Una road-movie pedestre y frenética por suburbios. Si el método narrativo de Sean Baker (Starlet) en Tangerine ya probó su eficacia en no pocos títulos y es deudora del primer (Jim) Jarmusch, no por ello se resiente su práctica al moldear los parámetros más emblemáticos de ese estilo, es decir barrios suburbanos, conflictos melodramáticos, las calles como escenarios desprovistos pero a la vez inmejorables para todas las acciones imaginables, personajes marginales decididos a que sus vidas rueden de la mejor (siempre peor) manera posible, tiempos, tono, ritmo contagiosos que imantan para seguir las peripecias de los protagonistas sin preguntarse por lo pueril de sus objetivos, o por la inutilidad de sus efectos. El film de Baker agrega algo más a esta factura: fue rodado con un teléfono celular de última generación (de los que llaman inteligentes) que le permitió –se palpa en los giros de ciertos encuadres– una dinámica narrativa propicia para este tipo de relatos y, no menos atractivo, un tipo de pixel levemente restallante que recuerda a algunos títulos de Paul Morrisey. Lo cual da un resultado sustancial para la factura de la producción cinematográfica y es, sobre todo, la prueba de que un exiguo presupuesto –el que se necesita para filmar con un celular– no limita el armado de un buen relato; por el contrario, continúa poniendo en evidencia que los monstruosos presupuestos que aplica la industria dan como resultado productos idénticos y rápidamente olvidables. Premiada en el Festival de Sundance y en competencia oficial en el último Festival de Mar del Plata, Tangerine monta su historia en las calles periféricas de Hollywood, en Los Ángeles, a considerable distancia del glamour con que la Meca del cine inviste sus peculiaridades, y si bien aparecen la avenida Sunset Boulevard o la mítica calle 101, sólo se trata de referencias casuales porque el conflicto que atañe a sus personajes ocurre más allá, en los aledaños donde el típico submundo bulle con sus letanías, sus contramarchas, sus desdichas y pequeñas satisfacciones. Las (anti) heroínas de Tangerine son dos muchachas trans cuya amistad es el símbolo de una solidaridad que las marcará más allá de las vicisitudes que vivirán a tiempo completo. Personajes de una construcción rica y simple a la vez, ambas corporizan ese motor que hace andar a Tangerine hasta la última escena. Entre ellas, es Sin-Dee quien conducirá la acción luego de que su amiga Alexandra le cuente que su cafishio, a quien ella ama denodadamente, la engañó durante el mes que estuvo ausente –estuvo en prisión justamente por salvarlo a él, haciéndose cargo de una bolsa con droga– con una prostituta de su redil, para colmo una mujer (una fish, pescado, como la llaman las trans). Rella es el apellido de fantasía de Sin-Dee y es parte de una serie de tópicos –como que la historia transcurre en un día de Navidad, como la canción sosegada que canta Alexandra, como la indumentaria de mini shorts y pelucas de las chicas– con que el film se recuesta en una suerte de relato de princesas caídas en desgracia. A partir de ese detonante, entonces, el desarrollo es vertiginoso, la engañada buscará a su fiolo, un tal Chester, por esas calles llenas de meandros y enfrentando a todos aquellos que tienen algún dato para darle pero que no lo hacen oliendo un escándalo en puerta. Como en un premeditado equilibrio, Alexandra tratará de calmar las aguas sin lograrlo. El peregrinaje, claro, se volverá más frenético hasta que Sin-Dee dé con la puta y la saque literalmente de los pelos de un quilombo (una habitación de un motel con varios habitáculos) y siga buscando a Chester con su presa en las manos mientras se vale de un slang (argot) de alto voltaje cada vez que se cruza con una fauna humana variopinta. La cámara de Baker sigue en una fina sintonía ese andar en estado alterado de Sin-Dee y se detiene en sugestivas angulaciones dando cuenta de la zozobra y de algunas dubitaciones, desde ya insuficientes para aplacar su furia. Paralelamente, Tangerine describe las andanzas de un taxista de origen armenio, casado, con hija y con suegra, con preferencia