Fuera de la ley (y de tiempo). “¿Nos hacemos unas pajillas?”. Para el punto de esa frase tirada al azar, con la entrega de alguien que propone masturbarse como si fuera una alternativa grupal tan usual como escuchar la radio, José Luis Torrente encontró el punto de conexión con una generación irónica, dispuesta a depositar toda la corrección política por una hora y media de chistes xenófobos, homofóbicos, misóginos y con demás tachados. El secreto de Santiago Segura a la hora de crear la criatura que se volvió la cara taquillera del cine español no es sutil. El asunto fue crear un balance, con un extremo dedicado a la burla kármica a un personaje ridículo y sucio con tintes del Pato Lucas y aires propios de Harry el Sucio, mientras que el lado opuesto jugó con la satisfacción momentánea de las fantasías de una sociedad estereotípica en sus cabezas. En los 16 años que pasaron, Segura llevó esa ecuación a incrementos en oscuridad y presupuesto, con el apoyo taquillero motivándolo a dejar intacta su fórmula. Pero ahora, con el estreno de Torrente 5: Operación Eurovegas (2014), quedó claro que la falta de direcciones dejó al pozo de ideas de esta franquicia definitivamente vacío. Igual, la promesa de los primeros minutos ilusionaba con otra cosa. Abriendo en 2018, el film muestra a Torrente saliendo de prisión, un lugar vuelto popular para la gente que ruega entrar, agitando a los guardias condenas por homicidios y violaciones mientras él trata de entender. Y sí, la gente tiene motivos. Mientras el policía estuvo tras las rejas, España fue expulsada de la Unión Europea, volvió a la peseta, sufrió la independencia de Cataluña y ni siquiera pudo conservar a su amado club, el Atleti. Sintiendo el punto de quiebre por una sociedad hundida en la miseria, Torrente se declara un “fuera de la ley”. Por supuesto que, a esta altura, cualquiera que lo haya visto antes ya asumía eso de él. Pero eso no importa cuando el ex-oficial hace un trato con el misterioso estadounidense John Harrison (Alec Baldwin), quien le manda armar un equipo para llevar a cabo un robo maestro, en el único casino restante del fallido proyecto de Eurovegas. Lo que sí importa es que, metiéndose en su primer trabajo de criminal, el ya no tan inflado José Luis se manda un trabajo horrible, amasando un grupo del sector más inepto de la madre patria. Pero con el reloj en marcha hacia la distracción perfecta (la final del Mundial de Fútbol entre, claro, Argentina y Cataluña), el conjunto bizarro tiene que planificar el golpe perfecto. torrente-5-sigue-en-lo-alto-taquilla-espanola Es en este mundo donde la película se hunde en familiaridades. Por un lado, la decisión sin impacto de volver un directo delincuente a Torrente, antes un antihéroe accidental que sólo hacía justicia cuando estaba en el medio de sus fines perversos, termina de señalar como Segura (quien, de nuevo, dirige, escribe y protagoniza) no cambió lo mínimo que incluso nos agarra a un personaje inmodificable. Lo terrible es el hecho de sumar dos de las faltas más terribles de las comedias actuales: por un lado, pasar al frente la repetición de chistes viejos; por el otro, llevar a cabo la típica parodia del film del robo ideal, la segunda premisa más gastada para una secuela tras la del viaje a Europa (aquí imposible, porque ya están todos en el viejo continente). Dedicando una gran parte de la producción a gags sobre La Gran Estafa, Misión Imposible y la saga de James Bond, remates que en sí ya se volvieron una ofensa legal, no hay suficiente material nuevo para justificar muchas sonrisas con la mano del siempre simpático Segura, quien si hace una puesta decente y aún tiene el carisma para sacar algo de risas con el patetismo extremo de su irresistible bestia. Pero, de nuevo, ni una serie eterna de cameos (pasando desde nuestro Ricardo Darin hasta El Gran Wyoming), ni el atractivo comercial de la actuación secundaria de Baldwin (quien, entre su balbuceo constante y distrayente que da vueltas incoherentes entre el inglés y el castellano, su actitud aislada de su rol, y su desperdicio narrativo más allá de los trucos clicheados de tirar puteadas amenas, parece bastante desinteresado), ni el desenlace obligatorio de acción le dan vida a la que, si la palabra de Segura es sagrada, es la final aventura de Torrente. Y quizás eso último sea lo mejor. Después de todo, ni un chiste de pajillas es bueno tras ser contado cien veces.
