Pasan las guerras, quedan los artistas
Luego del paso en falso con la fallida Los crímenes de Oxford, la recuperación del talentoso Álex de la Iglesia y el reencuentro con lo mejor de su cine quedan plasmados en este nuevo proyecto -premiado en el festival de Venecia tanto en el rubro de dirección como guión- intitulado Balada triste para trompeta en alusión a la canción interpretada por el cantante Raphael.
Por otro lado, algo de aquel clásico de Tod Browning Freaks (1932) y del cine de García Berlanga se respira en la atmósfera que envuelve a este relato melancólico, grotesco, anárquico, ácido; que mezcla pacientemente géneros cinematográficos como el thriller, el gore y el melodrama romántico con total desparpajo y sin especular un segundo en las reacciones del público, a un ritmo tan vertiginoso como el impulso y el vigor que motoriza la acción de sus personajes, fronterizos entre la locura y la tragedia humana.
Resultaría injusto de antemano para los propósitos artísticos buscados a conciencia por un Álex de la Iglesia mucho más maduro y poético que de costumbre encasillar al film dentro de un estilo o tono único, dado que su audacia a nivel visual y narrativo lo alejan permanentemente de los cánones habitualmente transitados por los géneros anteriormente mencionados.
Ese caos interno y desborde constante, reflejo de lo anárquico que atraviesa una trama rica en personajes y situaciones, comienza a partir de la infancia del protagonista Javier, herida de muerte por el aluvión de los franquistas a la tranquilidad de una función de circo, quienes irrumpen para reclutar hombres que se sumen a la causa, entre quienes se encuentra su padre (Santiago Segura, impresionante), que trabaja de payaso en el circo y debe sumarse -a riesgo de perder la vida- a las filas del generalísimo como prisionero. Ese niño de infancia truncada, heredero del legado de venganza de su padre, se reinventa ya de adulto una vida como payaso triste (Carlos Areces) para desembocar en un circo ambulante en los años 70 y someterse a las sádicas pruebas a las que lo expone el otro payaso (Antonio de la Torre), estrella del espectáculo y pareja de una hermosa acróbata de telas (Carolina Bang) con quien mantiene una enfermiza relación amorosa.
La atracción entre el payaso forastero y la joven y peligrosa muchacha deviene de inmediato en un violento triángulo amoroso que toma rumbos impredecibles y se vuelve tan atractivo como visceral, en un contexto en el que la denuncia social, los apuntes políticos y el revisionismo histórico -y singular del director- aportan un plus de inteligencia a la trama y funcionan perfecto como trasfondo.
Sin embargo, el riesgo constante asumido desde lo formal y lo conceptual, con la mirada puesta en el espectador para sacarlo de la abulia habitual y perturbarlo a veces le juegan en contra y el film atraviesa digresiones y sobresaltos que no le ayudan en lo más mínimo.
No obstante, rápidamente con un clímax sorprendente y un desenlace de un lirismo poco frecuente en películas de este cineasta -oriundo de Bilbao- que habilita la lectura alegórica, el triángulo se desarma en una lucha descarnada de dos lunáticos y abusadores que han ultrajado a una mujer golpeada, igual que a una República española fragmentada entre el autoritarismo de Franco, la frivolidad, la impostura, la irracionalidad de los artistas y por supuesto con la necesidad de que alguien le quite el lastre de la tragedia y la haga reír nuevamente.