por las relaciones ocultas con muchachas trans –con una original vuelta de tuerca en el modo con que se relaciona con ellas–, que de a poco irá convergiendo con la de las protagonistas principales. El melodrama alcanzará su máximo esplendor cuando, en un típico negocio de venta de donas, la muchacha traicionada encuentre a su novio y le ponga adelante la mujer con quien la engaña y se entere todavía de algo que empañará aún más su corazón herido; ahí mismo, para hacer volar por los aires las diferentes visiones y existencias, el armenio será interpelado en su condición de hombre de familia. A años luz de cualquier rasgo moral, es inocultable que Tangerine transita un realismo sucio en modalidad road-movie pedestre, y pone a funcionar una mirada hacia una dimensión que siempre parece estar a contrapelo de aquella enquistada en un modelo falso y adormecido por los usos y hábitos que el sistema impone para no escupir a sus ocupantes. No hay profundidad en sus rasgos, en la diferenciación de los estadios ni en la conciencia de los personajes –ni aun en la de los armenios como pueblo trasplantado–, pero ni falta que hace, porque ese submundo vive y transpira a su manera, conforme a sus dramas y miserias, con la misma intensidad que promueve tener convicciones y un firme sentido de pertenencia.
Interesante indagación sobre el cine y la vida misma Es evidente que en Cae la noche en Bucarest, tercera película de Corneliu Porumboiu vista en Argentina luego de Bucarest 12:08 y Policía, adjetivo, dos interesantes indagaciones de momentos inciertos –uno más colectivo, otro individual– de la vida contemporánea en Rumania, vuelve por sus fueros apostando a desarrollar aún más concisamente un relato, valiéndose de momentos en apariencia triviales para que desde allí surjan interrogantes y sutiles reflexiones acerca de aquello que ocupa la cabeza del realizador. En el caso de Cae la noche en Bucarest se ponen en consideración las vicisitudes que rodean la puesta en práctica de un rodaje, poniendo el acento más en la desazón que muchas veces produce, que en los incentivos subyacentes a partir de lo que supone una tarea emprendida con ánimo y decisión. Esas instancias de ensayo están aquí circunscriptas fundamentalmente al director, a una actriz y a la productora, y a la relación que se establece entre ellos fundada en repetidos engaños cotidianos y hasta de mínima valía pero cuyo engranaje permite que esa orquestación de realidades establezca un mapa de situación, profundo y nítido a la vez, sobre cada una de esas particulares debilidades –y hasta mezquindades– con que se afronta la vida misma o los embates que produce un rodaje en ciernes para cierto tipo de personas; aquí, claro, esas personas son el director y la actriz que poco se conocen y llevan como pueden una relación sentimental apoyada casi exclusivamente en lo sexual, con todo lo que esa inclinación despierta en los iniciados: entrega y/o cautela, desconfianza, deseos de sujeción, temores de implicancia, y hasta demoledores celos. De lo que se vale formalmente Porumboiu para este relato es de una serie de planos secuencia de mediana duración (son 17 de 5 minutos cada uno aproximadamente y sin montaje entre ellos) que permite que de las contingencias desprendidas de cada situación, es decir, de todo lo que decante de cada plano secuencia, vaya surgiendo la espesura propia de un comienzo de rodaje, de los recursos posibles (o adecuados, o acertados) a la hora de plasmar el guión; sobre el lugar del realizador y de su relación con los actores, y hasta de una posible desaparición del cine como expresión reconocida, o de un modo de hacer cine como lo señala el director en conversación con su actriz sobre su preferencia del 35 mm sobre el formato digital, que coarta la extensión de los planos. El hallazgo de Porumboiu es dotar a sus criaturas de un sinnúmero de dudas acerca de cuál es la posición menos sometida a los avatares de lo efímero que implica, muchas veces, filmar, y, por el contrario, las dudas acerca de lo que iría a ocurrir si ese mismo rodaje se prolongase indefinidamente. Dudas que tendrán