Monstruos, sombreros y queso. Anunciando sus intenciones a partir de sus protagonistas, la tercera producción del estudio animado Laika se centra en el relato de un grupo de brillantes mecánicos oprimidos, genios de las tuercas que son forzados a adaptarse a la exterminación del progreso. Claro que, en Los Boxtrolls (The Boxtrolls, 2014), no estamos hablando de los solitarios grandes impulsores del stopmotion en el presente, sino de unas diminutas criaturas de encanto instantáneo, viviendo en las alcantarillas de un pueblo inglés de la época victoriana. Con cajas de mercadería cubriendo sus cuerpos azules y dándoles sus nombres según lo que hayan contenido (por ejemplo, Pez, o Zapato), los inventores de ojos saltones y lenguaje de murmuros pasan las noches robando cosas de la basura, y los días construyendo una sociedad subterránea que los acepte. El detalle de los personajes en las tres oraciones anteriores, así como el hechizo natural de la paciente animación nacida en plastilina, ya logran que sea imposible resistir la personalidad de la producción, incluso a pesar de las lagunas de lógica que plagan con diluir el entorno. Todo parte con un tema, y con Laika se está volviendo bastante claro cual es… para todos sus proyectos. Tras mostrar a una chica aislada que entra a un mundo sobrenatural para lidiar con la ignorancia de sus despreocupados padres en Coraline y la Puerta Secreta, y enseñar a un chico ridiculizado que también tiene una conexión con lo fantástico como punto de partida para reconectarse con su aislada familia en ParaNorman, no es difícil imaginar el camino de Los Boxtrolls, aún cuando se basa en la novela ¡Tierra de monstruos!, de Alan Snow. Y, como se espera (lo cual no es una buena señal), nuestra historia esta vez se centra en Huevo, un niño con nombre (y caja) de boxtroll. Habiendo crecido en las alcantarillas por casi toda su vida, él no tiene idea de su verdadera identidad, ni de que su desaparición causó que la población arriba suyo se pusiera en contra de sus criaturas adoptivas. Con muchos de sus amigos desapareciendo por un exterminador con fines maquiavélicos, el joven será forzado a hacer su impacto en la superficie y develar la verdad, con la ayuda de Winnie, una malcriada fan morbosa de la situación. First-Look-At-The-Boxtrolls-FV Presumiendo el usual look rico en su minuciosidad, el film es una clara muestra de amor, presente en la vida que da en las dos partes de su sociedad. Por un lado, está el pueblo de Cheesebridge, que como adelanta el nombre es una sociedad aristocrática basada en el amor al queso, y que da al equipo técnico la posibilidad de detallar una mirada casi obsesivo compulsiva de la época británica de principios del siglo XIX. Mientras tanto, el hogar de los boxtrolls es un baño de steampunk y asquerosidad, con una decoración de tuercas y tubos, una red de tuberías de transportación, un cosmos de bombillas y varios jardines de insectos gourmet. Es algo de esa particularidad, llevada a cabo con el villano (obsesionado con conseguir un preciado sombrero blanco y conversar con la élite sobre queso… a pesar de que es mortalmente alérgico), sus secuaces con dilemas existenciales, y el veloz funcionamiento del pueblo (que, en su idioma original, cuenta con las prohibidas en nuestro país voces de Ben Kingsley, Elle Fanning, Nick Frost, Richard Ayoade, Simon Pegg y más), que hacen que esta producción no tenga que envidiarle mucho al trabajo de Aardman o de Henry Selick. Pero aún así, también hay cosas que tienen que aprender. Con los típicos mensajes sobre identidad, valor y discriminación presentes antes en la filmografía de Laika (así como en tantos films familiares) forzados algo vagamente, así como un humor que es más astuto que gracioso, el guión tiene una confusa estructura, y su simple conflicto se encierra en agujeros argumentales de los cuales sólo se escapa con estupidez y contradicción de los personajes, con la excusa de “si esto pasara, la película no duraría 96 minutos”. Pero con sus momentos básicos, Los Boxtrolls encuentra su alma entre los residuos.
Mundo ajeno. Aunque corro el riesgo de sufrir la ira del juzgado especializado en cultura popular, hoy tan presente como signo de la primera generación nostálgica globalizada, tengo que hacer una confesión: nunca me pude enganchar con Los Caballeros del Zodiaco. En esos hermosos años iniciales del boom de la importación masiva de animé a Latinoamérica, mi atención infantil no estaba depositada en aquellos guerreros protectores de la Tierra; para eso tenía las aventuras destructivas de Goku y Pikachu (aunque, en los días de gloria del hoy fallecido canal Magic Kids, estaba más interesado en las locuras surrealistas de Koni Chan y Yamazaki). Pero de todas formas, la tardía llegada de los dibujos japoneses ochentosos a nuestra región durante la era del uno a uno no tuvo muchos exponentes tan mitológicos o queridos popularmente como los de Seiya y sus amigos, así que estaba dispuesto a darle algo de expectativas al film Los Caballeros Del Zodiaco: La Leyenda del Santuario (Seinto Seiya: Legend of Sanctuary, 2014), sexta película basada en la franquicia que nació del manga de Masami Kurumada en 1986. Me equivoqué. Saint-seiya-legend-of-sanctuary-e1394195699920 Todo es veloz, con una introducción a un universo que vive en contradicciones. ¿Cómo? Desde la primera pelea, que nos deposita en un mundo hecho por computadora, el cambio en la animación es obvio hasta para quien tiene el menor conocimiento del animé. Uno podría decir que es un intento de modernizar la propiedad, tratando de alejarla de los días de la cruda mano para ganarse a la siguiente audiencia pequeña. Otro podría acertar que esto sólo se hace porque el ordenador es más barato que el ahora infame lápiz, y esto es sólo una capa de pintura innecesaria a una obra que ya mostraba un manejo sublime de la arquitectura o el diseño de sus protagonistas. Para nada ayuda la insistencia, en un intento de satisfacer a los viejos fans, de usar las voces originales del animé en esta nueva producción, que pone un dialecto pasado en un intento fallido de presente tecnológico. En 2014, el look dado por el director Keiichi Sato es el de un simple videojuego con escenas cinemáticas y todo, que sólo da más capas a las edificaciones y menos distinción a los andróginos personajes. Pero a esto no ayuda el hecho de que, para una película que dura 93 minutos, esta apenas llega a los 20 cuando se trata de desarrollar su historia, con el guionista Kaito Ishikawa reciclando a puro corte y pegado el arco argumental de las 12 casas; ese donde Seiya y los demás santos tratan de llevar a la reencarnación de Atena al santuario protegido por los caballeros dorados de los 12 signos del zodiaco, para salvar al universo. Si eso suena interesante, entonces prepárense para que sus ilusiones sean aplastadas por lo que básicamente es una recopilación apurada de los grandes hits de una temporada, arrojando decenas de personajes a cualquier dirección para compensar el desinterés por el material que no sea el compendio de peleas preparadas por la siguiente hora de metraje. timthumb Pero, de nuevo, el proceso es inexplicable. ¿Por qué tiran a la pantalla una trama conocida por los fans, que ya la vieron en forma desarrollada? ¿Por qué creen que los recién llegados a la historia van a entender o preocuparse por algo que no tiene motivación, personajes cuyas acciones o virtudes aparezcan (fuera de los imperiosos clichés actuales del mercado), o algo que no consista en puños y habilidades especiales? ¿Cuál es el público de esta película? Olvidable en sus mejores momentos y tediosa hacia el fin de su sobredosis de enfrentamientos ligeros de peso, Los Caballeros Del Zodiaco: La Leyenda del Santuario es como si un mal amigo te obligase a verlo jugar por una hora y media a su hack and slash favorito, pero sin contarnos cual es o porque es tan interesante para él. Y luego, por alguna razón estúpida, decidiera mostrar su gameplay en los cines (seriamente, uno podría ver esto y ahorrarse dinero). Que pérdida de cosmos.
