Historia de una pasión rigurosamente vigilada
“Barbara”, sexta película del alemán Christian Petzold, es una sutil y profunda revisión del estado de cosas existente en la República Oriental alemana, diez años antes de la Caída del Muro.
Como es una constante con el cine más elaborado y con otras implicancias que el mero entretenimiento, Barbara es la sexta película del alemán Christian Petzold pero la primera en tener un estreno en salas en Argentina. Premiada por partida doble en el Festival de Berlín edición 2012, Barbara es una sutil y profunda revisión del estado de cosas existente en la República Oriental alemana alrededor de diez años antes de la Caída del Muro. También es el nombre de una mujer médica que sufre una suerte de confinamiento en una pequeña ciudad de provincia en la zona del Báltico, un castigo que, se deja entrever, lleva el cometido de desalentar fugas hacia el oeste, hacia la Alemania capitalista de aquel entonces.
La sutileza de Barbara –rasgo que atraviesa las películas anteriores de Petzold– reside fundamentalmente en la construcción del guión, del que participa el maestro y amigo del director, el gran realizador germano Harun Farocki, y en una dosificada y potente estructura en la que se van distribuyendo los momentos de la historia, de manera que sólo las acciones sean las que ofrezcan aquella data con la que el espectador arme el relato en su cabeza. La piel de Barbara la calza eficazmente Nina Hoss, actriz fetiche del director, que cuenta con recursos que le permiten el acertado diseño de una mujer contenida y alerta, sensible y deseosa de escapar de ese régimen para el que las personas son sólo piezas funcionales para sostener un orden intimidatorio emanado del Estado.
Menos afincada en el rol de la Stasi –como resultaba en La vida de los otros (Florian Henkel Von Donnersmarck, 2006), que se ocupaba de una época y situaciones similares–, Barbara pone fundamentalmente el acento en la relación de la reputada médica –que trabajó en Berlín y a la que los colegas ven con cierto aire de suficiencia– y el médico director –en igual situación que ella–, del hospital donde la protagonista comienza a trabajar. Lo que no significa que la temible policía secreta de la ex RDA no esté allí, entre otros en la figura de un agente con jerarquía que desconfía de Barbara y la acosa con requisas y hasta con miradas fulminantes.
Y en esta disposición de piezas, en el contexto de vigilancia y posible reprimenda, en la pintura de la deshumanización del régimen –el hospital donde trabaja Barbara atiende a prisioneros de campos de trabajos forzados–, en el clima de paranoia y desconfianza en el que se mueven los médicos del hospital, Petzold trama una pasión entre los protagonistas que carece de todo aquello que podría esperarse y de cualquier estereotipo con el que muchos realizadores potenciarían o harían el centro del relato; no hay en el cine de Petzold facilidades narrativas; por el contrario, las situaciones están demarcadas por un terreno incierto, más propio de una realidad compleja, acuciante, que modela con imprevistos las acciones cotidianas. De hecho, Barbara vive una riesgosa doble vida encontrándose con un amante –una especie de diplomático de Alemania Occidental– que le promete ayudarla a fugarse y le entrega en cada encuentro dinero y cigarrillos; de igual modo que se arriesga en el trato que dispensa a los pacientes –allí consigna Petzold el sesgo moral de su personaje–, y va más allá, construye en el lazo de la médica con una joven prisionera de un campo lo que medirá su estatura moral y desembocará en un probable final de la historia, algo, como todo lo demás que sucede, apenas enunciado y hasta se diría casi imposible de pensar.
Es que aquí reside la fuerza intrínseca de Barbara, en la meticulosa subversión de aquello a lo que las instancias desplegadas como la intriga, cierto misterio, la atracción de los protagonistas, la insidiosa vigilancia –lo que podría verse como partes de un arco que toca el melodrama, el policial, el film de espías–, parecerían marcar, por momentos, como derrotero, como aquello en lo que buena parte del cine pensado comercialmente se apoyaría para deslindar responsabilidades frente al espectador.
En las conversaciones y las prácticas en común con el médico jefe –y más por lo que sugiere el modo que adoptan estas escenas que por lo que se expresa– se sustenta el esplendor del relato y crece la atracción que sienten ambos pese a que todo parecería indicar lo contrario. En esto, seguramente –como alguna vez lo señaló el propio Petzold a propósito de cómo trabajaba el guión–, tiene que ver la mirada de Farocki, cuya agudeza lo sitúa entre los cineastas y teóricos más importantes de la actualidad (lo que resulta curioso, ya que es una oportunidad de constatar el punto de vista de un documentalista de su estatura en la ficción plena).
De este modo, Barbara puede verse como una convergencia entre personajes acuciados por la violencia implícita de sentirse rigurosamente vigilados y la posibilidad que tienen de rebelarse oponiendo una pasión –en el nacimiento de la relación, en el oficio– a partir de la propia imaginación para desconcertar a los opresores y lograr, aun dentro de ese terreno, alguna forma de emancipación. Tarea nada sencilla, como la que tiene Petzold para describirla pero de la que sale airoso sumando audacia a una estética poderosa.