lugar mediante subterfugios o meras y equívocas interpretaciones de pareceres durante el tiempo en el que se interrumpe el rodaje y Paul, el realizador, manifieste sentirse enfermo del estómago, dolencia que tendría origen en una gastritis y a partir de la cual sufrirá encontronazos con su productora, que alardea su visión pesimista del asunto –es decir, la continuidad de la película– enrostrándole la condición de mentiroso cada vez que se cruzan. Ese alto, ese espacio de tiempo suspendido en la filmación, será el detonante para que los protagonistas diriman sobre el lugar que representa cada uno para el otro a partir de la circunstancia que los puso allí. Muy loable resulta la decisión de Porumboiu de elidir la siempre tentadora opción de mostrar escenas de sexo; en Cae la noche en Bucarest, el plano de una puerta apenas entreabierta mientras se escuchan los escarceos amorosos detrás resulta de una admirable contundencia por la capacidad de sugerir y la posibilidad que da al espectador de imaginar, rebatiendo de esta forma los estándares más rebuscados del cine contemporáneo. Es entonces en toda esta suerte de libres indagaciones sobre las posibilidades creativas del cine que Cae la noche en Bucarest adquiere una resonancia que difícilmente se encuentra hoy en el cine de cuño occidental; búsqueda que también se solaza con la dimensión interior de hombres y mujeres una vez confrontados con sus temores a decidirse a ser por lo que piensan sin importarles lo que vendrá o por lo que el resultado inmediato de esas decisiones acarree. A lo que habría que agregar una precisa economía narrativa –los planos se suceden y el film acaba en hora y media sin demasiados aspavientos– capaz de hacer plausibles los detalles de esa cotidianidad conformada a veces por diálogos banales acerca de los significados de comer con utensilios o con las manos, o de qué pasa luego de un fin de rodaje durante el cual director y actriz mantuvieron un romance. Rasgos de un film que piensa el cine alejado de cualquier espectacularidad.
Un nazi en el sur profundo Tercer largometraje de la realizadora y escritora Lucía Puenzo, basado en un relato homónimo propio, Wakolda se propone desde la ficción imaginar un tiempo en el que el médico genetista nazi Joseph Mengele se relaciona con una familia argentina mientras pasa un tiempo en Bariloche (no pocos son los datos de la realidad que aseveran la estadía de Mengele en esa ciudad neuquina) e intenta desarrollar allí algunos de sus experimentos científicos, que rondan siempre en conseguir mayor pureza racial, en forzar la naturaleza humana y en busca de una optimización deudora del carácter superior de una raza dominante. De ese modo, en el idílico paisaje de la ciudad turística durante los primeros años sesenta sucede un encuentro que marcará definitivamente a los miembros de la familia –Enzo, el padre, que fabrica muñecas; Eva, que hereda de sus padres una enorme hostería a orillas de un lago de ensueño y se encuentra embarazada; un hijo adolescente y una hija pequeña con problemas de crecimiento físico– y pondrá nuevamente de manifiesto la despiadada manipulación con que el sistema nazi intentaba ordenar el mundo y a sus criaturas pese al fracaso del régimen y a su consecuente caída. Con acertada ambientación –poco despliegue escenográfico pero sumamente preciso–, esmeradas actuaciones –se destacan el catalán Alex Brendemühl en el rol del médico y Natalia Oreiro como Eva, la madre de familia– y un argumento que construye cierta intriga acerca de la liturgia nazi durante esos años en la Argentina, Wakolda cuenta con una primera mitad bastante atractiva, favorecida por su economía de diálogos y puesta en escena y por una edición dinámica recortada en secuencias que hacen crecer el timing dramático. Pero justamente todo eso comienza a retrasarse y a entrar en una medianía desalentadora en el resto del metraje; la sorpresa inicial se opaca a medida que se pone en evidencia la pátina trágica con que Puenzo decidió envolver aquellos recursos que hubieran derivado en una ampliación del misterio que podría encerrar –como debería desprenderse