Parece increíble, pero se nota a la legua que esta tercera entrega de la dupla Lawrence-Martin no fue dirigida por Michael Bay. No porque le falten explosiones o violencia a lo pavo, sino porque está montada con algo más de decencia de lo que suele hacer el aturdidor serial de “Armageddon”. Dicho esto, el mayor valor que tiene esta película consiste en que los dos actores principales son muy simpáticos y que no sólo se potencian sino que, cosa curiosa, se restringen a lo justo. Uno al otro. Lawrence desatado es insufrible; Smith, también. Pero al ceder cada uno espacio al otro, aparece cierto equilibrio y una química indudable que nos permite sentir algo de placer mientras la película –una trama de malos malísimos violentísimos contra dos policías que viven al margen de las reglas y se unen para una última misión– va desgranando a puro digitalismo los lugares comunes obligados del menú.