Una alegoría ingenua
El desarrollo de algunos directores puede constituir todo un símbolo de los caminos que ofrece el séptimo arte en la última década: Alex de la Iglesia, aquel rebelde iconoclasta de El día de la Bestia y La comunidad, es un caso ejemplar. Considerado heredero directo del cine del maestro Luis García Berlanga, representante mayor de la comedia española negra, ácida y socarrona, De la Iglesia llegó a pegar el gran salto al cine mainstream con Los Crímenes de Oxford, una película que precisamente sirvió para mostrar cuánto deben resignar los autores para ingresar a la gran industria. Basada en un libro del argentino Guillermo Martínez, aquel filme ofreció un De la Iglesia raquítico, resignado a perder su identidad, absolutamente falto de pasión y enjundia. Todo lo contrario parece querer mostrar ahora su esperado regreso a las fuentes, Balada triste de trompeta, un filme desmedido por donde se lo mire, ambicioso e inclemente, que sin dudas lleva impreso su sello original, aunque resulte profundamente fallido.
De la Iglesia nunca fue un director moderado ni sutil, y acaso de allí surgía su singularidad. Sus películas son lecturas descarnadas de su sociedad, que apuestan a la comedia y los excesos para diseccionar sin contemplaciones las miserias y mezquindades de la España (o los Estados Unidos de Perdita Durango) contemporánea, a menudo partiendo de hechos históricos como en Balada triste de trompeta. El problema aquí, sin embargo, es no sólo que su cine se ha revestido de una gravedad inusitada (que tal vez aparecía agazapada en otros de sus filmes), sino que su lectura del mundo parece cada vez más gruesa, frívola e inerme, hasta ser políticamente ingenua, por decir lo menos. Balada triste de trompeta es una gran alegoría de la peor historia política de la España reciente, que intenta revisar lúdicamente los últimos años de la Guerra Civil y la posterior dictadura de 36 años de Francisco Franco, a través de un triángulo amoroso trágico, desmedido y violento. Coherentemente, el tono general de la película es sombrío y demencial, y hasta se puede arriesgar que De la Iglesia vislumbra cómo los regímenes fascistas son correspondidos por una profunda pauperización de la cultura en todos sus órdenes, hasta transformar a las sociedades en frívolas, vacuas y grotescas. Pero el problema es que la propia película caerá en los mismos vicios, como si no pudiera separarse de su objeto (¿de estudio?), y terminara convirtiéndose en una fantasía oscura, gratuitamente obscena y brutal, en vez de aquella lúcida revisión de la historia que aspiró a ser.
El mismo comienzo sugiere ese devenir. Corre el año 1937, y el ejército republicano interrumpirá una función de circo para reclutar soldados para enfrentar a los nacionales de Franco, entre ellos al payaso tonto (Santiago Segura), que deberá abandonar a su hijo Javier. Lo que sigue será una batalla campal de estética tarantinesca (Quentin Tarantino es referencia clara de la película), en la que nuestro protagonista quedará detenido. Años después, el tímido Javier (Carlos Areces) se convertirá en un payaso triste (aquel que es objeto de las burlas ajenas) con un mandato trágico: encontrar felicidad a través de la venganza. Aunque su destino lo llevará a un circo comandado por otro payaso, el brutal y abyecto Sergio (Antonio de la Torre), donde se enamorará de Natalia (Carolina Bang), que es la pareja de aquél, su flamante empleador. El triángulo está servido y lo que sigue será una disputa violenta y destructiva por Natalia, que implicará un progresivo desquiciamiento de Javier, quien se convertirá en el exacto reflejo de su contrincante.
Esquemática y grave, Balada triste resulta tan ambiciosa en sus aspiraciones que ni siquiera se permite un buen desarrollo dramático de sus tramas: las situaciones se suceden con una rapidez tan apabullante que el relato irá adoptando un halo de fantasía (demencial) que terminará en un festival de excesos. Se podrá decir con razón que se trata de la materialización de una ideología igualmente oscura y desquiciada, pero la propia película se encargará de dar una lectura precisa a la tragedia que narra (se trata de una alegoría de la lucha entre la izquierda y la derecha por España, encarnada por ambos protagonistas y Natalia como aquella nación, a la que muestra un tanto tramposa e interesada), que resultará absolutamente ingenua, deshistorizada y despolitizada (como escribió Horacio Bernades, constituye otra teoría de los dos demonios). Algunos pasajes notables recuerdan la capacidad formal de De la Iglesia (el uso del primer plano para transmitir el desquicio, la secuencia de transformación del protagonista, ciertos tramos de batallas y escenas de masas), pero como en Los crímenes de Oxford aquí no hay mucho lugar para el humor, y ni siquiera la legítima apuesta por los excesos ayuda al filme a librarse de su absoluta gravedad.