Sin sentidos. Son films como Un Viaje de 10 Metros (The Hundred-Foot Journey, 2014) los que levantan los menos interesantes tipos de preguntas morales al criticismo. ¿Está bien aprobar una clase de cine que, a pesar de su falta de conflicto o búsqueda, sabe apelar exactamente al público en busca de familiaridades y nada más? La respuesta entera quedará para otro día, pero este último esfuerzo del director Lasse Hallström (cuyo historial va de dramas medidos como ¿A Quién Ama Gilbert Grape? o Las Reglas de la Vida a melodramas románticos tirados por la borda al estilo de Siempre A Su Lado, Querido John y Un Lugar Donde Refugiarse) entra en el costado decepcionante de la cuenta. Basándose en la novela de Richard C. Morais, Lasse se centra en el relato de Hassan (Manish Dayal), miembro de una familia hindú que abandona la tierra natal tras la muerte de su madre durante conflictos políticos; imaginen cualquiera, el film no se preocupa nada por ser específico. Siguiendo el camino del patriarca Papa (Om Puri, leyenda de Bollywood), todos acaban en un pueblito apenas pasando la frontera francesa. El lugar también es desconocido; de nuevo, no hay muchas ganas de explicar (y eso va también por la temporalidad: por los primeros tres cuartos de su duración, parece que la película toma lugar cincuenta años atrás, hasta que una visita a París cambia las cosas). El único lugar que pone su ubicación en el mapa es el restaurante de la rígida Madame Mallory (Helen Mirren), poseedor de la estrella Michelin y lugar habituado hasta por el presidente. Lo cual es una lástima, porque está también ubicado justo enfrente de una propiedad que llama el ojo de Papa para convertir en hogar y negocio, como local de comida rápida con sabor a India. Y con las ollas en llamas, parece que el talento como cocinero de Hassan es lo único que puede unir a estas dos facciones. hundred-foot-journey-helen--600x300 Cualquiera con un mínimo de memoria ya se habrá dado cuenta del objetivo básico de esta película: repetir para Hallström el éxito masivo de su previa comedia dramática culinaria basada en una novela sobre personajes que descargaban sus pasiones en la cocina para combatir en el medio de una pintoresca Francia. Sí, es un intento desesperado de repetir la repercusión de Chocolate. Pero si bien la anterior obra (que, aunque nuestra memoria trata de olvidarlo, incluso fue nominada al Oscar a Mejor Película) encontraba algo de personalidad en su tema del florecimiento casi sexual en una villa marcada por la represión, Un Viaje… no tiene nada más que una lista de items que chequear para apelar a una audiencia que arranca en el fin de la mediana edad. ¿Producción situada en un lugar atrapado en el tiempo? Listo. ¿Choque de culturas “exóticas” que parezca ahorrar un viaje a otro país y que apele a las taquillas crecientes de Bollywood y Francia? Listo. ¿Ataques con referencias constantes a los puntos típicos de India y Francia, partiendo de menciones al curry hasta llegar a un análisis eterno de La Marsellesa? Listo. ¿Una visión algo racista del pueblo hindú, que aparentemente puede hablar con los muertos o distinguir el alma en la comida? Listo. ¿Una anciana británica haciendo de un personaje también algo racista que hace todos los chistes de mal gusto que apelan a un público conservador, antes de ser ganada por las peculiaridades forzadas del guión? Listo. ¿Una historia de amor entre el joven protagonista y una chica local (Charlotte Le Bon, adorable), que rellena de gente bonita pero clicheada una obligatoria duración de dos horas? Listo. ¿Una narrativa donde, realmente, no hay desafíos a superar u obstáculos interesantes para el héroe en su camino a la cima? Listo. Todo se siente como un paso en una larga fórmula (o una receta, si vamos a entrar a la rutina adictiva de los juegos de palabras) para el éxito, aprovechada por los productores Steven Spielberg y, especialmente, Oprah Winfrey. Después de todo, es fácil imaginarse esto como un plan de ella (si no conocen quien es, imaginen una versión norteamericana de Susana Giménez con el poder de adquisición equivalente al PBI de un país centroamericano), entregado a su público inocente de madres, ancianos y demás audiencias que no pidan mucho. A ellos les puede parecer un plato delicioso, concepción motivada por las actuaciones decentes y la colorida fotografía. Pero cuando una película se siente como un plato rico que perdió el gusto tras tanta repetición, se comete un pecado. Si es de cocina o cine depende de ustedes.
