Bañeros 4: Los rompeolas

Crítica de Jonathan Santucho - Loco x el Cine

Secos en ideas, ahogados en mediocridad.

En ciertas formas, Bañeros 4: Los Rompeolas (2014) se asemeja al contenido de una cápsula del tiempo. Pero, al contrario de los elementos icónicos de una época que son metidos ahí, esta “película” (término técnico) más bien recuerda a ese caramelo o dulce que siempre mete alguien a escondidas, porque entonces le sabe bien. Lo que no pensó es que, tras tantos años, el dulce se gastó y pudrió, y todo lo que queda es un insípido pedazo de comida vencido que incluso hacía daño en su momento original. Suena duro, pero la prueba viviente del estado actual del chiste en el país es la defensa a las películas de esta franquicia. Es la marca del cine picaresco, esa que aún en 2014, nos obliga a aclarar una y otra vez que no, no es que toda la comedia tiene que ser como Monty Python y Les Luthiers sino que, fuera de las personalidades de sus estrellas, el tipo de propuestas entregado a nosotros en exceso desde los años ochenta no resiste como historia o pieza desarrollada de humor. Pero de nuevo, vienen los argumentos del placer culpable y de la conexión de estos vehículos de chistes en formato de films con la identidad argentina, haciendo que la ironía y el patriotismo se vuelvan la excusa del éxito. O, en el presente, del marketing.

¿Y en dónde quedó el humor picaresco ahora? Todo podría resumirse en la mirada perdida y cansada de Emilio Disi o el look moribundo de Paolo el Rockero, únicos miembros del elenco original en regresar para esta última entrega, aunque en una menor capacidad que antes. Sí, incluso el tipo cuyo rol es un cameo de un hippie que choca con algo está demasiado desganado para esto. Con ellos idos, el foco cae de nuevo en Pablo Granados, Pachu Peña y Freddy Villareal, protagonistas de la anterior entrega, que vuelven a hacer respectivamente de… Pablo, Pachu y Freddy. Siempre es una mala señal cuando nadie se molesta ni en ponerle nombres a los personajes; más aún, cuando no tienen personalidad; definitivamente, cuando lo único que hacen es pararse a improvisar chistes que se pueden ver gratis en televisión o Internet, en lugar de un cine por 60 pesos. En una crítica cualquiera, este sería el momento donde uno relata el argumento de la producción. Hay un problema: acá no existe. Claro, alguien podría decir que se trata de como el trío es llamado por Emilio de nuevo para ser bañeros en Mar del Plata, mientras el balneario vacío que custodian es amenazado por un mafioso con la imparable fuerza de 15 patovicas. Pero eso sería una broma (y no intencional), porque nadie involucrado parece darse cuenta de esas pequeñas cosas llamadas trama y personajes, las cuales son pasadas por arriba o, eventualmente, usadas de excusa para pasar de un show del chiste al siguiente.

La atención también se va a los nuevos miembros del equipo. Por un lado, aparece Mariano Iúdica, haciendo de Mariano, un compañero del grupo que se les une para correr y gritar por las playas para toquetear chicas o tirar remates que serían rechazados hasta en Sin Codificar. Poco después surge Karina Jelinek (haciendo su debut cinematográfico como… no es necesario darles pistas), cuya única razón por estar frente a la cámara haciéndose clara en su introducción, corriendo como muñeca de cera con pilas a salvar a alguien en cámara lenta y usando un traje de baño rojo de una pieza. Así es: pasaron 23 años, y el director Rodolfo Ledo piensa que aún es gracioso referenciar a Baywatch. ¿Qué más esperar del mismo cineasta que inició su terrible ópera prima, Papá Se Volvió Loco, con una secuencia de títulos hecha con la fuente Comic Sans?

