En las montañas de la locura Muere, monstruo, muere, segunda película en solitario de Alejandro Fadel luego de la extraordinaria Los salvajes, es un film generoso en un sentido similar al de Zama de Lucrecia Martel: es tantas películas como visionados de ella uno lleve a cabo; cada vez que uno revé Muere, monstruo, muere (y Zama), se encuentra con una película distinta, con emociones diferentes, con enfoques a veces opuestos a los del visionado anterior que ponen todo en crisis y nos impiden dejar de pensar en ella. Ojo, no confundamos esto con aquel cine que da lugar a todo tipo de “teorías” respecto a su argumento: si bien Fadel abre montones de caminos posibles con un dispositivo narrativo que a simple vista pareciera ser de lo más intrincado, y que sin duda resulta fascinante, no deja de ser un juego que se termina cuando termina la película. No; cuando digo que es difícil dejar de pensar en Muere, monstruo, muere cuando uno termina de verla, y más aún si uno ya la había visto antes, me refiero a una cuestión más sensorial; al hecho de que se trata de la mejor película de terror posible: una que juega con nuestros sentidos, con nuestra cordura. Muere, monstruo, muere es una película perturbadora porque tanto sus imágenes como sus ideas nos siguen acompañando mucho después de que la película haya terminado, en forma de pesadillas pero también (y esto lo hace más terrorífico) de pensamientos. En eso (y en varias cosas más, también) está muy cerca de Lovecraft, pero además de ponernos como espectadores, Fadel -como el Sutter Cane de En la boca del miedo de John Carpenter, el mejor Lovecraft de la historia del cine sin estar basado en Lovecraft y todas esas cosas que leímos mil veces- también nos convierte en partícipes de ese horror. Es difícil no quedarse pensando una y otra vez en ese monólogo del jefe de policía (Jorge Prado) sobre las fobias, o en esas peroratas extrañísimas, literarias y rayanas en la locura más atroz que David (Esteban Bigliardi) expone, a veces frente a la policía, otras frente a una psiquiatra (Romina Iniesta). Y Fadel como realizador complementa esto último con aquella escena enormemente bella y aterradora en la que Cruz (Víctor López) escucha las grabaciones de los encuentros entre David y la psiquiatra mientras cruza un túnel y todo (distancias, sonidos, oscuridad y luz) comienza a confundirse y perder sentido, en un momento que, ya que estamos, corre en paralelo con la escena en que John Trent cruza otro túnel para llegar al pueblo ficticio de Hobb’s End en la película de Carpenter que mencionamos más arriba. Pero no podemos decir exactamente que estamos frente a una mera cita (si es que se trata de una cita), porque Fadel le da a todo una autonomía y una personalidad que hacen que ese todo se vuelva propio. Muere, monstruo, muere se emparienta con Zama también en el hecho de que ambas deben ser las películas locales más visualmente bellas de, por lo menos, esta década. Claro que esto no es porque “los paisajes son lindos” (si bien, no podemos negarlo, los paisajes son lindos), sino porque la película está repleta de grandes ideas visuales y de encuadres precisos: el plano cenital de los personajes andando a caballo por las montañas nevadas (sí, Corbucci y también Tarantino, pero de nuevo: Fadel), aquel plano espejado de Francisca (Tania Casciani) al lado del agua, esas motos misteriosas que aparecen en varios momentos. Y claro, también está el monstruo del título, un animatronic hermoso, grandote, rechoncho, de andar torpe, sexuado y hermafrodita que la película fotografía con la generosidad que semejante bicho merece.