Un fuego que no se puede encender. No es un buen día para Roberto Gómez. Su gran logro, un icónico eslogan para Coca-Cola, ocurrió hace décadas, y el presente lo encuentra como invisible entregador de curriculums. Es un mundo cruel el que recibe al desempleado, y más aún para este desesperado publicista (interpretado, con una maestría de la impotencia, por el comediante José Mota), que ante la joven digitalización se queda sin opciones para mantener a su familia. Así es como, un poco por memoria de los buenos tiempos y otro tanto por circunstancias de presión, él acaba en el lugar de Cartagena donde pasó su luna de miel, hoy transformado en un museo restaurado. Da la casualidad (una de muchas, por no decir demasiadas), que el lugar abre a la prensa justo cuando él llega. Y las cosas empeoran cuando, literalmente empujado adentro por la alta sociedad y los medios, Roberto termina vagando a una inestable zona de construcción, donde la idiotez lo lleva a quedar colgando de una estatua a pisos de altura y, finalmente, caer al suelo. Por suerte, él está en perfecto estado… excepto por su nuca, atravesada por la barra de hierro que se le quedó clavada y que lo tiene inmovilizado sin alternativas. 17803 Como su desafortunado protagonista, La Chispa de la Vida (2012) vive manejándose en circunstancias forzadas, bordes extremos y situaciones de caos. Al tratarse del penúltimo film de Álex de la Iglesia (que curiosamente se estrena en Argentina casi dos años después de su salida original, incluso tras Las Brujas), esto es de esperarse, aunque esta vez el director se mueve más al costado del melodrama social. Así es: el cineasta que antes nos trajo obras de lo bizarro como El Día de la Bestia, Acción Mutante y Crimen Ferpecto vuelve entrar de lleno a la crítica de la sociedad española, esta vez metiéndose con la última crisis de la madre patria. No es la primera vez que el bilbaíno toca la historia de su nación; incluso su film anterior, Balada Triste de Trompeta, usaba el franquismo de fondo para el choque trágico de payasos psicópatas. Es curioso el cambio político de De la Iglesia tras su presidencia de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, y como lo mueve hacia el activismo en las situaciones menos indicadas. Por desgracia, eso también va con esta producción, donde Álex pretende mezclar su mundo excesivo con un drama didáctico sobre moral, e incluso el escenario duele con sus gritos de obvio simbolismo: sin querer queriendo, Roberto acaba yaciendo inmóvil en una pose calcada a la de Jesús en la cruz, mientras queda atascado en el centro de un teatro romano. Es allí donde volverá el circo, pero en su forma mediática, con la invasión de una plaga de periodistas hambrientos de morbo, médicos distraídos, políticos atentos por esconder o capitalizar y conservadores tratando de cuidar la propiedad. Y, mientras tanto, quedará Luisa (Salma Hayek, reducida a protestas y llantos), la esposa de Roberto, que tratará de espantar a los aprovechadores mientras su marido busca usar sus 15 minutos de fama para conseguir dinero y salvar a sus seres queridos. Es un pandemonio total, pero la solemne forma en la cual De la Iglesia desarrolla esta interesante premisa no deja más que un viaje a mitad de camino, donde se dedica a plantear insultos para los poderes actuales al construir caricaturas, pero luego se retracta y toma sus intenciones de forma cuasi real. Así, tenemos a un desinteresado alto miembro de un canal televisivo que vive en un harem, o a un manager diabólico que sugiere asegurar una entrevista por mayor precio si queda claro que Roberto va a morir (su argumento es que a nadie recuerda eventos como el entierro de los mineros chilenos porque todos sobrevivieron). Pero no, según la chupada del humor de Álex, hay que tragar esto como si fuera en serio. Es en esta visión un tanto anticuada, donde la única decencia se encuentra en la familia, que él arrastra su concepto sin importar lo rápido que se despedaza. Cual camarógrafo en las escaleras del coliseo de la acción, Álex de la Iglesia corre ciegamente en La Chispa de la Vida, tan ofuscado por su mensaje que tropieza y cae de forma brutal.
Amar en los tiempos de Nicholas Sparks y YouPorn. “Sólo hay unas pocas cosas que realmente me importan en la vida. Mi cuerpo. Mi departamento. Mi auto. Mi familia. Mi iglesia. Mis amigos. Mis chicas. Mi porno”. En menos de cinco minutos, “Don” Jon Martello Jr. explica lo básico de su filosofía de vida, al mismo tiempo que Joseph Gordon-Levitt saca todas las expectativas de la comedia romántica que vende el marketing de Entre Sus Manos (Don Jon, 2013). No sorprende enterarse de que esta sea su ópera prima, si lo consideramos como el último paso en una impredecible carrera, que lo llevó del niño alien de la sitcom 3rd Rock From The Sun a una figura de la escena independiente de la mano de gente como Rian Johnson y Gregg Araki. Ahora que películas como 500 Días Con Ella, 50/50 y los tanques de Christopher Nolan lo catapultaron a gran promesa de carisma popular, el actor decide continuar con la veta abierta por su trabajo en la productora online HitRecord, por lo cual escribe y dirige un nuevo relato de expectativas y realidades de los romances en el siglo XXI. Como con tantos realizadores debutantes, es claro que Gordon-Levitt busca llamar la atención usando las armas de la adrenalina y el tabú, como se nota en la criatura que elige iluminar para esta historia. Verán, Jon es lo que se conoce como un “guido”. Orgulloso y grasoso a más no poder, el literal Don Juan se pavonea por la vida en su preservado y fugaz Corvelle, manteniendo tanto el estereotipo (uno de tantos parodiados con una rara suerte de cariño) del italoamericano macho, que uno podría confundirlo con un participante del reality trash Jersey Shore. don-jon-danza Sin embargo, hay un patrón en la vida de Jon, reflejado por el vivaz y repetidor estilo ‘casi-pero-no-totalmente-MTV’ del montaje empleado por Joseph. Uno de los mejores aciertos de la película es el trabajo con la sensación de rutina, impuesta como recurso estilístico y deslizada a enemiga a vencer por el protagonista. Del paso por el gimnasio y la confesión semanal en la iglesia hasta el tiempo pasado con su disfuncional familia, la existencia se le pasa de calculadas decepciones. Ni siquiera el sexo lo satisface tanto como quiere. ¿Por qué? Por la promesa de la computadora, que en su infinita oferta de fetiches lo vuelve una suerte de mal hablado catador de pornografía. “Por unos pocos minutos toda la mierda se desvanece”, explica (en una parte que testea el alcance de encanto de Gordon-Levitt para mantener la simpatía por este simpático pervertido), “y la única cosa en el mundo son esas tetas… ese culo… la mamada… el vaquero, el perrito, el acabe y eso es todo, yo no tengo que decir o hacer nada. Yo sólo me pierdo”. Es entonces el momento ideal para la llegada de dos mujeres que lo van orientando a la ruta de la realidad. Todo arranca con la aparición de Bárbara (Scarlett Johansson), una chica “diez” que usa su explosivo cuerpo para dominar al antes cazador Jon, quien verá que ella tiene su propia serie de fantasías de vida: las tan temidas comedias románticas. Pero en medio de su odisea por satisfacer las alucinaciones de caballero por su novia, Jon conocerá a Esther (Julianne Moore), una veterana que discutirá su modo de vida. De esa manera, Gordon-Levitt plantea su comedia sobre la frustración que causa el amor al reflejo de la pantalla, mostrando brevemente el efecto de las influencias que rodean al adicto al XXX, pasando de su baboso padre (un muy gracioso Tony Danza), a la reacción católica (en una de las mejores escenas de la película, Jon cuestiona el método del cálculo de Padres Nuestros y Ave Marías que debe rezar tras confesar sus instancias de sexo y masturbación), o la habitual venta publicitaria. Es en estas partes que el film vuela, aunque pronto uno se da cuenta que la historia se cree más inteligente de lo que es. Esto queda claro al considerar el arco de Johansson y Moore, estrellas que, a pesar de ser radiantes y divertidas, sufren de la falta de material. Girando alrededor del universo de Martello, las dos sirven una función específica, volviéndose instrumentos de caricatura o tragedia, respectivamente. Eso, sumado a varias escenas redundantes y un giro final a la convencionalidad, hace que la producción se resuma en sólo repetir un dicho: “ellas quieren romance, ellos quieren saltar a la cama”. Pero a pesar de esa artificialidad, Entre Sus Manos logra mantener el humor y la energía para encantar por una vez, y Joseph Gordon-Levitt prueba que aún hay formas de girar la fórmula de la típica historia del verdadero amor. Para una película que arranca con un tipo admitiendo que el sonido de inicio de su notebook le da una erección, aún es muy dulce.