rompeolas4

La falta de preocupación sigue con Nazareno Mottola, el mismo que antes mostraba promesas con esas graciosas cámaras ocultas de Videomatch en las que hacía de un alumno propenso a los accidentes, volviéndose la pesadilla de profesores de educación física. Pero, en lugar de mostrar su adepta habilidad física (que, en manos de un director competente, podría explotarse), el tipo se une al circo de golpes cantados y desenlaces predecibles. Se olvida, como el resto de los comediantes en pantalla, de que lo hilarante es cuando alguien desprevenido se resbala con la cáscara de banana, no cuando uno agarra la cáscara, la muestra ante todos, se tira encima de esta y consigue un garrote para pegarse de paso. ¿Dónde está la gracia de la sorpresa al pasar un minuto viendo un plano fijo de un tipo distraído con una sombrilla en la playa detrás de una estereotípica pareja tranquila, si ya sabemos de memoria lo que va a pasar? ¿Cuál es el gusto de ver a Gladys Florimonte haciendo una imitación china tan clicheada y racista que hasta Mickey Rooney la desaprobaría desde el más allá? Hablando de obviedades, las adiciones actorales cierran con Fátima Florez, que hace de la dueña de un acuario (más de eso en un momento) y la jefa de los bañeros, que cuando no grita como si estuviera haciendo una mala imitación de mamá de sitcom, se dispone a hacer imitaciones baratas de Moria Casán y Susana Giménez. Y no es la única: además, Freddy se pone media capa de maquillaje (o una máscara comprada en Once, es el mismo efecto) para hacer de Jorge Lanata, Juan Román Riquelme y, en una sorpresa, Pablo Escobar. La innovación del humor para toda la familia, damas y caballeros. De nuevo, esto es lo que te dan por 60 pesos: un elenco que, por momentos, hace que la interpretación de Mónica Gonzaga en las películas de hace décadas se vea como una de Norma Aleandro por comparación.

Leyendo estas líneas, alguien ya podría estar pensando una frase como “Pero si es una película para la familia, no hay que ser severo”. Error. Esto es un producto, así de simple, y si uno quiere mantener su familia sana debe mantenerla lo más alejado posible de esta abominación impresa en celuloide. La prueba mayor de esto es la muestra de prostitución en pantalla: no física, sino publicitaria. Tomando lugar durante una buena parte en Aquarium, el argumento le hace lugar al show de delfines, lobos marinos, focas, pingüinos y más, planteando una ácida contradicción: la del acuario, amenazado por el mafioso antes mencionado, como centro defensor de animales, no como la cárcel que es considerada desde hace bastante. Es lamentable la vida de un animal marino: un día te encontrás en paz con tu familia en la naturaleza del sur del mundo, y antes de que te des cuenta estás forzado al encierro, a la vida artificial, a los trucos y a hacerle frente a las bobadas que dice el monstruo de Frankenstein de populismo tinellista que es Iúdica. Y no es el único chivo. En el solitario momento gracioso de la producción, una escena de diálogo en la ruta es pausada de la nada para darle paso a una toma detalle en cámara lenta del logo en marcha de un micro Plusmar. Nadie lo menciona, no se repite. Es un oasis bizarro. Lástima que las carcajadas no son por causas intencionales.

rompeolas9

De nuevo, ¿qué esperar de una producción apurada hace tres meses, con el único objetivo de lucrar con el tedio parental durante las vacaciones de invierno? ¿O qué esperar de Ledo? Ya demostró una y otra vez su incompetencia pero, aún llegando al fondo del pozo, parece que decidió llevar una pala para cavar más profundo. Fallando en tareas tan triviales como ubicar una cámara o establecer continuidad entre toma y toma, ni siquiera preocupándose por la musicalización o hacer que una explosión se vea real (para los que cuentan, son tres reales y el resto se ve peor que Sharknado), el equipo técnico sólo parece estar ahí para apuntar el lente y el boom mientras el elenco vagamente recurre a la serie de trucos del momento, incluyendo la inserción deplorable de cameos con figuras mediáticas salidas de la última temporada de Bailando por un Sueño, referencias a Violetta y las selfies, o una imitación a Charlotte Caniggia. Si se preguntan “¿Quién?”, ya sabrán porque el chiste no funciona. Y si uno puede visualizar un ápice de lamento en Ledo y los guionistas, Salvador Valverde Freire y Salvador Valverde Calvo (busquen sus filmografías y entenderán todo), sería la pena por no haber poder metido menciones de Preguntados, o a alguien cantando “Brasil, decime que se siente”. Para el momento en donde Villareal y Iúdica agarran los peores disfraces posibles para, les juro que es verdad, imitar a los amarillos minions de Mi Villano Favorito, el daño es tóxico.

Si el único logro de Bañeros 4 es ser tan olvidable como para contrarrestar lo ofensivamente mala que es, el debate de siempre arruina su intención. Deplorable hasta para un film de la saga (al menos los otros ponían algo de atención en los aspectos básicos narrativos y fílmicos), este pedazo de basura de hora y media prueba como la mayoría del género picaresco no es un símbolo del cine popular, sino su destructor. Nadie nos salva de esto, excepto nosotros.