Frente a ese mantra de la autoayuda que dice que cuando estés preparadx el amor va a llegar, la realidad es que el amor irrumpe. Y puede ser que unx se encuentre en la disyuntiva de ordenar sus asuntos alrededor de eso que es nuevo y todo lo empuja, o decida que mejor es seguir como estaba. Eso le pasa a Juan Badur (Javier Frías) en Badur Hogar, la nueva comedia del director salteño Rodrigo Moscoso, que participó en la Competencia Argentina del último Bafici. Como el apellido lo indica, Juan es el heredero de una casa de electrodomésticos que fue la empresa familiar desde la generación de sus abuelos y que ahora está abandonada, intacta, como un museo donde los precios están en australes y las licuadoras y secadores de pelo son naranjas y rojos pero no son retro: son, simplemente, de otra época. El negocio, fundado por el abuelo y dirigido luego por el padre, cerró y por algún motivo –que será, por supuesto, una revelación a lo largo de la película– se mantuvo intacto, las ventanas cubiertas con papel y cada artículo a la venta en su lugar. La película está construida alrededor de este espacio que atraviesa extrañamente las épocas, y representa para Juan una herencia problemática, que lo desconcierta, pero también es el fin de un modelo de trabajo estable y para toda la vida en el que se formó la generación de nuestros padres, en una época en que la vocación y la realización personal pesaban menos que la idea de practicidad y de tener un medio para sostener a la familia. En este local fuera del tiempo, Juan prácticamente juega a la casita, se tira un colchón para pasar la noche y lleva una chica para coger, porque sigue viviendo en la casa paterna, o intercambia porro por licuadoras.
El protagonista de Badur Hogar, que se conjuga perfectamente con esta empresa detenida, es el prototipo del eterno adolescente que tanto le dio a la comedia reciente: tiene 35 años, nunca se armó una vida más allá del techo familiar y se dedica a hacer changas en una Mehari con un amigo metalero. Pero la aparición de Luciana (Bárbara Lombardo), en una situación de comedia de enredos en que se hacen pasar por matrimonio en una fiesta, lo cambia todo, o por lo menos hace que la vida de Juan tal como es parezca inaceptable y deslucida y desata como consecuencia, en lugar de una maduración inmediata, una sarta de mentiras. Badur Hogar recorre el crecimiento de esa relación y muestra a Juan haciendo malabares entre la chica que le gusta, un compañero del secundario que parece feliz y exitoso, los reclamos familiares y un problema de salud que necesita ser encarado de frente, todo envuelto en una estética de comedia de los sesentas, desde al afiche hasta la música (que es una delicia), pero con corazón de comedia americana. Juan podría ser uno de esos varones que no terminan de crecer que tan bien delineó Judd Apatow, pero hay un equilibrio en el uso de las fuentes y un buen trabajo de ambientación no costumbrista, con un pie en una familia tradicional de inmigrantes sirios, que hace que la película de Rodrigo Moscoso tenga carácter propio. En 2001 Moscoso había estrenado Modelo 73, una película que fue importante en el contexto del Nuevo Cine Argentino, también ambientada en Salta. Como si en los 18 años que median entre las dos películas hubiera varias más, Badur Hogar es una película compleja construida con soltura, que filma la ciudad de Salta desde la altura como si fuera Los Ángeles pero también sabe buscar lo propio, como cuando en la primera cita de Juan y Luciana en un restaurante coqueto se cansan de esperar y terminan yendo a un carrito a comerse unos sánguches de paradxs. Y que también, y aquí reside un acierto de la película, sabe hacer jugar su historia de amor en un contexto más amplio, de diferencias entre generaciones y geografías, que no son innegociables pero hacen del romance y las elecciones individuales algo mucho más enredado que el simple voluntarismo.