"Bandido": el ídolo cansado.
El director cordobés Luciano Juncos propone una historia amable y bienintencionada que intenta complacer a la mayor cantidad de espectadores.
A Roberto Benítez, conocido por sus admiradores y admiradoras (sobre todo estas últimas) como “Bandido”, la profesión de cantante popular le pesa en el cuerpo y el espíritu. La enésima entrada al escenario, luego de una mirada en el espejo que dice mucho, va acompañada de una cruz invisible. El prólogo de Bandido, largometraje del cordobés Luciano Juncos que acaba de inaugurar el Bafici, anticipa sin palabras lo que el protagonista verbalizará casi de inmediato, ante un mánager de toda la vida azorado: después de la grabación del nuevo disco y la gira correspondiente el artista tiene decidido abandonar el micrófono, tal vez para siempre. Interpretado por un Osvaldo Laport taciturno y a punto de quebrarse, el Bandido de la ficción retrata esa etapa en la carrera de tantos músicos reales en la cual el pasado adquiere la forma de una sombra enorme que todo lo envuelve, obturando la posibilidad de un futuro. Poco se sabrá de las glorias pretéritas y, más allá del grupo de mujeres que lo acecha luego de los recitales, muchos no logran reconocerlo en la calle.
Relato no tanto de caída y redención como de reinvención, el film de Juncos –director de La laguna (2013)– usa un giro de la trama aparentemente trivial como soporte de las tribulaciones y mutaciones del protagonista. Un robo en la circunvalación de acceso a la capital cordobesa lo deja de a pie, ayudado por un habitante de la barriada al cual todos llaman “el sacerdote”. Casualidad causal, el vecino que lo ayuda a llegar a la comisaría más cercana para hacer la denuncia es uno de sus viejos amigos, un colega de los años 80, de cuando Benítez comenzaba su carrera en clubs de barrio y sociedades de fomento. Tiempos de cuarteto, antes de deslizarse a las arenas de la canción melódica e ingresar a la industria discográfica. Casualmente también, una empresa de telecomunicaciones intenta instalar en el centro del barrio una antena que, dicen, puede tener consecuencias graves en la salud de los vecinos, ante la indiferencia de la municipalidad y los medios.
El lector avispado imaginará lo que sigue: el compromiso con una causa que despierta la pasión de un hombre al borde de la indiferencia ante todo y todos, incluido él mismo. El ídolo cansado tiene una oportunidad para volver a brillar con luz propia. Condimentando el drama con toques de humor ligero, el guion de Juncos y Renzo Felippa no pretende reinventar la rueda y despliega sus tópicos e intereses transitando caminos ya probados, apoyado en la presencia de un Laport creíble y un rosario de papeles secundarios que rozan el estereotipo sin terminar de caer por completo en él. Es el tipo de historia amable y bienintencionada que intenta complacer a la mayor cantidad de espectadores, y se agradece que la demagogia asome la nariz sin dejarse ver del todo.