Hace unos años ya había surgido la idea de hacer una remake del clásico de Dario Argento. De hecho, quien tenía los derechos era el mismo Luca Guadagnino, pero su idea no era dirigir sino producir. El director iba a ser David Gordon Green, y se habló tanto de Natalie Portman como de Isabelle Fuhrman, la extraordinaria estrella de La huérfana de Jaume Collet-Serra, para el protagónico. Como muchos proyectos que a uno lo entusiasman, finalmente quedó en la nada. Pero extrañamente, el mismo año en que la remake de Suspiria se concretó finalmente con Guadagnino en la dirección, Green, un director que, al igual que Guadagnino, no viene del terror, se acercó a otro clásico del género con su secuela directa de Halloween. Esa película fue, por lo menos para algunos de nosotros, una carta de amor al género en general y a Carpenter en particular; una película que sabía dialogar con su film de origen de forma inteligente y sin recargar las tintas en ningún momento, siempre a fuerza de una narración sólida y varias grandes ideas visuales. Guadagnino se dice fanático de la Suspiria de Argento, pero poco y nada de lo que vemos en pantalla da cuenta de eso. Como punto de partida, esto podría haber sido interesante: la idea de una remake que bien podría irritar a los fans del original es algo que resultó muy bien en, por ejemplo, el cover de “Comfortably Numb” de Pink Floyd a cargo de Scissor Sisters, de ritmo irresistiblemente bailable y con falsetes a la Bee Gees; una falta de respeto total y absoluta a una banda que se las da de “elevada” y cuyos fans tienden a actuar en consecuencia. Pero el caso de Guadagnino con Suspiria es más bien el opuesto: el director pareciera desdeñar ese desparpajo, ese espíritu juguetón, ese carácter urgente que tiene la película de Argento y, por qué no, el terror en general. Últimamente ha habido varios casos de películas que se creen más que el género al que pertenecen, como Drive de Nicolas Winding Refn, La bruja de Rupert Eggers y Viene de noche de Trey Edward Shults (muchos también ubican en este grupo a El legado del diablo de Ari Aster, aunque para quien esto escribe es una película que parte de lo terrenal y lo cercano y reconocible para terminar abrazando el género como pocas otras películas en los últimos años), pero tal vez Suspiria sea el exponente más acabado de esta vertiente. Guadagnino nos entrega aquí una de esas supuestas “películas-experiencia” que hacen agua por todos lados, una paparruchada sin ton ni son que, escena tras escena, se encarga de remarcarnos una profundidad que en realidad no existe. Guadagnino se hace el fino en secuencias que parecen un amalgama del infierno entre la televisación de un desfile de moda y el registro de una clase de expresión corporal, subestima al espectador haciendo que los personajes expliciten información que ni siquiera es demasiado relevante, repite una misma idea de montaje hasta el infinito, utiliza de forma paupérrima la música que Thom Yorke escribió para la ocasión (el clímax grandguiñolesco de la película, musicalizado con el pianito y la voz sensibles de Yorke, es un momento de incompetencia que sorprende en alguien que tan bien había utilizado las canciones en Llámame por tu nombre) y, para colmo de males, lleva todo al pavoroso terreno de la alegoría, lo cual da lugar a los momentos más imbéciles de la película. En uno de sus tantos actos de arrogancia y grandilocuencia, Guadagnino y su guionista David Kajganich decidieron que el subtítulo de Suspiria fuera “Seis actos y un epílogo en una Berlín dividida”. Y este subtítulo termina pesando más que el título en sí: la película se pierde en su contexto (la Berlín convulsionada de fines de los 70, pero también las secuelas del Holocausto y otros Temas Importantes) sin entender que el mejor terror puede hablar de muchos de estos temas sin subrayarlos de esta manera y sin convertir a la película en cuestión en algo parecido a esos bodrios que nominan al Oscar a Mejor Película en Lengua Extranjera y de los que uno termina olvidándose a los dos meses.
