Los creadores de mundos fantásticos habitados por superhéroes encontraron en la idea del multiverso la solución a la mayoría de sus problemas. Es tan flexible, utilitaria y pragmática esta fórmula que prácticamente le da sentido a todo, porque en principio hace que todo sea posible. Marvel y DC encuentran cada vez más coincidencias en este punto. La primera gran aventura solista en el cine de Barry Allen como Flash tiene esa impronta. Era inevitable que algo así ocurriera. En parte porque el multiverso se puso tan de moda que nadie quiere abandonarlo, porque de lo contrario habría que rendir un examen de originalidad inalcanzable para muchos. Y en parte porque a este gran personaje de DC, cuyo poder extraordinario se apoya en una velocidad de movimientos mayor a la de cualquier otra especie que habita la Tierra, le resulta muy fácil poner en marcha gracias a esa dinámica infinita la inmensa maquinaria del multiverso. Más lejos que cualquiera de sus pares y por sus propios medios. Esta última cualidad es lo único que diferencia a esta película de la más reciente aventura del Hombre Araña. Aunque forman parte de universos de ficción diferentes (Flash es DC y nuestro héroe barrial arácnido es Marvel) ambos comparten una peripecia bastante parecida. Recordemos que con la ayuda inestimable del Doctor Strange, el joven estudiante de ciencias Peter Parker quería volver el tiempo atrás para no enfrentar las consecuencias de un hecho desgraciado. Lo mismo, pero por las suyas, hace ahora el químico forense Allen. Lo mejor es evitar que lo malo ocurra (en el caso de Flash, la muerte violenta de la madre de Allen y la acusación de asesinato contra el padre) y para eso hay que reescribir la historia. El riesgo es alterar la secuencia de las cosas de tal manera que todo lo imprevisto pueda ocurrir y las puertas del caos no tarden en abrirse. Y con ellas la aparición de otras realidades, otros mundos y otros yo. Algo así le ocurre a Allen, que al duplicarse potencia la ansiedad, la agitación, las tribulaciones y las neurosis que lo caracterizan cuando está solo. Al desdoblarse, esos rasgos de personalidad se multiplican y llegan a extremos inconvenientes como el de verbalizar casi maniáticamente buena parte de lo que ya entendemos desde la imagen. Ezra Miller, un actor intenso, también aporta a su personificación de Allen algunos de los problemáticos rasgos de conducta que hace tiempo le complican la vida. Pero esto es una película y Barry Allen lucha del lado del bien junto a un equipo (el de la Liga de la Justicia) que suele dejarlo solo frente a situaciones de peligro extremo. Eso no le impide escuchar los consejos de su antiguo mentor Batman, que en este escenario de universos múltiples muestra más de una cara. Michael Keaton no es el único de los viejos Encapotados de Ciudad Gótica que reaparece aquí y su relajada presencia aporta algunos de los mejores momentos del relato. La aventura de Flash (como le ocurre al todavía más inmaduro Hombre Araña) es la de un muchacho común devenido superhéroe mientras trata de crecer, asumir responsabilidades y aceptar los primeros golpes duros de la vida. Nuestro compatriota Andy Muschietti entiende este dilema y lo vuelca a una historia que mezcla secuencias espectaculares con unos cuantos episodios domésticos. Empezando por el protagonista, los personajes son tratados por el director con cariño, comprensión y un bienvenido espíritu humorístico. Esta mirada se apoya en las páginas originales de los cómics de DC que Muschietti parece haber leído en gran cantidad y a conciencia. De ese espíritu surge una película grande en tamaño y con gigantescos recursos de producción que el realizador argentino maneja con apreciable seguridad y destreza mientras se deja llevar al mismo tiempo por los cantos de sirena del multiverso. Con semejante tentación es mucho más probable, como ocurre aquí, caer en algunos excesos y desarreglos. Allí aparece, por ejemplo, el colosal despliegue de efectos digitales que funciona por momentos como un fin en sí mismo, puesto al servicio de una celebración visual reservada para fans (con imágenes icónicas o deseadas de tiempos pasados) o de algunas batallas espectaculares y a la vez tan confusas como el papel que desempeña en la historia el retornado general Zod (Michael Shannon). Subordinarse a los mandatos del multiverso trae estas consecuencias. Afortunadamente, Flash las aligera con un espíritu lúdico que alcanza su máxima expresión en la escena final y en el infaltable bonus track posterior a los créditos, con chiste futbolero incluido.
