El término “baldío” tiene dos acepciones. La primera, y más conocida, es aquella relacionada con terrenos que no se cultivan ni se trabajan. La otra refiere a un esfuerzo “que resulta inútil porque no ofrece ningún resultado”. Esta última es la que mejor se relaciona con la película de Inés de Oliveira Cézar, último, extraordinario protagónico de Mónica Galán –fallecida a principios de este año– en la pantalla grande.
La actriz interpreta a una actriz. Brisa está en pleno rodaje de un proyecto, es famosa y reconocida en la calle. Su vida íntima, en cambio, no atraviesa un buen momento: su hijo (Nicolás Mateo) es un adicto al paco que abandonó el tratamiento y ahora vaga por la calle sin rumbo. Los timbrazos ocasionales en la casa materna son dagas clavadas directo en el corazón de esa mujer en crisis.
Filmada en un prístino y atmosférico blanco y negro, Baldío se aleja del fallido tono poético de La otra piel –la película anterior la directora– para narrar la progresiva disolución interna de Brisa, sus conflictos con el hijo y un ex marido poco presente y el intento de balancear su esfera personal con el trabajo.
El relato es clásico en su estructura, a la vez que terso en su tono. Sin excesos ni golpes bajos y con plena confianza en la capacidad actoral de Galán, Oliveira Cézar construye una película demoledora y desesperante, un drama íntimo e intenso sobre la disolución de una familia, el vínculo madre-hijo y la lucha por salvaguardar los últimos vestigios de la felicidad. Imposible pensar en un mejor legado de Mónica Galán que su trabajo en Baldío.