En el medio de la nada. Allá por el anochecer del siglo XX, cuando Fabio Alberti se ponía un traje de mago barato, un bigote tan pronunciado como falso y un muñeco solemne en su brazo, el gusto no estaba en los chistes de su personaje. Para Beto Tony, uno de los tantos seres que transitaron en el carnaval bizarro del programa Todo Por Dos Pesos, lo que se suponía que era un chiste de mala muerte era sólo el inicio. Sorprendentemente, el típico silencio irrompible del fracaso público era el puente a la verdadera dimensión de esta creación, que con el postergado pero inevitable “¡Está bien!” revivía a aplausos masivos, pasando en un minuto del chiste a la realidad, para luego mutar a un reflejo torcido de nuestro mundo, tan seguro y serio en su visión como para causar la mayor gracia. Esa era sólo una muestra del poder de la anti-comedia, fuerza que pocos argentinos entendieron como Néstor Montalbano. Trabajando en memorables hits del humor vía televisión (Cha Cha Cha o el mencionado Todo Por Dos Pesos) y cine (Soy Tu Aventura, Pájaros Volando), el director logró explotar su tejido de las pequeñas costumbres que nos alejan y nos acercan de esa rara convención social. Por desgracia, la racha se corta con Por Un Puñado De Pelos (2014), un producto que no tiene idea de que decir ni como hacerlo en el contexto del ridículo. Como se puede notar por su título, Por Un Puñado… llama al clásico film de Sergio Leone, siendo la primera de muchas referencias a la Trilogía del Dólar. Por su parte, la mayoría pasa de forma simpática, como una sutil parodia al uso del primer plano en sus confrontaciones al estilo “Mexican standoff”, o el uso de temas (como el de Allonsanfàn) del maestro supremo del soundtrack, Ennio Morricone. Pero si hay algo que Montalbano resalta, en su misión por crear un western autóctono, es la lucha de todos contra todos que llega con el choque de tradición con modernismo. Para el realizador italiano, la Guerra Civil estadounidense y el avance del ferrocarril eran suficientes mechas para hacer explotar el Oeste. Y en el caso local, un pueblo de San Luis es el lugar a ser revolucionado… por la cabellera. size1_42484_0000890587 Eso es lo que busca Tuti (Nicolás Vázquez), joven bien de metrópolis con una actitud que grita llevarse el mundo por delante, pero que a la vez duda el doble con sus acciones. Su padre lo evita, las chicas lo ignoran y, por supuesto, el pelo se le despide. Es el momento justo para que este casi pelado escuche la historia de su portero Héctor (Daniel Ferreyra), al cual se le escapa el secreto de una cascada milagrosa bendecida por un santo, que concede fresco cabello. Sí, le suena alocado, pero no tan distante como la infinidad de opciones que ya probó para deshacerse de su condición. Sin muchas opciones, Tuti se manda al hogar de su amigo, donde descubre que la leyenda es realidad. Queda una pregunta. ¿Qué hacer ante esta revelación? Lucrar, por supuesto. Pero para hacer realidad sus sueños de crear un spa y resort, el aprovechado tendrá que lidiar con los orgullosos habitantes del lugar milagroso, mientras una fuerza divina se prepara para repartir retribución a los codiciosos. Así se establece el relato de Montalbano y el guionista Damián Dreizik (el mismo de Pájaros Volando), quienes arrancan relatando la devoción mitológica al mítico santo Chapí y presagiando una tragedia con elementos de ridículo, tema expresado con seguridad en la mejor escena del film, que recrea su historia con una animación 2D por computadora que imita las fallas de un show de marionetas. Pero cuando aparece el personaje de Tuti, todo se empieza a desviar al peor resultado. Vázquez, por decirlo de una manera sencilla, parece salido de otro universo ajeno a la película; más específicamente, la dimensión de una novela de Pol-ka. No es por insultar al actor, quien saca buenos resultados en su ámbito común, pero como el protagonista de esta producción, él expresa algo muy artificial con su estereotipo de perdedor. En otras palabras, no es tan orgánico en su miseria como, digamos, un Diego Capusotto o un Luis Luque, y por lo tanto su confrontación rutinaria con los personajes más humanizados no genera nada, ya sea a la hora del humor o del sentimentalismo. pibe De todas formas, la culpa no cae totalmente sobre él, ya que su forma de ser (expresada en tics al estilo de hablar como palermitano hinchado, no saber que no hay WiFi en el campo y pronunciar palabras cualquiera en inglés) es sólo uno de los muchos ejemplos de caracterizaciones chatas que hay en la película, el lado negativo a la falta de chiste. Entre esto y la extrema cantidad de actuaciones especiales sin impacto (incluyendo al futbolista colombiano “Pibe” Valderrama, y al músico uruguayo Rubén Rada), casi no hay humor verdadero, y la promesa de bizarrez queda casi totalmente ignorada. Es así que, cuando llega el innecesariamente aleccionador final, uno no puede evitar estar plagado de preguntas: ¿Cuál era el punto de todo? ¿Cuál es el chiste en ver al Mini de Duro de Domar actuando una escena como abogado? ¿Y cómo puede ser que una película con un falso Luis Miguel en plan de hombre lobo pueda ser tan olvidable? La vida está llena de interrogantes impredecibles, pero ciertas respuestas, como Por Un Puñado De Pelos, son tan pequeñas que parecen nunca haber existido.