¿Quién mató a los Puppets? es una película tan anacrónica, tan completamente ajena al cine actual, que es entendible que desconcierte a más de uno. De hecho, en este mismo instante, la crítica estadounidense la está destruyendo, lo cual no es de extrañar si tenemos en cuenta que entre los promedios más bajos de un sitio como metacritic se encuentran grandes comedias como Billy Madison, Freddie cayó en la cuenta (o Freddie Got Fingered, la única película que Tom Green dirigió y una obra maestra descomunal) y El triunfo de los nerds (o A Night at the Roxbury). Pero, como decíamos, ¿Quién mató a los Puppets?, ya desde su punto de partida, recuerda a noventadas como Dino Cop (Theodore Rex, buddy movie con Whoopi Goldberg y un dinosaurio), Gnomo Cop (A Gnome Named Gnorm, del gran Stan Winston) e incluso las buddy movies entre humanos y perros de fines de los ’80 y comienzos de los ‘90 (léase, Socios y sabuesos, K-nino y, ohpordiós, Top Dog, con Chuck Norris). Y más allá de eso, hay algo en el tono de la película, en su humor festivamente guarango, que recuerda a otras épocas. Al contrario de algunas comedias de los últimos años en las que la subtrama policial bajaba el nivel general de la película por lo perezoso del asunto (hola, Noche de juegos), Brian Henson -hijo de ya saben quién y director de grandes obras como Una Navidad con los Muppets y Battleground, este último un episodio de la miniserie Nightmares and Dreamscapes, basada en cuentos de Stephen King, sobre una batalla campal entre William Hurt y unos juguetes- conoce los géneros a la perfección y sabe muy bien cómo integrarlos. La película arranca como un film noir y tiene en su protagonista, el títere Phil Phillips (la película imagina una ciudad de Los Ángeles donde los “puppets” conviven con los humanos pero son considerados ciudadanos de segunda), un gran émulo de Philip Marlowe; un ex policía devenido detective privado que se la pasa fumando -la película nos regala varios planos bellos repletos de humo- e incluso se encarga de la narración en off. Luego llegamos al momento en que Phil debe volver a unirse con la detective Connie Edwards (Melissa McCarthy), su ex compañera en la fuerza, para investigar los asesinatos del elenco de una vieja sitcom llamada The Happytime Gang, la primera en reunir títeres con humanos, y es aquí donde la película deviene en buddy movie. Lo magistral de ¿Quién mató a los Puppets? es que funciona como un gran noir y como una gran buddy movie; Henson les da a estos dos géneros, que en cualquier otra película de estas características estarían presentes como mera cita, el mismo peso que a la comedia. Y como comedia, ¿Quién mató a los Puppets? es antológica. Ya de por sí las escenas del local porno y del garche entre Phil y una clienta, que deriva en un lechazo épico por parte de nuestro héroe, deberían pasar a la historia. En especial esta última, ya que tiene que competir con aquella enorme sex-scene marionetil en Team America: World Police de Trey Parker y Matt Stone y sale más que airosa. Pero toda la película goza del mejor timing posible, y no solo desde lo visual sino también por el lado de los diálogos, repletos de improperios hermosos cortesía del guionista Todd Berger. Pero tal vez lo más meritorio de ¿Quién mató a los Puppets? sea el hecho de que Henson haya logrado una película así de salvaje a partir de una narración concisa pero no apresurada, a puro clasicismo.
En busca del muñeco perdido, que se vio por primera vez en la edición 2016 del Festival de Mar del Plata y ahora se estrena de manera casi fantasma en el Gaumont y alguna que otra sala del interior, es el debut cinematográfico de dos grupos cómicos platenses que se iniciaron en sendas series web: Jueves de Trapos, responsables de la serie de sketches cómicos llamada, bueno, Jueves de trapos, y Tangram Producciones, quienes irrumpieron hace ya siete años con Un año sin televisión. La película está escrita, producida, dirigida y protagonizada por miembros de ambos grupos, y fue financiada por medio de crowdfunding e inversores privados. Lo primero que llama la atención es lo bien que estos muchachos logran sobrellevar lo limitado del presupuesto: En busca del muñeco perdido juega todo el tiempo a ser una película de aventuras tradicional, pero todo está muy cuidado desde lo visual y, cuando se llega a momentos que requieren un nivel de producción con el que claramente no cuentan, igualmente se las arreglan, ya sea mediante trucos o mediante el humor, para que nada desentone; para que todo sea orgánico. Y la verdad es que lograr armonía en algo como En busca del muñeco perdido no es tarea fácil: la película es decididamente maximalista en su propuesta de amalgamar capas sobre capas sobre capas de referencias, y su nivel de ambición es tal que habría sido muy fácil que la película fallara. Afortunadamente, y a pesar de que técnicamente se trata de una opera prima, los realizadores tienen las herramientas y la