ESCÁNDALO Y BELLEZA AMERICANA
En los primeros diez minutos de Babylon tenemos el primer plano del ano de un elefante abriéndose y cagando sobre un par de personajes y a una chica meando sobre el cuerpo y el rostro de un hombre obeso que no es otro que una -poco- disimulada caracterización de Roscoe Arbuckle, aquel comediante del cine mudo cuya carrera comenzó a desbarrancarse luego de verse involucrado en la violación y muerte de una joven aspirante a modelo y actriz. Así arranca la nueva película de Damien Chazelle, y uno se pregunta (con todo derecho) cuán tolerable serán las tres horas que restan. El director de Whiplash y La La Land, que siempre dejó entrever una especie de furia controlada en su mirada, se despacha aquí sin límite alguno con una serie de atrocidades y explicitudes varias que tienen como fin dar asidero a la serie de rumores y versiones que corrieron sobre el Hollywood de la década de 1920. Y lo hace entre enojado y con el aire de un señor escandalizado. Babylon se inscribe en esta movida actual del Hollywood culposo de querer saldar deudas con el Hollywood del pasado, como Mank o como Rubia.
Como en Moulin Rouge! de Baz Luhrmann, Chazelle nos tira de entrada a una fiesta desaforada, que es la revelación de un mundo para el espectador pero, también, para alguno de los personajes. Y si uno tiende a creer que Luhrmann es un director exuberante y desprejuiciado, lo cierto es que Babylon lo deja a la altura de un director pudoroso, solo desmelenado en lo formal. Esa fiesta servirá también para reunir en un mismo espacio a todos los personajes que serán centro en este relato coral: el actor que es la máxima estrella del momento (Brad Pitt), una aspirante a actriz que entra a la fiesta por la ventana (Margot Robbie), un trompetista negro un poco repelido por ese mundo racista (Jovan Adepo), una mujer asiática con dotes de artista de cabaret y un lesbianismo no tolerado socialmente (Li Jun Li) y un joven mexicano que es un mandadero con intenciones de escalar en la industria del cine, y fundamentalmente el intento de centro emocional del relato, de punto de vista que represente al espectador (Diego Calva). El problema casi mortal de Babylon es que entre tanto miserabilismo, nos resulta casi imposible empatizar con alguno de los personajes.
Que Chazelle filma como los dioses, es indudable. Su cine tiene una energía poco habitual en un cine que tiende cada vez más al ascetismo y lo quirúrgico; sus movimientos de cámara que van al compás de la música tienen una vibración que emula en ocasiones la cadencia de ese jazz que tanto le gusta, incluso en su aliento libertario que huele a zapada. Ese es el espíritu que por momentos se posa sobre el tránsito de una película que va del horror a lo bello, del espanto a la fascinación, de lo más bajo a lo glorioso, de Alejandro González Iñáritu a Paul Thomas Anderson. Así lo entendemos cuando luego de ese comienzo en falso, Chazelle nos lleva en una gran secuencia por un día de rodaje en aquel Hollywood alocado (es imposible odiar esta película luego de esa secuencia). Y lo hace con una serie de momentos cómicos que están entre lo más disparatado e inusitado del cine reciente, humor lunático al que el estilo desarrapado de la película le siente perfecto. Locura americana que termina con la cúspide la ñoñería, de una mariposa posándose en el hombro de Brad Pitt.
Esa secuencia concluye diciéndonos (y nos dice Chazelle) que detrás de toda ese desparpajo y descontrol, de todo ese horror, finalmente la magia del cine sucede y la belleza se captura de forma impensada. Que ese camino incongruente y arduo, en cierta forma, un poco persigue el azar, que no hay control que pueda con la lógica incongruente del arte. Babylon podría terminar ahí y sería una mejor (mucho mejor) película de la que termina siendo. Pero Chazelle pretende, además, convertir esto en una tragedia, y la comedia lunática da paso a la pesadilla cuando el cambio al cine sonoro y ciertas reglas conservadoras de control sobre las estrellas convierta ese Paraíso en un Infierno, como ese viaje al “culo de Los Angeles” al que (nos) lleva el extremo personaje de Tobey Maguire en una secuencia que es puro clima pero a la vez pura gratuidad. El drama de Babylon es que luego de un final que es pesar y desazón, avanza en un epílogo, una suerte de coda, que busca funcionar como funcionaba el final de La La Land, una mirada melancólica que exude cierto romanticismo trágico y que nos devuelva la ilusión sobre lo que vimos. Y no funciona, no porque narrativamente no cumpla, sino porque es imposible que sintamos algo de cariño por lo que acabamos de ver, incluso por ese personaje que mira con dolor y emoción. Eso que Chazelle nos dice al final ya estaba dicho con el plano de la mariposa, demostración empírica de que a la película le sobran minutos, tal vez horas. Y que filmar desde el desprecio obnubila la mirada.