Humano, después de todo. Considerando la avalancha de negatividad dirigida en su dirección, tiene sentido que el director José Padilha ni siquiera espere al león de MGM para tratar de dejar su marca. Sí, el felino abre la boca, pero lo que se escucha no es el icónico rugido del estudio, sino que se trata de las gárgaras de Pat Novak (Samuel L. Jackson), quien se prepara para soltar su infierno demagógico. Su programa, The Novak Element (imaginen una versión futurística del barullo que sale en Fox News), va a abrir y cerrar esta historia ya conocida: RoboCop (2014). Pasaron 27 años, pero la historia es parecida. En su clásico ochentoso, el neerlandés Paul Verhoeven usó su debut en las grandes ligas de Hollywood para transformar lo que parecía otra premisa de estilo sobre sustancia en una sátira de la violenta privatización mundial patentada por Ronald Reagan, usando el baño de sangre y fuego como remate a un perverso y brillante chiste. Hoy, tras el olvido generado por la inmensa cantidad de merchandising en contra de su mensaje básico, es el turno de otro extranjero para tomar la batuta con el relato del cyborg. No es difícil entender por qué eligieron al brasileño Padilha: sus filmografía, sea el documental Bus 174 o los dos thrillers de acción de Tropa de Élite, pintaba en sus favelas disparadoras de corrupción el tipo de imagen, quizás el discutible estereotipo latinoamericano, que buscaban los productores estadounidenses para su mirada de la (aún más) decaída Detroit del futuro. robocop3 Sin embargo, el impulso de la elección es detenido por la más básica contradicción de la meca estelar. La sensación se nota desde el punto de partida del film, que inicia con un prometedor reporte de The Novak Element explicando el mundo de Padilha y el guionista Joshua Zetumer. De Teherán a Buenos Aires, casi todo el mundo está asegurado por los drones de la empresa robótica OmniCorp. Y por “asegurado”, uno quiere decir que es una pesadilla distópica de control total, donde los otrora no comerciales ED-209 marchan por las calles para inspeccionar y atacar a toda la población. Mientras Jackson (de nuevo, levantando lo más posible sus decibeles y pupilas) canta sus alabanzas al sponsor con las imágenes de su ataque a terroristas, un chico que por alguna razón decide llevar un cuchillo frente a las bestias de metal es acribillado. El polvo y las cámaras esconden la masacre, pero lo que aparenta ser un fuerte mensaje de manipulación mediática y la inhumanidad del daño colateral en realidad termina pareciendo un cobarde recurso fácil para parecer profundo y no arriesgar la audiencia juvenil. En su manía por esconder, la seguridad sacó el elemento fundamental del film de Verhoeven: la crítica. “Estados Unidos es una potencia aplastadora” no es una primicia, ni aunque lo repitas desde un pedestal. robocop-samuel-l-jackson Pero al menos eso concuerda con uno de los temas centrales del film, como vemos cuando OmniCorp trata de resolver su mayor predicamento. Verán, en este futuro indeterminado, Estados Unidos es la única nación del mundo que no tiene máquinas patrullando las ciudades, debido a la inseguridad del público con la idea de un robot sin sentimientos a cargo de la justicia. Entre el brainstorming del CEO Raymond Sellards (Michael Keaton, mezclando a Bill Gates con su Bruce Wayne) para apelar al lobby, sale la idea de meter a un hombre en la máquina. Y ahí es donde entra en escena Alex Murphy (Joel Kinnaman), un policía honesto que persigue un caso de corrupción, quedando víctima de un feroz atentado. Incinerado totalmente y sin alternativa, el padre de familia es el candidato perfecto para los planes de la compañía. Centrando la mayor parte del film en la historia de la construcción del híbrido, el film se tira al costado humanista y decide preguntar en que punto inicia el hombre y acaba la máquina. En las escenas donde Murphy se tiene que enfrentar a su nueva naturaleza (sea ver sus pocos restos vitales en toda su luz, o dejar que su familia no lo reconozca fuera de la piel), Kinnaman muestra su valor, dando un verdadero rostro a su dilema y justificando el giro al respecto de la anterior producción: en el ‘87, el organismo se dirigía a lo humano, en 2014, se arriesga al virtualismo. De todas maneras, aunque el actor sueco exprime más su rol que Peter Weller (quien, enfrentemoslo, era más bien indicado para la monotoneidad de RoboCop) y consigue buenas interacciones con su éticamente confundido doctor (interpretado por el gran Gary Oldman), el núcleo del film se queda corto. Miremos lo que pasa con la otra supuesta subtrama personal, que es la de su esposa (una desperdiciada Abbie Cornish), cuyo arco se limita a llorar, arrastrar a su hijo (otra estatua de consternación) y ser un objeto de afecto en lugar de un sujeto con vida. 2014-Robocop-still-4 Esa falta de compromiso es algo que se traslada a los temas generales del film, que se martillan una y otra vez pero no se arriesgan a ningún costado fuera de lo obvio; una lástima, porque por cada escena ingeniosa, como las discusiones en las oficinas de OmniCorp sobre como cambiar la opinión pública o los dilemas de Murphy con su rol como monstruo de Frankenstein patentado, hay otros dos pasajes que amenazan con tirar todo atrás, sean referencias al film original (¿cuándo aprenderán que eso casi siempre es una firma involuntaria a la sentencia de muerte para los que reconozcan los guiños?), cansados clichés policíacos (el film no está tan interesado con el “Cop” en RoboCop) o su giro del tercer acto, donde todos los mensajes y personajes se van a la borda para rellenar el desenlace con los obligatorios tiroteos y explosiones que no abundaron antes. Lo curioso (aparte de como, excepto por un inventivo tiroteo en la oscuridad, la escasa acción no sorprende demasiado) es que la película no requiere tanto de ese último elemento. Claro, es la premisa, pero uno puede ver a Padilha queriendo alejarse e irse al costado ideológico, biológico, así como se puede ver al estudio arrastrándolo al seguro terreno del conformismo referencial y comercial (ni siquiera el look del Detroit normal del mañana llama mucho la atención, aparte de un par de botones). Así y todo, el RoboCop 2.0 queda en un punto medio, que a esta altura puede parecer un logro si uno lo compara con las recientes reversiones fallidas (ejem, El Vengador del Futuro), pero que a la vez lo destina al seguro olvido. robocopBanner Varias veces, un personaje se refiere al reconfigurado Murphy como un “Hombre de Hojalata”, e incluso le pasa un tema de la banda sonora de El Mago de Oz. Uno podría describir así al film, del cual pensamos que pasaría “si tan sólo tuviera un corazón…” y algo de sangre en sus venas.
