Fuego en el rastrojo
Con un tema que hoy adquiere todavía más actualidad que cuando fue rodada, la película tiene un tono seco como su paisaje, pero para el peón de campo que la protagoniza "la procesión va por dentro".
Es asombroso, pero Bajo la corteza parece hecha con la tapa del diario de hoy. O de mañana. Un terrateniente en expansión, a quienes todos en el vecindario rinde el respeto propio del dueño del lugar, pide a uno de sus trabajadores que le prenda fuego a la foresta, aprovechando el clima seco (no se especifica dónde transcurre Bajo la corteza, pero teniendo en cuenta que se trata de una película producida por el Polo Cinematográfico Cordobés se entiende que es allí), para expulsar a los pobladores y hacerse del terreno. Hasta aquí la tapa del diario.
Y de ahí en más la ficción. César Altamirano (Ricardo Adán Rodríguez, que no “hace” de trabajador rural sino que lo es) se ha quedado sin trabajo. Se dedica sobre todo al desmonte (los cartelitos escritos a mano, sobre cartón y copiando letra por letra, ya que Altamirano es analfabeto, son una maravilla). Le pasan el dato de un tal Zamorano (Pablo Limarzi), que “anda necesitando gente”. Lo toma, primero para tareas menores, más tarde para una de mayor escala. Eso es todo lo que debe contarse. Altamirano es como tanta gente de campo, callado, solitario, la cabeza frecuentemente gacha, como si cinco siglos más tarde estuviéramos todavía en tiempos de la Conquista. La paga aumenta, pero a Altamirano le da pudor abrir el sobre para contarla. “Yo confío”, le dice al patrón mirando para abajo.
Los tiempos de Bajo la corteza son los del lugar. Pausados. Los planos, como la topografía: secos, callados, como matorrales visuales. Ningún relieve estético, ninguna acentuación, ninguna sobredramatizacion. Salvo una subtrama con la hermana de Altamirano, que sería perfectamente prescindible. A menos que refiera a algo que no aparece en cuadro, producto de otro atentado al campo y a la vida que también se produce en este momento en territorio cordobés. En cuyo caso vendría totalmente al caso. El cronista no pudo dilucidarlo.
Altamirano es de esa gente de la que se dice que “la procesión va por dentro”. En la mesa familiar, que sirve la hermana, calla. Cuando el patrón le indica algo, lo hace, aunque alguna mirada de soslayo haga pensar en que lo que le están pidiendo no le gusta. Cuando la hermana necesita dinero, para una operación esencial, Altamirano le entrega un fajo de dinero extra, aunque hasta el momento no haya opinado nada sobre la enfermedad. En la escena más poderosa y emotiva de la película, filmada desde cierta distancia, la hermana dice “no”. Sólo “no”, y rechaza el fajo. Ese “no” trae consecuencias.
Los troncos ardiendo en el hogar hablan por Altamirano. Alguna decisión de puesta en escena por parte del debutante Martín Heredia Troncoso tal vez sea discutible. Una pelea en un bar, con el único tipo que le hace frente a Zamorano en toda la película, hubiera tenido una bienvenida violencia si no estuviese filmada desde un plano cenital. Todo lo demás está bien. Incluido el título, que alude a la corteza del árbol, pero también a ese hombre-árbol que es Carlos Altamirano. Que una sola vez “está para servicio”. Será la última. La impresionante imagen inicial, documental, es de esas que vemos en el noticiero, sin atinar a hacer nada.