Lo único que podría llamar la atención del estreno en cines de El despertar de las bestias es la actualización del instructivo que orienta a los fanáticos de las películas de los Transformers para verlas en orden cronológico. Quienes no sienten más que una simple curiosidad por esta sostenida muestra del poderío de Hollywood, en este caso adaptando al espectáculo audiovisual de gran presupuesto y tecnología de vanguardia un mundo metálico nacido con forma de juguete, no se perderán demasiado. La séptima película de la serie es un regreso al origen en el peor sentido del término. El noble y nostálgico espíritu ochentoso que recorría la trama de Bumblebee (2018), la única película rescatable de la historia fílmica de los Transformers, quedó muy lejos. Los responsables de esta serie decidieron volver a la fórmula de las películas anteriores, llena de ruido extenuante, batallas incomprensibles entre artefactos digitales gigantescos y frases ampulosas, instaladas para cubrir baches gigantes en el desarrollo de la historia. El trabajo de cinco guionistas tampoco consigue que los escasos personajes humanos escapen del clisé y el lugar común. Se nota mucho este déficit en el Noah Diaz de Anthony Ramos, un muchacho latino al que le cuesta encontrar trabajo (fue dado de baja en el Ejército) y conseguir dinero para los elevados gastos médicos que exige la enfermedad de su hermano menor, por lo que es forzado a ganarse el pan con delitos de poca monta. Su partenaire, Elena, es una experta museóloga ignorada por sus superiores, que aplican sobre ella toda clase de bullying. Para sumar sentimentalismo al cuadro, la acción transcurre en la degradada Brooklyn de los años 90, llena de marginalidad, sordidez y falta de futuro en sus calles. En la mucho más sencilla y sincera Bumblebee también había jóvenes talentosos rechazados por la sociedad, pero el protagonismo del relato era de ellos y no de la maquinaria metálica que funciona aquí por acumulación, sin una sola conexión creíble entre este universo fantástico y el humano. La única lógica que se aplicó es una que en el fondo copia el conflicto básico planteado por Marvel para las batallas definitivas de los Avengers: un ente poderoso y galáctico busca un elemento que le permitirá dominar el universo con ánimo destructivo, y para conseguirlo debe enfrentarse a las fuerzas del Bien. Entre Thanos y el malvado Unicron de este relato solo hay diferencias de nombres. La aventura, inconducente y plana, busca de prepo imponer la emoción desde la ampulosa banda sonora o previsibles golpes de efecto ya vistos una y mil veces en tanques de Hollywood mucho menos costosos. No hay más atractivo que contemplar cómo los colosales enfrentamientos entre bichos metálicos difíciles de distinguir se instalan digitalmente en bellos e imponentes escenarios naturales que van de Perú a Islandia. La presencia de Steven Spielberg como productor ejecutivo, que tenía más de un sentido en Bumblebee, aquí aparece tan fuera de lugar como casi todos los giros de la trama. Habrá que disculparlo.
Llevada al cine a partir de un relato breve de Stephen King, Boogeyman: tu miedo es real se suma con recursos bastante modestos a una tendencia reciente (y creciente) desde la cual el miedo se construye desde la pantalla a partir de la materialización de algunos traumas instalados en la conciencia de sus protagonistas. En este caso, una representación del duelo entendido como castigo eterno para quienes sufrieron alguna pérdida muy cercana sin haber hecho nada para evitarla. El dolor inconsolable mezclado con una culpa imposible de mitigar. Ese “hombre de la bolsa” tan invocado para intimidar a los chicos que se portan mal pasa de la apariencia a la realidad cuando un hombre agobiado llega a la casa de un psicólogo y le dice sin vueltas que un ser horripilante mató a sus hijos. No es una visita más para el anfitrión: acaba de enviudar y el vínculo con sus propias hijas (una de ellas adolescente) se desbarranca en medio de un cuadro de desequilibrios emocionales. El horror se instala en el hogar del terapeuta de un modo bastante previsible. No hay mucho más que mirar cómo las nuevas víctimas, personificadas con gran decisión por Sophie Thatcher (Yellowjackets) y Vivien Lyra Blair, cargan sobre sus espaldas con todos esos miedos. Hay pocas ganas de salir de los lugares comunes para la creación de una atmósfera de pesadilla, ilustrada todo el tiempo por golpes de efecto visuales y sonoros. Quedan como modesto consuelo algunos sustos genuinos expuestos en el tramo final. Con todo, no redimen al cuadro general de su medianía.