Molinos de viento. En un subgénero tan cerrado, conocido y probado como el de la road movie, existen pocos que sepan expandirse como Alexander Payne. Tras satirizar las polémicas del aborto y las campañas políticas durante los años noventa en Citizen Ruth y La Elección, respectivamente, la llamada al camino de las rutas lo llevó a ejercitar la velocidad de su fluidez entre comedia y drama, creando, con obras como Las Confesiones del Señor Schmidt, Entre Copas y Los Descendientes, su imagen de intimista a la pequeña vida estadounidense. Ahora, con su nuevo film nominado a seis Oscars (Película, Director, Actor Principal, Actor Principal, Actriz Secundaria, Guión Original y Cinematografía), Nebraska (2013), él vuelve a su hogar natal, echando una mirada agridulce a una tierra olvidada. Woody Grant (Bruce Dern) ganó un millón de dólares. O eso cree. Aunque toda su familia en Billings le dice que no, que es una simple estafa para que él compre revistas, el anciano se cuelga a la esperanza del sobre que cayó en sus manos, y sale caminando en el viaje de 1.366 kilómetros a Lincoln, Nebraska para reclamar su premio. No es difícil entender su situación; con los huesos desgastados y la demencia ingresando a su vida, el temor a la fatalidad le llega rápido, como la cadena de hechos que lo devuelve para encontrarse con su hijo menor, David (el ex-SNL Will Forte, en una cuidada performance callada), quien tampoco pasa por un buen momento. Dejado por su novia y estancado en la confusión de la mediana edad, el cuarentón mira a su desgastado padre con una mezcla de pena y rencor por una relación arruinada por el alcohol y el mal temperamento. Buscando pasar tiempo, la fantasía de su progenitor le da la excusa perfecta para acompañarlo, y se ofrece a llevarlo a su invisible fortuna. Nebraska (1) Tras esa introducción, Payne (en su primera película no escrita por él o por su colaborador Jim Taylor, sino por el guionista Bob Nelson) agita la mezcla habitual cuando una serie de maltrechos fuerza a los familiares a detener la travesía y descansar en Hawthorne, el pueblo donde Woody creció. Al ver la locación, una comunidad rural de quizás treinta manzanas que parece morir lentamente tras quedar encerrada en el ayer, se revela la verdadera razón por la cual la producción fue filmada en ese monumental blanco y negro. Claro que ese callado lugar queda revolucionado con las falsas noticias de la suerte de Woody, quien en instantes se vuelve sujeto de admiración, felicitaciones, y la usual llegada de los buitres, en un fin de semana por el cual David descubrirá la verdad sobre (quien está dejando de ser) su padre. Repitiendo temas habituales de su filmografía (familia, la naturaleza del tiempo, la tentación del dinero), Alexander aprovecha la historia para dar el retrato definitivo de la tierra de su niñez, vapuleada por una sociedad que la ignoró. Aunque su visión podría haberse ido fácilmente a la crítica como en ese pequeño infierno texano que Peter Bogdanovich plasmó tan bien en La Última Película, el director de 53 años logra darle algo de calidez al decaimiento y la desesperación, generando humanidad incluso en basuras de carne y hueso como Ed Pegram (Stacy Keach, eterno actor secundario que ahora ilumina), un aprovechado conocido de Woody que detiene sus maquinaciones para sacar dinero para cantar algo de Elvis Presley en el karaoke. Nebraska (2) Pero sin dudas, el centro del apasionado pedido de Payne queda en la forma de Dern, otro perpetuo actor de fondo que ahora tiene su chance de brillar, y que la aprovecha en cada forma posible (no por nada se llevó el premio a Mejor Actor en Cannes). Hecho una sombra de sí mismo, atrapado por los engaños y la cerveza, bailando en cada segundo entre la coherencia y el olvido, y sabiendo que no tiene mucho por delante, su Woody Grant es un Don Quijote de nuestros tiempos, tan patético como cercano, pero con una dedicación admirable. La prueba definitiva de su mortal golpe a nuestros sentidos es cuando su historia lo arrastra a los pocos dolores de su vida que recuerda, como prueba una visita a un cementerio con su hijo y su esposa, Kate (June Squibb, la bomba humorística del film, en una excelente entrega de comentarios mordaces y corazón). Al mismo tiempo que ella lanza la historia de aquellos que ya no están en este mundo y aprovecha para presumir sus dotes de la juventud (en más formas de lo imaginado), Woody se hace un fantasma, y muestra sin palabras toda la pena que un hombre puede contener. Este momento, otra evidencia del balance demencial de drama y risas por Payne, hace que uno estire el alcance de sus ojos a más no poder, porque uno quiere ver cada segundo de esa gente, tan palpable en su pequeña existencia. Esta es vida, que como ese pueblo armonizado en la nostalgia de Mark Orton, sólo se disfruta por ese instante caprichoso nuestro.
