Ya es sabido que Alex de la Iglesia divide aguas. Se organiza polémico cineasta, se desarrolla histriónico, se niega a pasar inadvertido. Balada triste de trompeta es sin dudas un jalón más en esta carrera. Las propuestas que incluye en esta violentísima historia de un triángulo amoroso que incluye dos payasos con personalidades y roles antagónicos y una hermosa trapecista, van desde una mirada sobre las continuidades históricas en España, las referencias culturales múltiples y su forma nacional bajo la dictadura franquista (religión, música popular, erotismo, moda), las infinitas referencias cinéfilas (con Fellini, Hitchcook y El caballero de la noche -Batman- a la cabeza), hasta la obsesión personal de la violencia como aparición repentina de complejas cuestiones ocultadas, reprimidas, sin que de su ejercicio resulte ninguna redención de las cuestiones o los personajes. Resulta inevitable, pues el texto se organiza alrededor de las marcas políticas más intensas del siglo XX en España, analizar la mirada política que ejerce el director al realizar Balada triste de trompeta. Dos elementos son claves. El primero es cómo define la violencia en relación a la política. Lejos de entender la violencia como una instancia posible de la política -por ejemplo, como modo de resistencia a la opresión- De la Iglesia parece banalizar la construcción de la resistencia, y tanto en los momentos previos al triunfo franquista, como al final de su vida y mandato, la violencia no es sino el producto de la emergencia de un sentido perverso de la vida en circunstancias históricas determinadas. Que sean payasos monstruosos (que de payasos devienen monstruos como forma de cristalizar la violencia como único motivo) peleando por una hermosa mujer -qué fácil resulta imaginar que representa a España-, deja pensar en una extraña variante de lo que conocemos por estas tierras como teoría de los dos demonios. Pero además de ello, la decisión clara de un cierre que cristaliza, más no congela, un tipo de relación política signada por la violencia, que parece hacerse presente continuo, obliga a cuestionar la mirada del realizador en relación con la historia política de los últimos cuarenta años en su país. Quienes se ofuscan por la violencia explícita, la impiedad para con el espectador, deberán saber que ese malestar es buscado, forzado a un extremo pocas veces visto y que puede sin dudas justificarse dramáticamente. Quienes se fascinen con esa estética de la violencia, como si en si misma explicara un mundo, no pueden dejar de pensar que De la Iglesia no hace una película ingenua “alla Tarantino” y el cine de súper acción. De la Iglesia hace, explícitamente también, una película política. Por lo que, tanto para unos como para otros, sería bueno que amplíen sus puntos de mira, para incorporar el discurso propuesto en la película de un modo más complejo.