A Sebastian Maniscalco, alma máter de este amable relato de comedia con un claro sesgo autobiográfico, lo conocemos por sus especiales de stand up (hay al menos tres de ellos disponibles en Netflix) y sus participaciones recurrentes como animador en algunas ceremonias de entrega de premios más bien informales. Un poco más inadvertida aparece su trayectoria como actor. Martin Scorsese lo sacó por un momento del mundo de los chistes para confiarle el papel de un mafioso arrogante y bastante descentrado en El irlandés. Maniscalco respondió largamente a esas expectativas. Para ese momento ya había mostrado durante el primero de sus dos encuentros con Jerry Seinfeld en la formidable serie Comedians in Cars Getting Coffee un par de indicios de lo que mostraría en la película que se estrena hoy, una fábula inspirada en la memoria de la relación con su padre, entrañable y complicada a la vez. El primero no aparece en la película: Maniscalco y su padre Salvo, miembro de una familia siciliana que emigró como tantas a los Estados Unidos y se radicó en Chicago, casi no se hablaron durante 18 años. El segundo sí, y es un detalle muy divertido: padre e hijo cumplen cada noche un breve ritual que consiste en rociar su cuerpo y el aire que los rodea con una pequeña dosis de colonia. Así lo harán también durante el fin de semana en el que se desarrolla esta película. En el feriado del 4 de julio, el joven Maniscalco (que utiliza como actor su nombre y apellido verdaderos) conocerá a la acaudalada familia de su prometida, una joven artista plástica con espíritu independiente. Y Salvo (un Robert De Niro que explota su reconocida vis cómica de un modo bastante contenido y eficaz) lo acompañará en ese compromiso. Mi papá es un peligro (caprichosa y equívoca traducción local del título original, About My Father) es el resultado de las observaciones de un experto comediante sobre temas como la vida de los emigrantes en los Estados Unidos, la relación entre padres e hijos y la persistencia (o el cambio) de ciertas costumbres que se transmiten de una generación a otra. Hay aquí algunos personajes y hábitos estereotipados y un par de escenas de evitable vulgaridad. También hay momentos en los que vemos bastante desinflados a los personajes, como si quisiesen tomarse una pausa para recuperar el brío perdido. Son efectos, quizás, de la mirada de un comediante que se aleja de su zona de confort (el escenario de sus shows unipersonales, donde se siente dominador absoluto) para entrar en un terreno bastante más complejo. Pero al mismo tiempo, en medio de estos altibajos, Maniscalco se muestra como un lúcido observador de pequeños detalles que definen con bastante precisión a los personajes. Además es un actor muy correcto. De Niro se divierte mucho con un personaje que le resulta muy cómodo, y el resto del elenco cumple. Allí están la desenvuelta Leslie Bibb, David Rasche (el siempre recordado “Martillo” Hammer) y Kim Cattrall, que luce su madura belleza y vuelve a demostrar que es una muy buena comediante.
No hay caso. Siempre que Disney intenta actualizar sus clásicos animados con nuevas versiones que incluyen personajes de carne y hueso terminamos volviendo a los originales. Son los que quedan en la memoria, siempre por arriba de estas “modernizaciones”. Aladdin, La bella y la bestia, Mulan, Cenicienta y El libro de la selva, entre otras, experimentaron esta renovación en la última década a través de producciones millonarias en despliegue de producción y efectos visuales. Es muy probable que el único recuerdo que nos quede de todas estas remakes sea la asociación inmediata con las películas originales del mismo nombre. Lo mismo va a pasar con La sirenita modelo 2023 frente a la película original de 1989, hecha a pura animación tradicional (el dibujo a mano que se aprecia y disfruta en cada plano) y con un puñado de maravillosos temas surgidos de la inspiración de Howard Ashman (letra) y Alan Menken (música). El aporte de Menken a la música incidental y a algunas nuevas canciones es la única conexión a primera vista entre aquella obra y este costoso producto dirigido por Rob Marshall y escrito por David Magee (el mismo dúo que perpetró en 2018 El regreso de Mary Poppins) pierde de inmediato ante cualquier ejercicio comparativo. Esta mirada resulta inevitable, porque detrás del uso casi indiscriminado de efectos digitales y los actores reales la nueva versión sigue de manera bastante fiel la historia original, inclusive desde la copia textual de algunas líneas de diálogo. También reaparecen las canciones canónicas, aunque en un par de ellas (“Bésala” y “Pobres almas desafortunadas”) Disney hizo algunos cambios forzosos en la letra a partir de la creencia de que algunas ingenuidades del texto de 1989 podrían ser malinterpretadas. Con “Parte de tu mundo”, una de las mejores creaciones de la historia musical de Disney, esta nueva Sirenita quiere marcar el contraste más visible con la anterior. En 1989, Ariel quería dejar las profundidades y hacerse humana en nombre de un impulso enamoradizo incontenible hacia el príncipe Eric. La nueva criatura, una de las siete hijas de distintas razas concebidas en otros tantos mares por el rey Tritón (un desaprovechado y rígido Javier Bardem), tiene a la curiosidad como principal virtud. El amor llegará como consecuencia de esa inclinación. Este matiz bien pudo alentar una verdadera puesta al día de este tradicional cuento de hadas, pero en la adaptación de Magee y Marshall resulta circunstancial y se desvanece rápido. Un anhelo por descubrir