Lo primero que vemos en Bañeros 5 es el vetusto logo de Argentina Sono Film. No es un detalle menor: ese logo, tan feo como es, tan berreta y con esa música saturada hasta lo insoportable, sin siquiera un ápice de encanto vintage, hace pensar que lo que vamos a ver a continuación es una película de hace 30 años. Y el hecho es que, como bien sabemos los que vimos las producciones más recientes de Argentina Sono Film, y como se puede intuir desde el mero acto de ver el espantoso afiche de Bañeros 5 -que es idéntico a todos los afiches de comedias de Argentina Sono Film de los últimos años-, lo que viene después atrasa esa misma cantidad de años. A esta altura, año 2018, en plena lucha feminista, entre otras cosas, resulta increíble que este cine horrible no haya avanzado en nada, que no se haya aggiornado aunque sea un poco. Pero aquí estamos, con otra “comedia veraniega” para las vacaciones de invierno con actores gastados, otros nuevos que solo aportan razones para que uno se irrite un poco más (lo de Pichu Straneo es todo un desafío a la paciencia) y una cantidad interminable de culos mal fotografiados.
Bañeros 5 es mala de la peor de las maneras posibles: no sorprende ni en su capacidad para hacer las cosas mal; no tiene siquiera el “mérito” de ser la peor película de Rodolfo Ledo (ese honor se lo sigue llevando su opera prima, Papá se volvió loco, una de las películas más nefastas que se hayan hecho jamás) y no varía demasiado de lo que ya vimos en las dos entregas anteriores de la “saga”. Y en lo que sí varía respecto a Bañeros 4 es en la ausencia de Karina Jelinek, cuya actuación en plan surrealista hacía que todo fuera un poquito menos execrable. El resto consiste en 86 interminables minutos de gags resueltos con un nivel de pereza que no genera otra cosa que fastidio.
Porque lo que más molesta en las películas de Ledo es cómo en todo momento queda en evidencia el absoluto desinterés por lograr algo mínimamente potable. Hay más de un momento de Bañeros 5 donde todo parece a punto de descontrolarse hasta lo anárquico; incluso hay un par de chistes que en el recuerdo son mucho mejores de lo que eran en pantalla. Pero la desidia es tal que todo queda en la nada: Ledo no da la posibilidad de que la película respire, no da libertad a sus actores para que les salga algo gracioso aunque sea de casualidad. Las películas de la “Brigada Z” que hacía Carlos Galettini en los 80 eran decididamente malas, pero cada tanto había algún momento, generalmente improvisado por sus actores, de comedia genuina. Incluso, en la última media hora de Los pilotos más locos del mundo, de 1988, se les ocurrió robar a mansalva de ¿Y dónde está el piloto? del trío Zucker-Abrahams-Zucker y ocurrió el milagro: toda esa secuencia marca uno de los momentos más desquiciadamente inspirados de la historia de la comedia-argentina-industrial-berreta. A Ledo y sus secuaces nunca podría pasarles eso, porque no les importa.