiones, donde la razón y la mente no valen más que las zonas inferiores del cuerpo, donde lo “bajo” y popular gana la escena y cancela cualquier seriedad o veleidad académica. Las imágenes de los bailarines desaforados, la gente cogiendo, los que ingieren alcohol o se meten droga como locos o de los que, también enfervorecidos, tratan de sostener esa fiesta imposible, esas imágenes, entonces, se proponen apropiarse de una tradición que podríamos nombrar como rabeleasiano-nitzche-bajtiniana. Pero no hay carnaval posible en medio de un mundo reglado y perimetrado como el del Hollywood actual: las bacanales de Chazelle se deshacen en el aire, son chispazos breves cuya verdadera finalidad es el llamado al orden, la vuelta al reino solemne y ordenado de la moral.
La historia de Babylon está contada desde los ojos de Manuel, un mexicano que hace todo lo que puede para abrirse paso en Hollywood. Sus excursiones por la tierra de los sueños lo ponen en contacto con una galería de personaje elaborados con pericia desigual: la actriz aspirante que hace Margot Robbie es una fuerza de la naturaleza, seductora, capaz de iniciar en segundos un incendio de lujuria, mientras que el galán en retroceso de Brad Pitt está fuera de registro, como si en vez del personaje solo pudiéramos ver a Brad Pitt saliendo mejor o peor parado de cada escena. El ecosistema narrativo se completa con un músico de jazz y una realizadora de subtítulos (seguimos en la era del cine silente). El corte que hace Chazelle es claro y no tiene nada de novedoso: el cine mudo fue un período de efervescencia creativa que sentó las bases de un lenguaje, tal vez el más importante del siglo, y lo hizo gracias a la libertad con la que sus pioneros trabajaron desde la década de 1910. Esa explosión de invención y expresividad, esa inocencia salvaje, dice Chazelle, se vino abajo con la introducción lenta pero segura del sonido, que condujo a una reorganización tecnológica y del funcionamiento de los estudios, y a una vigilancia mayor del proceso productivo y de la disciplina laboral. Como el lector adivina, se trata del mismo conflicto epocal que ya filmó con una gracia y una inteligencia irrepetibles Cantando bajo la lluvia.
¿A qué viene, entonces, este volver de un relato ya conocido por todos? Chazelle cuenta una vez más el cuento, le introduce el elemento aparentemente brutal del carnaval y después se tienta con el mismo gimmick de La la land. Recordemos: La la land tenía una primera parte muy buena en la que el director trataba, como podía, con los materiales que tenía a mano, de replicar el espíritu del musical clásico. La precariedad de la factura no disimulaba el placer de la imitación de un arte desaparecido. Sin embargo, en la segunda mitad todo en la película se estructuraba en un retrato sumario sobre la miseria del mundo del espectáculo ¡y ya casi no había canciones! Promesa y traición: Chazelle abandona el musical y se queda con la narración de las desgracias de la pareja, el dolor y la tristeza de la separación, la incertidumbre, la frustración profesional, todos temas, a fin de cuentas, que domina, o con los que se siente a gusto, como lo muestran Whiplash y First Man. Babylon tira del mismo hilo que La la land: ahí está de nuevo el cine dentro del cine, el recuerdo del Hollywood de oro, pero ya no se trata de mular un género emblemático como el musical sino del cisma y sus secuelas que condujo, algunos años después, al establecimiento definitivo del cine.
El carnaval tiene fecha de caducidad. Una vez que Chazelle anuncia el sino trágico que va a levantarse contra los protagonistas, el caos primigenio del comienzo se vuelve rápidamente un drama codificado que señaliza sus escenas de manera tal que hasta el más despistado de los espectadores no se quede afuera, como las mil veces que el personaje de Brad Pitt recuerda su idea de que el cine es un arte elevado (high art) y se pelea con los prejuicios de la época. La descarga del drama, con la demolición del mundo y sus criaturas, se ejecuta en buena medida a través de Manny, el músico de jazz y la realizadora de subtítulos: los tres se vuelven obsoletos, o bien deben reconvertirse violentamente, o son juzgados y perseguidos. Al trompetista negro lo obligan a ponerse betún porque la luz del estudio lo hace parecer blanco, y a la subtituladora, que es asiática y lesbiana, la echan por lo segundo para limpiar de impurezas la figura pública del personaje de Robbie, a la que tampoco le ahorran maltratos, tocadas de culo y humillaciones de todo tipo. Chazelle no se da cuenta o se hace el distraído: no hay bacanal posible en medio de las lecciones edificantes sobre la persecución de la diversidad. Como en La la land, somos traicionados de nuevo: la promesa de desborde nos deja en el peor lugar imaginable, a los pies de la moraleja severa y la corrección política que proyecta sus taras actuales obcecadamente en el pasado. La cagada del elefante, la meada sobre el gordo o el vómito de Robbie no son, como quisiera el director, gestos disruptivos que vienen a poner en jaque la moralidad del espectador, sino apenas movimientos espasmódicos que solo refuerzan los lugares comunes de una ética universal: como el vómito-protesta de Robbie lanzado contra los magnates que tratan de someterla, y que hace acordar también a la bochornosa escena de los vómitos en el barco de El triángulo de la tristeza, donde los ricos son sometidos a una degradación semejante.
Las tres horas se sobrellevan con cierta facilidad gracias a la ligereza astral de Margot Robbie, más luminosa e inasible que nunca, como si fuera una continuación felizmente imprevista de la Sharon Tate de Había una vez en Hollywood, aunque sin la calidez ni la disposición benevolente de Tarantino que, como un genio del bien, diseña un nuevo destino a Tate, uno que culmina con las puertas de una mansión abriéndose cual si fueran las del cielo. Chazelle, se imagina el lector, está lejos de estos gestos de grandeza. Tan lejos como de la historia sobre el crecimiento de Spielberg, que hace del cine una pasión privada, externa a los guiños cinéfilos y a los retratos crueles, un oficio fulgurante que cruza la vida de Sammy y le ayuda a sobrellevar mejor las cargas subterráneas que minan su familia, la escuela o el ingreso a la adultez. La fábula esperanzadora de Tarantino y la biografía discreta de Spielberg exudan un amor por el cine y sus personajes que la película de Chazelle jamás podría imaginar. Esta supuesta Babilonia impone a sus habitantes, como lengua única y excluyente, una misantropía módica y un revisionismo oportunista.