y conocer asoma al principio en los ojos curiosos de la debutante Halle Bailey y es lo que la mueve a aceptar el pacto fáustico que le propone la bruja Úrsula (Melissa McCarthy, lejos del carisma habitual), dispuesta a todo con tal de vengarse del destino oscuro que le impuso su hermano Tritón. Pero cuando Ariel adquiere forma humana completa, no solo pierde la voz por el hechizo de Úrsula. Desde ese momento la afroamericana Bailey (que tiene carisma natural y canta muy bien) nunca encuentra del todo la manera de mostrar cuáles son sus sentimientos. Como dice en un momento un personaje hablando de ella: “Tiene la mirada distante”. Tampoco la ayuda mucho el atlético galán Jonah Hauer-King, un Eric mucho más esforzado que convincente. Cuesta entender, por lo demás, que los impecables 89 minutos de la película original hayan crecido ahora sin necesidad hasta llegar a 135, una duración ciertamente pesada para la atención del público infantil. Los elementos agregados, especialmente las canciones nuevas escritas por Lin-Manuel Miranda, no suman nada esencial y difícilmente consigan ser recordados. Mientras tanto se omite por completo, para evitar susceptibilidades, un gran momento de la película de 1989, la escena completa del Chef Louis y la magnífica canción “Les Poissons”. Pero el mayor problema está en otro lado. Hay ciertas historias solo pueden narrarse con elementos animados y cualquier cambio termina arruinándolas. Esta pérdida queda a la vista con personajes como el crustáceo Sebastián, el pececito Flounder y la gaviota Scuttle (que además cambió de género). En la versión 2023, en cambio, resultan víctimas de un diseño hiperrealista que podría acercarse a la fisonomía real de esas especies, pero a la vez les quita toda vitalidad y atractivo. Lo más triste y equívoco de la nueva Sirenita es ver a un Sebastián puramente mecánico y con los ojos muertos “animando” una colorida fiesta de corales y fauna marina mientras suena la pegadiza y maravillosa “Bajo el mar”. Por eso siempre terminamos volviendo a los originales.
Rápidos y furiosos X confirma a pleno lo que Vin Diesel venía adelantando. Estamos frente al primer episodio de una trilogía que pondrá fin a la serie estable de acción y aventuras más grande, más larga y más ambiciosa concebida por un gran estudio de Hollywood para ser vista y disfrutada en el cine, porque hacerlo de otra manera contradice por completo la naturaleza de esta creación. La historia de Rápidos y furiosos creció tanto en cada nuevo capítulo que para cerrarla solo es posible pensar en un relato de dimensiones apoteósicas. El primer acto de este largo adiós lo corrobora, pero no solamente desde el marco de sus espectaculares set-pieces y el descomunal despliegue de una producción que viaja de Los Angeles a Roma y de Londres a Portugal con elementos de ficción suficientes como para provocar la destrucción de ciudades enteras a cada paso. Aquí, además de nervio, músculo y grandes escenas de acción que siempre tienen sentido y se entienden de principio a fin, hay corazón. Rápidos y furiosos quiere despedirse llevando a lo más alto sus banderas y sus mejores virtudes. Todo lo que llevó a transformar a un desprejuiciado grupo de corredores de “picadas” callejeras en un grupo dedicado al espionaje global más sofisticado mientras entre sus miembros se afianza y consolida una idea central: todos se sienten parte de una familia que debe ser preservada frente a cualquier tipo de amenaza. Como hay que honrar ese espíritu fraterno casi sagrado, que se afirma más allá de los lazos de sangre, y asegurar que nadie faltará al próximo encuentro, el comienzo de este largo adiós nos trae de vuelta a la familia ampliada de Rápidos y furiosos casi completa. Hay unos cuantos regresos (algunos anunciados desde el póster oficial de la película y otros completamente inesperados), malos que cambian de bando por razones estratégicas y, sobre todo, una razón para que cada integrante de esta gran confraternidad haga con mucho sentido y convicción su propio aporte al relato. Todos tienen su momento para decir y hacer cosas importantes, aunque dure apenas segundos. Nada parece imposible, ni siquiera este esfuerzo por lograr esta convocatoria plena, para una aventura que alguna vez hasta llegó a desafiar la mismísima ley de gravedad. Lo inverosímil desaparece aquí frente a un objetivo superior: ponerle el broche final a una larga historia recurriendo a la memoria de sus mejores momentos. Por eso no es casual que el décimo episodio se explique a partir del regreso a lo ocurrido en Rápidos y furiosos: 5in control (Fast Five, 2011), exactamente a la mitad del camino recorrido hasta hoy, y de la necesidad de sumar fuerzas para hacerle frente a un villano más poderoso que los anteriores. De las diez películas de Rápidos y furiosos, Fast Five es la mejor. A partir de ella, la saga alcanzó una grandeza narrativa y visual que pocos imaginaban. Desde ese momento, Dominic Toretto (Diesel) y su clan empezaron a crecer como nunca entre los mitos del Hollywood contemporáneo. Este décimo episodio los convierte poco menos que en los herederos de los Avengers. Marvel nunca recuperó esa presencia desde ese momento y DC todavía no cuenta con la brújula adecuada para salir a buscarla. De esos mundos de fantasía también provienen algunos de los nombres que suman su aporte a este nuevo capítulo. Especialmente Jason Momoa, el gran malo de turno, que trae de vuelta a través del espejo deformado de la idea de familia encarnada por Toretto y cía. lo ocurrido en Fast Five. La película