El segundo round de la megalomanía griega. “Todo en el mundo es sobre el sexo, menos el sexo. El sexo es sobre poder”. Por supuesto, cuando Oscar Wilde pronunció esas palabras, él jamás podría haber imaginado una interpretación tan literal como la otorgada en 300: El Nacimiento de un Imperio (300: Rise of an Empire, 2014), donde una reunión entre rivales se transforma en una batalla erótica de puños y espadas, todo para ver quien se impone arriba en la cama que se vuelve una demolida sala de guerra. La madera vuela, los mapas caen destrozados, y los cuerpos se arrojan entre sí sin la menor indicación de duda. En su arrojo desvergonzado, esta escena resume la actitud de una secuela que, en el salto habitual hacia lo más épico, gana un sentido común en medio de la ridiculez. Algo de eso se puede atribuir a los siete años que pasaron desde que la batalla de las Termópilas llegó a las pantallas globales. Armado con la hoja de calcar pegada a la novela gráfica de Frank Miller, un par de trucos de velocidad en el montaje y sus divas, las pantallas verdes y azules, Zack Snyder tomó por sorpresa al mundo en 2007 con su péplum en esteroides, dando a creer a la gente la llegada del nuevo visionario de Hollywood (algo que su filmografía hasta hoy no para de negar). Vista ahora, la película esconde aún menos sus grandes grietas, donde la presentación solemne de su orgía sangrienta camufló la falta de sustancia con una estructura de videojuego y una avalancha de efectos especiales, dejando expuesta la estupidez de los escasos segmentos políticos y filosóficos, fragmentos semi-fascistas que capturan la torcida mente de Miller (no olvidemos, un hombre que durante años planeó un comic con Batman cazando a Osama Bin Laden). Pero claro, eso no impidió que, en su momento, la producción cementara el lugar del autor de historietas para adultos, y que, como es habitual en el mercado estadounidense, que reviviera los derivados de fornidos batallando. Hoy, con una oferta que va desde series como Spartacus hasta películas al estilo de Inmortales, la remake de Furia de Titanes, Pompeii y los dos films de Hércules que salen este año, el género está al borde del cansancio, por lo cual el regreso de los griegos y los persas toma la ruta habitual de elevar la escala, ignorando el hecho de que la producción original ya era casi una parodia. Por eso, el director de comerciales Noam Murro (quien, hasta ahora, tenía como único crédito cinematográfico la comedia dramática indie Smart People) toma la batuta del co-escritor y productor Snyder, en un relato que toma lugar antes, durante y después de la trágica lucha entre los 300 espartanos y el ejército de Xerxes (Rodrigo Santoro). Eva Green i 300- Rise of an Empire Basado en una novela gráfica no publicada de Miller, el film arranca diez años antes del conflicto original, con el general Themistocles (el australiano Sullivan Stapleton), liderando a sus hombres contra los barcos persas. En el calor de la batalla, muere el monarca enemigo, pero eso sólo causa el nacimiento de un rey dios. Una década después, Xerxes comanda su pueblo en una invasión de Grecia, donde Themistocles defiende las costas contra los ataques de la monumental fuerza oriental. Y, en una perspectiva bastante similar a la del dicho de Wilde, todo se levanta a un nivel pornográfico: discursos eternos sobre honor y gloria, sangre que se dispara como cerveza derramada, peleas en el medio del agua con choques de embarcaciones y caballos en llamas, y un apriete sin fin de pechos tan erectos como el Partenón. Por la mayor parte del film, Murro usa con efectividad la bolsa de trucos para la acción de Snyder, incluyendo el infame apuro en velocidad tras varios segundos de velocidad. Si toda la producción transcurriera sin la técnica, quizás se perdería un tercio de metraje. Pero atrás de toda la locura, el guión sigue escondido, encadenado para remar según las intenciones de los responsables. Por un lado, la trama, que durante un 80% del tiempo ocurre paralelamente al último combate de Leónidas y sus compañeros de gimnasio (lo cual parece más que nada una excusa para no sacar con dolor la chequera por una aparición de Gerard Butler), es casi totalmente innecesaria, con una presentación de sobras argumentales y cameos de los personajes de 2007 en el plato principal. Es un film de fondo, donde la mayoría de los personajes tienen tan poca profundidad que incluso el 3D (el cual no vale el cargo extra, a menos que alguien sea fan de ver un poco de lanzas, barro y hemoglobina algo más cerca) se siente con más dimensionalidad. Uno puede leer las etiquetas: está el déspota, el guerrero líder (Stapleton, tan remarcable en el thriller Animal Kingdom, es reducido a llenar la cuota de gritos inspiradores por batalla), el joven que quiere luchar para impresionar al padre, el padre que desaprueba a su hijo hasta que se vuelve orgulloso al verlo pelear dos días antes de retirarse, etc. Es todo tan previsible, que el film casi colapsa de tanta repetición. 300-Rise-of-an-Empire0 Gracias a todos los cielos por Eva Green, entonces. Como la manipuladora comandante enemiga Artemisia, la actriz francesa (Los Soñadores, Casino Royale) se carga el film a sus espaldas y no lo suelta más, entregando una performance lunáticamente sensual. Ella está dispuesta a todo; sea arrojándose en la escena de sexo mencionada al principio, o cortando, todo con una sonrisa diabólica, un tic que hace parecer que sus ojos van a saltar en cualquier momento, y una serie de trajes ostentosos que solo podrían ser descriptos como el guardarropas de una dragona dominatrix. Sólo alguien con un comprendimiento del tono de la (digital) pantalla que están devorando puede pronunciar frases como “Peleás más fuerte que cogés” y salir ilesa actoralmente. Ella resume el espíritu de 300: El Nacimiento de un Imperio, una continuación exagerada a un film que ya era exagerado. ¿Es superior? No. ¿Es entretenida? Seamos honestos: claro. De todas formas, quien lea esto ya sabe si quiere o no verla, y la decisión entre si se ve atractivo o estúpido vence la persuasión de cualquier frase de este texto. Citando a AC/DC (quizás el equivalente musical a la parafernalia visual de estos sucesos, aunque Black Sabbath suena durante los créditos finales), “si querés sangre, la tienes”. Si buscás algo más, estás en problemas.