“El Dios de Hollywood quería elefantes blancos y los tuvo”, escribe Kenneth Anger en el comienzo de su ya clásico Hollywood Babilonia. La más ambiciosa, desmesurada y excesiva (en todo el sentido de la palabra) película de Damien Chazelle lleva en su título una de las dos palabras del título del filoso libro de Anger. Claramente se inspira en él, aunque siempre de manera oblicua.
Por eso, lo primero que vemos en las exageradas tres horas del film también es un elefante. No es como las enormes estatuas hechas de yeso a pedido de David W. Griffith (esa deidad hollywoodense pintada por Anger) para la escenografía de su monumental y fallida Intolerancia, sino uno verdadero, remontado cuesta arriba por un precario vehículo hacia una mansión de Bel Air, la única construcción a la vista en medio de la desértica y polvorienta Los Ángeles de 1926.
La más temprana muestra del gusto por la exageración de Chazelle es la monumental evacuación que el paquidermo hace sobre la humanidad de un pobre mexicano que trataba de llevarlo a su destino. No será la única muestra escatológica de Babylon. Sobre el final, uno de los personajes centrales hará lo mismo en medio de una elegante reunión, mucho más formal (y llena de hipocresía) que la extensa, imponente y desenfrenada bacanal que sirve de prólogo para el relato.
Lo que se muestra allí de un modo mucho más explícito de lo normal en el cine de Hollywood es una suerte de resumen visual de lo que Anger identifica como “los dorados años veinte”. Una década de prolífica (y muy redituable) actividad fílmica hecha por individuos “a los que solo les importaba, fuera de la pantalla, regocijarse con placeres sin fin”, según cuenta.
Pero junto al placer aparece el miedo. “Ese temor siempre presente de que la base de sus dorados sueños se derrumbasen en cualquier momento”, detalla Anger desde una perspectiva que Chazelle hará suya para describir una vertiginosa parábola que tiene como punto de quiebre la aparición del cine sonoro en 1927. De la sensación de fiesta interminable en el principio de la década pasamos a un cambio de paradigma completo que dejará a muchos en el camino. La magia creadora de la fábrica de sueños parece inagotable, pero el cambio de reglas que impone la nueva etapa no encuentra a todos con igual capacidad de adaptación.
Nadie puede negarle a Chazelle una devoción casi obsesiva por querer saber hasta dónde llega el poder de la voluntad de quienes aspiran a ocupar un lugar en la industria del entretenimiento y qué les impide llegar a cumplir ese anhelo. Ya lo hizo en Whiplash y en La La Land (otro tributo a Los Ángeles y al cine musical) con mucha más precisión y menos desbordes. Entre el deseo de profundizar esa búsqueda y armar con lujo de detalles una suerte de cronología descriptiva de las primeras décadas de la vida en Hollywood, el director se encontró con una acumulación de datos, referencias y estados de ánimo que por largos momentos parece escapar de su control.
Los temas que le interesan más a Chazelle ya fueron tratados con más fortuna y mejores resultados por el cine de Hollywood. El traumático tránsito del cine mudo al sonoro es la cuestión central de Cantando bajo la lluvia, mencionada más de una vez en Babylon. Y las peripecias en la vida de los profesionales de la industria encuentra aquí bastante menos vuelo que en Había una vez… en Hollywood, que comparte a dos de sus protagonistas (Brad Pitt y Margot Robbie) con esta película.
Chazelle, inclusive, hasta se anima a emular a Quentin Tarantino mostrando a Robbie dentro de un cine para mostrar cómo reacciona frente a su propia imagen en la pantalla. Pero en Babylon todo ocurre mucho antes, con un multifacético (en términos raciales) grupo de personajes dispuestos a mantener un lugar que el tiempo, el destino y las propias carencias humanas transformarán en efímero.
Por momentos, la vocación por el exceso convierte a Babylon en una película visualmente irresistible. Chazelle hizo muy bien en evitar el uso de efectos digitales para darle mucha más genuina naturalidad a la acción. En el primer tramo, la vida diaria del Hollywood de la época muda se pone en movimiento con una potencia y una verosimilitud extraordinaria, sobre todo en la descripción de los rodajes a cielo abierto. Y en otros tramos el desborde es tan grande que solo es posible encuadrarlo a través de resoluciones pueriles, cuando no precipitadas. El compromiso del elenco es extraordinario, sobre todo por el lado de Robbie, una verdadera fuerza de la naturaleza, y de Pitt, a quien Chazelle le entrega su mirada más indulgente.