nos recuerda, en un largo flashback, la muerte del narco Hernán Reyes (Joaquim De Almeida) después del electrizante robo de una bóveda llena de dinero en Río de Janeiro. Con las uñas pintadas, ropa extravagante, deliberada ampulosidad y un aire operístico en sus gestos, Momoa se divierte a lo grande encarnando a Dante, el hijo de Reyes, mientras planea vengarse de quienes mataron a su padre. Mientras Dante y Toretto están a punto de chocar una y otra vez el resto de la compañía hace lo suyo para mantener bien alto el sentido de la aventura y el entretenimiento con mayúsculas. Las escenas de acción crecen en cantidad y calidad respecto de las dos o tres películas previas, el suspenso es siempre genuino (sobre todo cuando involucra al pequeño hijo de Toretto, siempre bajo amenaza), los golpes duelen y los nuevos como Brie Larson (bellísima y cada vez mejor actriz) se integran y adaptan a la perfección. Como en los viejos seriales, la aventura termina al borde del precipicio y solo falta el “continuará…”
Una atmósfera oscura y de duelo envuelve el tercer episodio de Guardianes de la galaxia. Aunque el final sugiere que de una u otra manera tendremos en el futuro nuevas aventuras surgidas de esta pequeña parte del universo de Marvel (MCU), el cierre de la trilogía tiene un aire de sombría despedida. James Gunn proyecta sobre la película el espíritu lóbrego y triste que tiene al mismo tiempo su propio adiós a Marvel. Gunn es el exclusivo artífice de toda la existencia de los Guardianes de la Galaxia, el excéntrico grupo de renegados que encontró en el espacio un feliz punto de encuentro, ideal para integrarse. De eso hablaban las dos primeras películas, y también de lo que significaba ese logro en términos de felicidad individual y colectiva. El debut de los Guardianes de la Galaxia es, junto a las dos primeras películas de Ant Man, la experiencia más alegre y dichosa de toda la larga historia del MCU. La segunda conservó parte de esa jubilosa energía, condicionada en parte por las ínfulas de Ego, el padre de Peter Quill (o Star-Lord), dueño de una megalomanía tan grande que hasta un planeta entero surgía de su propio ser. Pero allí todavía había tiempo para que los intrépidos Guardianes jugaran con el peligro sin dejar de bailar, empezando por el Quill de Chris Pratt, un comediante nato que contagiaba a los demás con la hermosa ligereza de su personaje. El movimiento del cuerpo y una playlist inacabable e indestructible hacían el resto. Ahora no encuentra tiempo ni para bromear. Tal vez la necesidad de escribir un testamento de su paso por Marvel antes de volcarse de lleno a la dirección creativa de su archirrival DC llevó a Gunn a ponerse mucho más adusto y renunciar aquí a toda pretensión lúdica. La alegría de las dos entregas anteriores se perdió por completo y cada baile suena aquí como un acto reflejo, casi forzado. Lo mismo pasa con el sabor amargo que tiene ahora cada chiste y cada ironía. El semblante de Quill y sus amigos es otro. De entrada tienen que salir de apuro a salvar la vida de Rocket, víctima de la descontrolada ofensiva de Warlock (Will Poulter), la nueva arma elegida por los Soberanos para castigar a los Guardianes por hechos que se remontan a la segunda película. Y más tarde les tocará enfrentar a una versión todavía más desaforada del padre de Quill y sus delirios de grandeza. Hablamos del Alto Evolucionador (Chukwudi Iwuji), un gran supervillano de Marvel, el científico loco que pasa de la historieta al cine para desplegar su aire de superhombre nietzscheano y planificar desde la destrucción el sueño del mundo perfecto. Gunn conecta la presencia de Warlock y todo ese delirante anhelo con el sentido último y profundo de este capítulo final, que debería llamarse “el origen de Rocket”. Casi toda la película se explica a partir del relato del camino que llevó al mapache parlanchín a convertirse en uno de nuestros héroes. Y en ese recorrido hay toda una historia de experimentos genéticos, mutilaciones, torturas y horrores poco habituales en el mundo de Marvel, porque sus víctimas principales son animales y niños. Por más que se contemple en el fondo con una mirada piadosa, este retrato de la crueldad humana es tan impactante que no deja el mínimo lugar para la despreocupada levedad que tenían las aventuras previas de los Guardianes. Como le pasó a Ant Man en su reciente regreso, aquí también se impone el peso de una aventura fantástica más recargada y grandilocuente que las anteriores. Hay demasiado ruido, bastante pesadez, algunos giros de la trama difíciles de sostener (como la “resurrección” de Gamora) y una extraña insistencia por mostrar cómo nuestros héroes resuelven sus diferencias a los gritos. Pero al mismo tiempo queda bien a la vista que Gunn es un incansable creador de mundos visuales llenos de ideas y hallazgos, algunos extraordinarios, y que el último tramo recupera buena parte del aliento, la diversión y la vital energía de las dos primeras aventuras, sencillamente porque cada uno de los personajes, inclusive los más pequeños, vuelve a encontrarle sentido a lo que hace. En esta búsqueda del lugar propio se encierra la paradoja de los Guardianes de la Galaxia. Quedó atrás la historia del feliz encuentro de un grupo de descastados que descubren, juntos, el sentido de pertenencia dentro de una nueva familia. A través de las películas anteriores sentíamos que todos compartían la misma luminosa manera de bailar. Ahora, en cambio, cada uno parece moverse a su propio ritmo. Otro destino los espera. También a su creador.