experiencia suficientes como para salir airosos de semejante empresa, y el cambio de medio (de Internet y el formato breve al largometraje) se da de forma natural. La historia se centra en la tradición platense de quemar muñecos gigantes en año nuevo (y, de hecho, la película inventa una backstory muy graciosa donde se establece que se trata de una práctica milenaria que además contiene una amenaza de maldición si dicha tradición no se lleva a cabo), y tiene como protagonistas a un grupo de amigos de la infancia cuyo muñeco-ofrenda desaparece. La película narra esa búsqueda y hará que nuestros héroes se encuentren con (y se enfrenten a) otras pandillas de la ciudad, una más improbable que la otra. Todo esto está narrado a razón de veinte chistes por minuto -muchos de ellos de una muy bienvenida incorrección política-, ejecutados en su enorme mayoría con buen timing y con la ayuda de un elenco compuesto íntegramente por grandes actores-comediantes, y hay montones y montones de referencias a buena parte del cine de aventuras de los últimos 40 años. La película es autoconsciente al punto de pasársela haciendo comentarios de sí misma como película: tenemos momentos como aquel en que, para que les entendamos a una pandilla de chinos (liderados por el extraordinario Chang Sung King, que es coreano pero eso es parte del chiste), de repente aparece el menú del VLC Media Player y se cambia el idioma del audio; u otro en el que uno de los personajes pide que le acerquen el guion para repetir los diálogos; y también un momento en el que se felicita a los protagonistas por haber llegado al tercer acto de la película. Y no, acá no hay canchereada autocelebratoria a la Deadpool; la película está muy lejos de eso. Todo está al servicio de la comedia, y todo es una gran celebración del género (y de los géneros). Y en un país donde la comedia y el cine de género nos dan una cantidad ínfima -casi nula- de productos decentes al año, una película como En busca del muñeco perdido es más que necesaria.
Lo primero que vemos en Bañeros 5 es el vetusto logo de Argentina Sono Film. No es un detalle menor: ese logo, tan feo como es, tan berreta y con esa música saturada hasta lo insoportable, sin siquiera un ápice de encanto vintage, hace pensar que lo que vamos a ver a continuación es una película de hace 30 años. Y el hecho es que, como bien sabemos los que vimos las producciones más recientes de Argentina Sono Film, y como se puede intuir desde el mero acto de ver el espantoso afiche de Bañeros 5 -que es idéntico a todos los afiches de comedias de Argentina Sono Film de los últimos años-, lo que viene después atrasa esa misma cantidad de años. A esta altura, año 2018, en plena lucha feminista, entre otras cosas, resulta increíble que este cine horrible no haya avanzado en nada, que no se haya aggiornado aunque sea un poco. Pero aquí estamos, con otra “comedia veraniega” para las vacaciones de invierno con actores gastados, otros nuevos que solo aportan razones para que uno se irrite un poco más (lo de Pichu Straneo es todo un desafío a la paciencia) y una cantidad interminable de culos mal fotografiados. Bañeros 5 es mala de la peor de las maneras posibles: no sorprende ni en su capacidad para hacer las cosas mal; no tiene siquiera el “mérito” de ser la peor película de Rodolfo Ledo (ese honor se lo sigue llevando su opera prima, Papá se volvió loco, una de las películas más nefastas que se hayan hecho jamás) y no varía demasiado de lo que ya vimos en las dos entregas anteriores de la “saga”. Y en lo que sí varía respecto a Bañeros 4 es en la ausencia de Karina Jelinek, cuya actuación en plan surrealista hacía que todo fuera un poquito menos execrable. El resto consiste en 86 interminables minutos de gags resueltos con un nivel de pereza que no genera otra cosa que fastidio. Porque lo que más molesta en las películas de Ledo es cómo en todo momento queda en evidencia el absoluto desinterés por lograr algo mínimamente potable. Hay más de un momento de Bañeros 5 donde todo parece a punto de descontrolarse hasta lo anárquico; incluso hay un par de chistes que en el recuerdo son mucho mejores de lo que eran en pantalla. Pero la desidia es tal que todo queda en la nada: Ledo no da la posibilidad de que la película respire, no da libertad a sus actores para que les salga algo gracioso aunque sea de casualidad. Las películas de la “Brigada Z” que hacía Carlos Galettini en los 80 eran decididamente malas, pero cada tanto había algún momento, generalmente improvisado por sus actores, de comedia genuina. Incluso, en la última media hora de Los pilotos más locos del mundo, de 1988, se les ocurrió robar a mansalva de ¿Y dónde está el piloto? del trío Zucker-Abrahams-Zucker y ocurrió el milagro: toda esa secuencia marca uno de los momentos más desquiciadamente inspirados de la historia de la comedia-argentina-industrial-berreta. A Ledo y sus secuaces nunca podría pasarles eso, porque no les importa.
