Aún con balas en la recámara.
Aprovechándose del éxito de la saga Arma mortal y del paradigma que estableció, el mago de la acción de la década de los 90, Jerry Bruckheimer, apostó por aplicar el modelo de buddy movie, esta vez yendo más allá y tomando a dos actores afroamericanos para los roles principales. Su salto no fue del todo al vacío, ya que contó con dos estrellas televisivas que, inevitablemente, despertaban las simpatías de todo el mundo, con lo cual penetró en toda diversidad de públicos. El inmenso triunfo ha llevado a la franquicia, tras un lapso de 17 años, a su tercera entrega. Y, ya desde el título, la propuesta no engaña a nadie: los dos policías encarnados por Will Smith y Martin Lawrence siguen y seguirán igual. La fórmula de acción, sangre, humor y poquitas lágrimas se mantiene y continúa funcionando con la misma solvencia.
Y, pese a que su trama criminal no difiere mucho de cualquier filme de acción rutinario de cine o directo a vídeo, lo que le inyecta interés y algo de distinción es la evolución que han sufrido unos personajes fieles a si mismos, pero afectados por el progreso de sus vidas. No estamos ante una obra eminentemente crepuscular, pero si se aprecia el azote de la madurez en los dos agentes, de maneras distintas. Mientras que Marcus (Lawrence) ha aceptado su edad y se está adaptando a una cotidianeidad más tranquila, Mike (Smith) sigue anclado en su juventud y rechaza todo síntoma que pueda sugerir envejecimiento.
Dos formas de encarar un hecho opuestas que a la vez se complementan, como ha pasado siempre con estos policías terrenales cuya gracia ha caído siempre en la imponente química entre Smith y Lawrence, para nada agotada después de tantas persecuciones y chascarrillos. Es por ello que la cinta encuentra su mayor lucidez en los momentos íntimos de la pareja, donde dan rienda suelta a su dinámica de colegas a la vez que exponen ese inexorable paso del tiempo que vienen sufriendo.
Ya en un plano menor se sitúa una acción funcional pero efectiva que los realizadores belgas especializados en el género, Bilall Fallah y Adil El Arbi, han sabido captar de un Michael Bay que afianzó un estilo acelerado, hiperbólico, explosivo en el que de vez cuando irrumpía una cámara lenta resultona, forjando una identidad visual que ha sentado cátedra en el blockbuster hollywoodense.
De ella cabe más esperar una actualización del espíritu cinematográfico noventero de corte conservador que una obra profundamente contemporánea y progresista, como se ha visto en otros ejemplos del género. El feminismo es un breve apunte en forma de un par de secundarias en una cinta marcadamente testosterónica apoyada en una ecuación básica pero adecuadamente ejecutada. Salvando su falta de riesgo, es un entretenimiento digno y disfrutable que no decepcionará a los fans de la saga y a todo aquel que acepte sus convenciones. Pocas sorpresas, nada de aburrimiento, un carisma implacable.