El regreso de Damián Szifron al cine después de una década tal vez desconcierte a algún desprevenido dispuesto a reencontrarse con la mirada más bien mordaz y el color local de sus producciones argentinas. Szifron llegó mucho más lejos que la mayoría de sus colegas en la incorporación de algunas de sus mejores creaciones al imaginario colectivo de los argentinos. En este sentido operan el recuerdo siempre latente de sus Relatos salvajes y de Los simuladores, dos obras vigentes en nuestra memoria como verdaderos acontecimientos que van mucho más allá de las historias que cuentan y los personajes que las protagonizan. Misántropo, la primera película que Szifron rodó en los Estados Unidos e hizo en inglés, seguramente no provocará en nosotros ese mismo resultado, pero nos ayudará a recuperar en plenitud la esencia de su talento como creador de ficciones y su inagotable imaginación como narrador visual. A primera vista, Misántropo aparece ante nuestros ojos como un thriller intenso, complejo y meticuloso del que Szifron se vale para mostrar buena parte de las influencias que tiene su mirada clásica de contar una historia. En este caso, la referencia más visible corresponde a los policiales de toda la década del 70, en los que la trama empieza a ramificarse y a abordar cuestiones que van desde las conspiraciones políticas hasta la minuciosa descripción de lo que pueden esconder las mentes criminales. Misántropo empieza de noche, como anticipo y promesa de lo que nos espera: un relato de contornos bien oscuros, con personajes a los que les cuesta mucho encontrar la luz. Pero el comienzo del relato, en medio de la nieve y el frío del invierno en el hemisferio norte, transcurre en medio de las celebraciones de Año Nuevo. El bullicio, el ruido y las luces de los festejos en los áticos, en las calles o en un departamento cualquiera empieza en un momento a confundirse con certeros disparos que reciben personas que parecen elegidas al azar, sin un motivo aparente para morir de esa manera. Estas circunstancias fortuitas y el perfil de las víctimas desconciertan de inmediato a los investigadores. Sobre todo a Lammark (Ben Mendelsohn), el curtido agente del FBI asignado al caso. El hombre, después de las primeras averiguaciones, descubre que entre los agentes policiales que salieron al principio a la caza del asesino en el departamento que funcionaba como su base de operaciones hay una joven oficial llamada Eleanor Falco (Shailene Woodley) con una perspicacia muy especial para interpretar posibles señales y motivaciones en la conducta del victimario. No hay tiempo para perder cuando todos temen que la masacre pueda repetirse en cualquier momento. Y la preocupación por no dar pasos en falso abre otro escenario en el relato. Del thriller sobre la caza de un asesino en masa pasamos, como señaló Szifron hace unos días a LA NACION al mucho más resbaladizo terreno del drama institucional. Las autoridades políticas y policiales, que anhelan una resolución rápida, desconfían de los modos y procedimientos de Lammark, de sus intuiciones y de la inexperiencia de la joven policía. Szifron nos conduce a través de esos inquietantes recorridos con una pericia enorme para mostrar al mismo tiempo cómo progresa (o retrocede, según el caso) la búsqueda del asesino, cómo se construye el vínculo entre Lammark y Falco (que de a poco van adoptando de manera inconsciente el lugar del mentor y la discípula) y cómo ambos se ven obligados cada vez más a refugiarse en esa confianza mutua frente al recelo y al cálculo de sus superiores. Hay en Misántropo escenas de extraordinaria tensión visual y dramática (la más admirable, narrada a través de un montaje virtuoso, transcurre en el interior de un centro comercial), un meticuloso acercamiento a sus principales personajes, marcados en buena medida por conductas pasadas, y sobre todo un propósito deliberado de tratar de entender las razones que inspiran hechos tan cruentos como un asesinato en masa. Para hacerlo, como es su costumbre y su identidad, Szifron confía ante todo en el poder de la imagen, pero en este caso también necesita dar un poco más de explicaciones que en sus trabajos previos. Con su pulso de narrador ejemplar y hábil creador de atmósferas llenas de tensión (que aprovecha a la perfección el trabajo del talentoso director de fotografía argentino Javier Juliá), Szifron describe un mundo en el que las soluciones fáciles, superficiales y abiertas a la manipulación solo pueden empujarnos a cometer errores irreparables.
