Bailar con lo más feo
Debe ser algún tipo de récord, pero Bailando por la libertad está constituida por demasiadas de esas cosas que nos hacen salir espantados del cine: el elemento biográfico como garantía indiscutible de calidad; la presencia de la danza como elemento metafórico y simbólico; la mirada occidental horrorizada sobre oriente, específicamente Irán; la denuncia política lavada y obvia; una forma despersonalizada y propia de esos productos multitarget pensados para gustar; y un conjunto de buenas intenciones que quieren ser traficadas como grandes ideas. Habría que darle una medalla al director Richard Raymond por hacer que todo ese conjunto de clichés y lugares comunes entren en una misma película.
Bailando por la libertad es la historia de Afshin Ghaffarian, un joven estudiante de arte apasionado por la danza, que monta una compañía de baile en los sótanos de Irán ya que la actividad está prohibida por el gobierno local. Todo, en el marco de unas elecciones donde la administración de Mahmud Ahmadineyad fue sospechada de fraude. Si aquel episodio, lo suficientemente ridículo (¡prohibir bailar, ni Footloose se lo hubiera imaginado!) como para merecer una película no es suficiente para el director, le agrega una historia romántica entre el protagonista y una joven adicta y con pasado trágico, cuya única virtud es la de llevar el rostro cinematográfico como pocos de Freida Pinto.
Pero todo es pesado, abúlico en el film de Raymond, que carece del don de la gracia y que, aún conteniendo dos o tres secuencias de danza dignamente coreografiadas, elude cualquier tipo de belleza formal. El director pertenece a esa escuela que cree que disponer de un tema y ponerlo a rodar es suficiente. Y se olvida de narrar, de descubrir para qué es que está contando esto que nos está contando. Aquello que nos espanta de su historia es lo que podíamos suponer leyendo la sinopsis: sí, es bravo querer bailar en Irán. Y no hay mucho más que eso en una película que no logra levantar vuelo nunca.