Nunca entendimos a Michael Bay. Tampoco es que nos hayamos perdido gran cosa, pero había algo allí, una celebración del cine popular, de acción y de los géneros que la mayoría de los críticos no supo ver (estarían ocupados denunciando patrioterismo, superficialidad y cosas por el estilo). ¿Volvieron a ver alguna película de Michael Bay? Puede ser que se encuentren con algo más que explosiones, músculos y culos. O no, tal vez solo haya eso, pero filmado con un pulso singular, exuberante, gozoso, una vitalidad inhallable en el resto del mainstream actual (hablo en pasado: 6 Underground, estrenada en Netflix, es un desastre irredento; ya ni Michael Bay puede filmar como Michael Bay). La últimas películas de Transformers gustaron más que las otras a la crítica: decían que el director había crecido, que se había refinado y que volvía a una especie de clasicismo perdido para sus contemporáneos. Com el tiempo parece que Bay cambió, mejoró, ¿aprendió? O tal vez todo lo demás se deterioró demasiado rápido y recién nos estamos dando cuenta: traten de ver Bad Boys para siempre, si no.
Como la mayoría de las veces, el cine es solo cuestión de segundos. Unos planos aéreos presentan burocráticamente el escenario: es Miami, una ciudad hecha a la medida del cine de acción esteroideo; playa, autos de alta gama y restaurantes caros: Michael Bay, Miami, no se sabe quién imaginó primero a quién. La película apenas muestra el lugar, como si no tuviera idea de qué hacer con semejante fondo. Hay una persecución: un montón de patrulleros y el auto de los protagonistas siguen a unos criminales. No se entiende qué pasa, no se siente la velocidad, el nervio de la carrera, el peligro, nada. Estamos en el auto: Will Smith y Martin Lawrence intercambian one-liners sin timing. La mayor parte del tiempo ni comparten el plano: cada uno dice sus líneas a la cámara, a nadie. Lawrence está mareado por la velocidad e infla los cachetes: quiere mostrar que va a vomitar. Will Smith hace lo suyo con el entusiasmo de siempre: es como un emprendedor apasionado que se ocupa personalmente y con celo de los negocios menos estimulantes. Se agradece: él y Joe Pantoliano deben ser los únicos comprometidos con lo que pasa alrededor. Se mueven, hablan y miran como si entendieran perfectamente lo que sucede: saben pararse delante de una cámara, un arte que les resulta insondable a sus compañeros, todos a merced de lo que el montaje pueda hacer de ellos.
La película habla de llegar a viejo, de tener una familia, de reconciliarse con el mundo. Smith empuja él solo la trama policial y a Lawrence le encargan la comedia torpe del hombre retirado. Ninguna de las dos funciona, a pesar de que a Smith le pongan alrededor suyo a un equipo de policías high-tech y de que a Lawrence lo sometan a las degradaciones de la ancianidad. Hay una idea buena, un as bajo la manga que debía compensar algo de la insipidez general. Los villanos son una madre mexicana y su hijo, herederos de un narco muerto que se proponen rearmar el cartel familiar. Como si los guionistas fueran conscientes de que esta vez no lo tienen a Michael Bay, es decir, que iban a faltar las explosiones hiperbólicas, los tiroteos alambicados y el tono siempre over the top del director. Hacía falta suplir todo eso de alguna manera: se les ocurrió que los personajes mexicanos podían traer con ellos una trama de telenovela y que la comedia de acción se viera contaminada por viejos resentimientos, parentescos improbables y algo de magia negra. Un culebrón excesivo y mortífero. Pero la película tarda una eternidad en desarrollar ese universo, en apropiárselo e impornérselo a los personajes, y apenas se lo aprovecha al final; un final lindo y un poco delirante, por otra parte, por lejos lo mejor de la película. Nos quejábamos tanto de Bay, no pensábamos que el cine de acción pudiera ser este bloque de automatismos y gestos anodinos, este páramo.