Publicada en la edición #284.
Publicada en la edición #284.
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Espíritus Atención: se cuentan detalles de la resolución del argumento. Siempre que se escribe sobre una remake se suele recurrir a los mismos lugares comunes. Que es innecesaria, que refleja la falta de ideas del Hollywood de hoy, que nunca va a captar la esencia del original, que dicho original es intocable y, por lo tanto, reimaginarla vendría a ser algo así como un sacrilegio y etcéteras varios. Y no, ninguna película es “intocable” ni resulta tan terrible que se hagan remakes (durante toda la historia del cine se hicieron remakes; algunas de las mejores películas de la historia son remakes). Si una remake resulta ser una porquería, nos la olvidamos y ya. Y es verdad que hay muchas que lo son, más que nada en los últimos años y más que nada en lo que respecta al cine de terror. Pero considerar una remake mala como “un sacrilegio” ya es demasiado. Tal vez el caso más emblemático de remake detestada por el universo entero fue aquella reversión plano por plano que Gus Van Sant hizo de Psicosis en 1998. Recuerdo el escándalo que se armó en ámbitos cinéfilos porque el señorito osó meterse con semejante clásico. Y casi todos tomaron esa Psicosis de Van Sant de la forma más literal posible: se la trató de plagio y barrabasadas por el estilo y casi nadie se tomó el trabajo de advertir que estábamos frente a un extrañísimo caso de película experimental bancada por una major. El de la Psicosis de Van Sant fue un caso único: el de una película que establecía un diálogo con su original como ninguna otra remake en la historia. Era una película que pedía a gritos ser comparada con la película que le dio origen, ser diseccionada y reproducida a la par del clásico de Hitchcock. Pero, en general, la remake standard no pide realizar semejante trabajo, sino que suele funcionar más bien como funcionan las adaptaciones literarias. Igualmente, la Poltergeist de Gil Kenan tiene un poco de ambos mundos. La opera prima de Kenan fue Monster House, una encantadora película de animación de 2006 (escrita por Dan Harmon, el creador de la extraordinaria serie Community) que captaba a la perfección y recuperaba el espíritu de las películas de aventuras de comienzos de los 80. La película estaba producida por Spielberg y Zemeckis, y el amor de Kenan por aquellas películas se hacía notar en todo momento, como sucedería unos años después con J.J. Abrams y su gran Súper 8. Es extraño, pero el sentido de lo maravilloso de la Poltergeist de Spielberg-Hooper pareciera estar más presente en Monster House que en la versión 2015 de Poltergeist: tanto en Poltergeist ’82 como en Monster House hay toda una cuestión festiva en el encuentro con lo sobrenatural. Si bien en ambos casos los personajes le temen a lo desconocido, también los apasiona. Hay una escena muy bella en Poltergeist ’82 en la que JoBeth Williams, la madre de la familia, le hace una demostración a Craig T. Nelson, el padre, de cómo una silla se mueve por sí sola. Pone la silla en un punto específico y espera. De repente, la silla empieza a deslizarse, y ella se pone a saltar de alegría ante semejante espectáculo que después se volverá algo más lúgubre, pero igualmente apasionante. Poltergeist 2015 es bastante diferente en este sentido: lo que en Poltergeist 82 (y en Monster House) es maravilloso, aquí está jugado en serio. La película tiene varios momentos de comedia muy logrados, especialmente en todo lo que rodea a aquel ex matrimonio de investigadores de lo paranormal que forman Jane Adams y Jared Harris y que parece salido de una screwball comedy de los años 40, pero el tono de esta nueva versión de Poltergeist es más grave y oscuro: aquí, Kenan crea una atmósfera aterradora, y no hay nada demasiado feliz en lo que a lo sobrenatural se refiere. Incluso, la