Renfield es al cine de terror todo lo que Deadpool representa para los universos creados alrededor de los superhéroes. Antes de contar la historia del asistente del conde Drácula, Chris McKay dirigió Lego Batman: la película, brillante parodia animada que toma como referencia esencial al gran personaje de Ryan Reynolds. Todo ese aire de familia fortalece y le da sentido a esta aventura ultraviolenta, llena de ironía y a la vez muy divertida. Los tres elementos se retroalimentan todo el tiempo y de esa fusión surgen algunos grandes momentos. Esto no es todo, porque Renfield forma parte en el fondo de un verdadero multiverso que adquiere cuando se pone en funcionamiento mucho más sentido del que presumen sin mayor sustento Marvel y DC. Es un personaje que tranquilamente podría sumarse a alguno de los cuentos más desatados surgidos de la mente de James Gunn en este mismo ambiente. Tiene más de un punto clave de coincidencia con quienes forman parte del Escuadrón Suicida de Gunn. Sobre todo porque Renfield llega a nosotros como antihéroe y se propone hacer el camino inverso. Para convertirse en héroe lo primero que hay que hacer es recuperar la autoestima y creer en uno mismo. McKay convierte esa búsqueda en una película llena de confianza en todo lo que tiene para ofrecer, que es mucho y se ofrece en dosis generosas e inteligentes. Hace tiempo que no vemos en una producción de alto perfil un aprovechamiento tan integral del tiempo. Aquí pasa de todo en concisos, impecables y muy bien aprovechados 93 minutos. Toda una lección para el Hollywood que prefiere siempre dar unas cuantas vueltas de más. Esa hora y media empieza de la mejor manera, con una secuencia que instala a Renfield en el lugar que le corresponde dentro de la historia de Drácula, sobre todo la cinematográfica. McKay consigue la proeza visual de instalar al Renfield de 2023, personificado con elegancia y decisión por Nicholas Hoult, en uno de los cuadros de la canónica Drácula de 1931, el clásico de Tod Browning. La inmejorable ayuda de la referencia original nos permite entender dos cosas fundamentales. Qué hizo Renfield para convertirse en lacayo, asistente y hasta enfermero de Drácula. Y sobre todo cómo pasó de planear con el temible conde de Transilvania una sencilla operación de bienes raíces a depender por completo de él. En el mismo momento en que Renfield descubre las características abusivas de esa relación después de acudir a un grupo de autoayuda se activa en esta clásica historia de terror el dispositivo de la comedia. Y todo empieza a fluir cuando la búsqueda de redención del melindroso asistente se conecta con la tarea de una joven e incorruptible mujer policía (Awkwafina, excelente) y el combate que ambos libran contra un clan criminal liderada por un involuntario admirador del Conde (el comediante Ben Schwartz, otro puntal del elenco) y su madre (Shohreh Agdashloo). La película juega todo el tiempo de manera literal y simbólica con los múltiples significados que tienen los lazos de sangre. El más festivo de todos es el que se impone en las colosales escenas de acción, llenas de ingeniosos guiños a la mejor cultura pop visual de los últimos tiempos, hábilmente coreografiadas y llenas de cuerpos que danzan con gracia y se sostienen en el aire hasta desmembrarse o explotar por completo en medio de explosiones rojizas. No es fácil de lograr esta mezcla virtuosa entre la comedia y el más puro gore que le da sentido a todo el relato. Quien lo entiende mejor que nadie es Nicolas Cage, artífice de un Drácula inolvidable, capaz de aterrar y divertir al mismo tiempo. Con la boca llena de dientes limados como filosos colmillos, el gesto desdeñoso y una pose entre aristocrática y decadente, el actor construye una de las mejores caracterizaciones de su carrera gracias a un papel que parecía estar esperándolo toda la vida. Cage ya se había aproximado en el cine a los rasgos de Drácula en El beso del vampiro (Vampire’s Kiss, 1998), que también tenía características de comedia policial y curiosamente nunca se estrenó en los cines argentinos. Pero allí encarnaba a un agente literario que se creía Drácula. Ahora le toca ser Drácula con todas las letras: megalómano, tóxico, seductor, espeluznante, irresistible. En este divertimento que honra toda una gran tradición y se disfruta hasta más allá del cierre gracias a una imperdible secuencia de títulos finales, Cage nos muestra una vez más que entiende a la perfección lo que significa el carisma en el cine.
