“Un amor que atravesó tres décadas bajo el cielo de dos naciones”, anuncia el afiche de esta coproducción croata, eslovena y serbia. Un tagline engañoso, porque las tres partes que integran esta película no comparten ni personajes ni trama. No hay un único amor que supere los obstáculos del tiempo. Por el contrario, los proyectos de los protagonistas se frustran una y otra vez.
El primer relato arranca en 1991, antes de las guerras yugoslavas. Ivan y Jelena son jóvenes y están enamorados. Pero ella es serbia y él es croata, y sus familias se opondrán al romance. Diez años después, ya finalizado el conflicto, el mismo paisaje rural exhibe las huellas de bombas y disparos. Natasa y su madre, ambas serbias, vuelven a su antigua casa, ahora llena de polvo y puertas desgajadas. Contratan a un joven croata, Ante, para que ayude con los arreglos, y frente a su cuerpo sudoroso Natasa sentirá una mezcla de atracción, resentimiento y asco. Una década más tarde, las ruinas fueron reconstruidas o reemplazadas por torres de departamentos y, tras una noche de fiestas electrónicas y caminatas solitarias, Luka, un estudiante croata, se reencontrará con su ex novia serbia, con la que todavía tiene algunos asuntos pendientes.
En todos los casos, aunque cambien los nombres, las circunstancias y los años, los actores siguen siendo los mismos. Esto le da una continuidad poética a la película: cada episodio resuena en los otros, como un eco del pasado o una premonición del futuro. Resulta evidente, además, que cada relato funciona como un reflejo microcósmico de una situación nacional: empezamos con una ruptura, continuamos con sus secuelas psíquicas y materiales, y terminamos con una posible reconciliación. Es una estructura narrativa quizás demasiado obvia, y a veces los protagonistas terminan atrapados en la lógica de este paralelismo, sin poder explorar sus propios sentidos.
De todos modos, y aunque sus destinos evoquen procesos históricos, los amantes parecen existir -o querer existir- fuera de la Historia. Nunca opinan sobre el nacionalismo serbio o la independencia croata. A lo sumo, se angustian por la muerte de algún familiar o se enfrentan a la xenofobia de una madre o un hermano. Pero no lo hacen por convicciones políticas sino para descargar su bronca o consumar su amor. Sus anhelos son universales y cualquier espectador puede identificarse con ambos personajes. Los violentos que provocan el caos son otros; ellos sólo sufren o reaccionan. De esta manera, la película toma distancia de la especificidad del conflicto yugoslavo y se acerca a una fórmula más bien hollywoodense: la Historia como telón de fondo para los dramas personales de dos o tres personas.
Por suerte, el director y guionista Dalibor Matanic trabaja mejor los pequeños detalles que los grandes trazos temáticos. Bajo el Sol prolonga los momentos de espera, de ansiedad y de incertidumbre, cuando los protagonistas se liberan del corsé de simetrías narrativas y se mueven bajo las luces de un concierto al aire libre o dejan pasar las horas en su dormitorio o corren desesperados detrás de un auto. Tihana Lazovic y Goran Markovic, que interpretan a los tres pares de amantes, ignoran sus funciones metafóricas y simplemente son: inocentes e ingenuos, primero; rencorosos y abatidos, después; finalmente más adultos y, quizás, hasta optimistas sobre un futuro posible. En la inmediatez de sus actuaciones está lo mejor de la película.