frase icónica de “they’re here” del original, que la niña Heather O’Rourke entonaba en tono juguetón, aquí no tiene nada de juguetón. Y Kenan sabe poner sustos en escena, sabe crear climas y sabe rematarlos bien, sin tener que recurrir a los trucos baratos de siempre. Hay dos momentos especialmente logrados en este sentido, que son una secuencia en la que los tres hijos del matrimonio son atacados por los poltergeists mientras sus padres están en una cena (que incluye una reproducción de la inolvidable escena del ataque del árbol al hijo varón de la familia) y otra en la que a la niña, ya secuestrada por los poltergeists, se la ve corriendo por la casa mediante sombras. En Poltergeist 2015, el cambio de tono al que recurre Kenan pareciera ser más bien consciente. Parece como si Kenan jugara con las expectativas de los que vieron el original y decidiera actuar en consecuencia. Hay varias escenas en esta nueva Poltergeist que también aparecen en el original, pero Kenan decide ponerlas en contextos diferentes; cambiarles el tono e incluso los personajes que las protagonizan. También compacta mucho el relato (la película dura poco más de 90 minutos contra las casi dos horas de Poltergeist ’82) y utiliza los adelantos tecnológicos a su favor (en un momento se hace un uso brillante de un dron de juguete, al que le ponen una cámara y utilizan para entrar al mundo de los muertos). Pero en un momento, a Kenan (o a su guionista) se le ocurre hacer un pequeño cambio de enormes implicancias: en lugar de enviar a la madre al mundo de los muertos a buscar a su hija, como ocurría en la original, aquí quien va a rescatarla es su hermano. Y el hecho de que sea un niño, tan miedoso como es, quien decida arriesgarse e ir en busca de su hermana, termina convirtiendo a esta nueva Poltergeist en algo más spielbergueano que el propio Spielberg. Outspielberguea a Spielberg, si se me permite el anglicismo.
La fórmula Ya todos (o muchos) lo sabemos muy bien, y resulta un poco cansador tener que repetirlo siempre, pero uno intenta hacer lo que puede para que las cosas cambien de una vez por todas: la crítica en general, y la crítica local en particular, no se toma las comedias en serio. Salvo algunas excepciones, la crítica local trató a Sin hijos con un nivel de pereza bastante lamentable, repitiendo lugares comunes y horribles del tipo “para disfrutar en familia” y “una simpática comedia” que no hacen más que minimizarla por el sólo hecho de ser lo que es. Incluso se ha llegado al extremo de decir que la película “no tiene un solo punto flojo” y que la calificación que corresponde a esa crítica sea un “buena”. Porque parece que este tipo de películas, por más sólidas y logradas que sean, no pueden ser más que un “tres estrellas”, como si los puntajes más altos estuvieran reservados para películas que la crítica, con ese mismo nivel de pereza, considera “de verdad”, o “serias”. Ya el hecho de ser (o de aparentar ser) una película “de fórmula” pareciera hacer que algo como Sin hijos merezca ser tomado con la misma liviandad con la que cierta crítica (y cierto público) trata al cine mainstream hollywoodense -o “cine pochoclero”, como varios se empeñan en llamar-. Y lo peor -y lo más peligroso- es que muchos de esos críticos que le ponen tres estrellas a Sin hijos también le ponen ese mismo puntaje a otras comedias argentinas “para disfrutar en familia” que son infinitamente peores, que tienen todos y cada uno de los vicios del cine argentino más vetusto y que no tienen ni un gramo del oficio que se nota desde el vamos en una película como Sin hijos. Por suerte, como mencioné antes, hay algunas excepciones a esta tendencia. Y no siempre se trata de notas a favor: en este mismo sitio, Rodrigo Seijas escribió una crítica de Sin hijos desde la decepción, pero con argumentos sólidos que nada tienen que ver con el “es comedia, es