La primera de las muchas lecciones que nos deja el extraordinario regreso de John Wick está dirigida a Marvel y a DC. Las dos fabricantes más grandes de acción, adrenalina y espectacularidad visual de la industria del entretenimiento están en una manifiesta crisis creativa desde que vienen obligando a sus personajes centrales a moverse en las caprichosas aguas de los “multiversos” y resignarse a ser parte de un volcán de efectos visuales que aplasta y achata todo lo que pretende ser humano. A Wick, en cambio, le duele todo en todas partes al mismo tiempo sin necesidad de ser arrastrado a un escenario artificioso de realidades paralelas cada vez más incomprensibles. Es cierto que no es un personaje que vayamos a encontrar a la vuelta de la esquina. No hay, si miramos las cosas desde una perspectiva naturalista, razón alguna para encontrarnos en el mundo que habitamos con 200 asesinos persiguiendo sin cuartel a un hombre cuya cabeza tiene un precio multimillonario. Pero esta nueva aventura de Wick, la mayor de todas (en escala, en duración, en compromiso, en despliegue, en inventiva, en ingenio), transcurre en lugares fáciles de reconocer y sobre todo resulta comprensible, precisa, casi transparente en su desarrollo. Es una idea sabiamente combinada entre el movimiento, la acción, la densidad corporal y el equilibrio lo que la hace completamente inteligible a lo largo de casi tres horas que pasan volando. Wick sabe que para recuperar la libertad necesita todo el tiempo, en cada segundo, tomar distancia de quienes lo quieren muerto. Y como Ethan Hunt (el personaje de Tom Cruise en Misión: imposible) no puede dejar de escapar mientras se convierte en el mismo movimiento en perseguidor de sus adversarios. Hunt y Wick son los grandes héroes de este tiempo del cine y de este mundo. Pueden enfrentarse a enemigos inverosímiles (en este caso a la temible sociedad secreta conocida como la Mesa Alta) y sobrevivir en apariencia a cualquier tipo de amenaza. Pero la mayor victoria de esta película es haber alcanzado una nueva cumbre en la evolución del cine de acción y aventuras. En su momento esa instancia parecía cercana para ciertos héroes como Iron Man y Capitán América, antiguos exponentes de un universo que luce hoy bastante extraviado. Le debemos esta brillante síntesis a la inspirada mente de Chad Stahelski, que consigue aquí una fusión insuperable entre el thriller clásico, el legado del cine de acción asiático con artes marciales, el western contemporáneo y la ciencia ficción representada desde la estética del videojuego. Todo al servicio de una sucesión de escenas de violencia coreografiadas con una belleza deslumbrante, como si se aplicaran a este universo todos los conceptos esenciales de la danza. El hilo argumental es lo de menos, aunque todo lo que ocurre se entiende con absoluta precisión. Wick (a quien el lacónico Reeves le aporta toda la expresividad corporal imaginable) se prepara para la batalla bajo la custodia de Bowery King (Laurence Fishburne), que en la primera escena anuncia el comienzo de una travesía por el infierno con las mismas palabras de Dante en la Divina Comedia. Enfrente está el Marqués (Bill Skargard, quintaesencia de nuestra idea de villano cinematográfico), el representante de la Mesa Alta decidido por todos los medios a terminar con Wick. Tras provocarlo con la inmolación del Hotel Continental (breve y póstuma aparición de Lance Reddick) recurre a asesinos consumados para cumplir con su propósito. Y allí aparecen otros dos grandes personajes que engrandecen todavía más el relato: el ciego y experto en artes marciales Caine, viejo amigo de Wick (un colosal Donnie Yen) y el Rastreador (Shamier Anderson), cazador de recompensas y dueño de un perro digno de esta aventura. Con la ayuda de unos y otros (a quienes se suma el siempre clave Winston de Ian McShane), Stahelski va levantando de a poco un monumental edificio en el que se tallan algunas escenas de acción nunca vistas, narradas en planos extensos y con efectos digitales casi invisibles. Por eso los golpes duelen tanto. No parecen artificios visuales o sonoros. Una nueva historia empieza a escribirse a partir de ellas. El viaje comienza en Osaka, sigue en Berlín y culmina en París con una increíble batalla alrededor del Arco de Triunfo y otra no menos prodigiosa en las escalinatas que llevan a la basílica del Sacre Coeur. John Wick volvió para hacer del cine de acción una de las más bellas artes, devolvernos la confianza en la fantasía bien entendida y ahuyentar de paso la conjura de los multiversos.