de fórmula, ergo, nunca podría ser buena”. Porque a pesar de estar claramente equivocado en su valoración (guiño, guiño), el amigo Seijas bien sabe que a) el hecho de ser “de fórmula” no es ni bueno ni malo sino sólo una cualidad, y b) es más que difícil lograr que una película “de fórmula” salga bien. Y más aquí, donde hace muchísimos, demasiados años que no tenemos una tradición de comedias industriales de calidad. Sin hijos es la quinta película de Winograd (sí, me van a decir que son cuatro, pero eso es porque se olvidan de que en 2004 Winograd presentó en el Bafici un documental llamado Fanáticos que, posteriormente, tuvo una distribución nula), y es la mejor de su filmografía. Sí, Vino para robar era un poco más consistente; “cerraba” más, pero si bien Sin hijos arranca un poco a los tropezones -aunque tiene una secuencia de títulos memorable en su rompantodismo-, cuando se plantea bien el conflicto todo adquiere una fluidez, una frescura, una velocidad y un timing que no se habían visto hasta ahora en su cine: tiene más de una hora de película excelente, de película en estado de gracia donde todo cuaja a la perfección, donde encuentra la comedia en todos lados y no falla nunca. Es como si la película naciera cruda y se fuera construyendo hasta estallar en la mejor comedia posible. Los personajes crecen y crecen y eso ayuda también por el lado de la empatía: sobre el final, en aquella gran escena que remite a otra de otra gran película y donde suena la mejor canción de la historia del pop local, Sin hijos logra emociones realmente genuinas -aunque el amigo Seijas diga todo lo contrario, pero bien sabemos que el cine es subjetivo (y que Seijas está equivocado)-, porque supo construir unos personajes enormes pero también entiende -porque lo aprendió de las comedias que le gustan- de emociones musicales; sabe que la canción justa en el momento indicado es capaz de emocionar más que cualquier discurso almibarado, lo cual también puede verse en aquel brillante momento en que el personaje de Martín Piroyansky le rapea sus sentimientos a Peretti. Winograd no desaprovecha ninguna oportunidad para hacer comedia: en una escena, Peretti intenta llamar al personaje de Guillermo Arengo para salir de un aprieto y atiende siempre el contestador. Y Winograd construye un gag perfecto con el mensaje de bienvenida de ese contestador, donde se lo escucha a Arengo con voz de absoluta resignación, sin siquiera un ápice de aquello que llaman “alegría de vivir”, pidiendo que dejen un mensaje: un detalle nimio que no sólo sirve como disparador para la comedia sino que además le permite ahondar en las insatisfacciones del personaje de Arengo que, como el resto de los personajes secundarios de la película, está construido en base a una acumulación de detalles pequeños que lo convierten en un personaje inolvidable. También es interesante lo que Winograd hace con sus personajes principales: si bien se supone que Sin hijos es una comedia romántica, Winograd decide no ahondar demasiado en la relación entre Peretti y Maribel Verdú sino usarla de McGuffin para explorar las dos relaciones verdaderamente importantes en la película: aquella entre Sofía, la hija de Peretti (Guadalupe Manent, comediante extraordinaria) y su padre y la de Sofía con Vicky (Verdú). Es aquí donde nos damos cuenta de que ni siquiera es tan “de fórmula” como pareciera ser a simple vista; que eso de la comedia romántica no es más que un disfraz para otra cosa. En fin, que Sin hijos es mucho más que lo que buena parte de la crítica local dice que es. Y que además, desde el mero gesto de no caer en ningún tipo de moralina, de no bajar ningún tipo de línea “familiera” -la última, brillante escena de Sin hijos es toda una declaración de principios -, está en las antípodas del cine local “para disfrutar en familia” al que la quieren hacer pertenecer.