de una ficción sobre un probable hecho real– la presencia inquietante, amenazadora, ominosa de un personaje del calibre de Mengele, dispuesto a continuar sustentando su creencia –y poniéndola a prueba– acerca de quiénes son los que merecen ostentar el carácter ascendente sobre los demás. Un verdadero hallazgo visual de Wakolda lo constituye el diario que el médico alemán lleva como registro de sus experiencias; detallados y cuidadosos dibujos a lápiz sobre figuras humanas –incluso la de los personajes de la familia mencionada– y animales, deformidades y posibilidades de solución y textos que describen esas exploraciones; un diario que tendrá una importancia superlativa para que finalmente algunos de los personajes centrales se enteren ante quien están. Una relación tangencial implica a Wakolda con XXY y El niño pez, los dos films anteriores de Puenzo. En los tres la realizadora expone una búsqueda de identidades que generalmente van más allá de las aceptadas socialmente; una búsqueda de intersticios por donde puedan cuestionarse los moldes con que las convenciones sociales intentan tranquilizar las buenas conciencias y, desde ya, poner de relieve que el mal, en su acepción de banalidad, no reside en lo diferente sino en aquello cuya apariencia goza de correción y buenos modales. La carga historiográfica que Puenzo pone al servicio de Wakolda está reflejada con una avidez que le hace subrayar con demasía ciertos rasgos: Bariloche es en ese momento poco menos que un bastión nazi que opera como una red de resguardo para los prófugos del régimen –con confecciones de pasaportes e hidroaviones para huidas incluidos–; los niños de la escuela alemana donde concurrió Eva y adonde van sus hijos ahora, sostiene la ideología y la trasmite ritualmente a sus alumnos; la misma inocencia de Eva que cree en la aplicación hormonal que el médico alemán sugiere para el crecimiento de su hija mientras muestra fotos a sus hijos de cuando era niña y ondeaba el pabellón nazi sobre una formación escolar en la que participaba; las escenas sobre la actividad como fabricante de muñecas del padre de familia, con un marcado acento sobre el ascendiente de la belleza y la exactitud sobre cada parte de los cuerpos artificiales. Se sabe, lo siniestro apabulla más cuando funciona por escisión, cuando sólo se lo sugiere y se evita toda referencia directa –como atenuación de este aspecto, valga el contexto temporal de los años sesenta, donde probablemente no se supiera lo suficiente de esos circuitos de protección a los criminales nazis; y la revelación de la caza de (el criminal de guerra) Eichmann en Buenos Aires por un comando del Mossad israelí, que los personajes de Wakolda ven por televisión–, y se permite una participación más expresa del espectador, para que su imaginación rastree otra serie de posibilidades dramáticas y otros verosímiles.
Con la sola pasión no alcanza “Metegol”, la nueva película animada en 3D de Juan José Campanella, fue pensada más a partir de una historia enmarcada en los estándares de un cine mainstream que del propio sistema narrativo que identifica la filmografía del realizador. Veinte millones de dólares. Esa es la cifra utilizada para hacer Metegol, el reciente opus de Juan José Campanella (El hijo de la novia, 2001, Luna de Avellaneda, 2004) quien, a no dudarlo, gracias a su oscarizada El secreto de sus ojos fue capaz de conseguir una financiación impensada hasta para cualquiera de los realizadores argentinos más taquilleros. Y es que llevar a cabo un film animado en 3D con el nivel de despliegue de cualquier producto de las factorías Pixar o Disney –tuvo supervisión en animación del creador y productor de Mi villano favorito–, no iba a costar menos; rápidamente se evidencia que el contingente aplicado en esas lides suma mucho más que dos (se menciona la friolera de 300 personas) y a juzgar por la calidad obtenida es dable pensar en un gran equipo de expertos. En Metegol esta faceta, la de lograr una efectiva demostración de que con la técnica adecuada puede hacerse un film que nada tiene que envidiar en estructura al de las industrias hollywoodenses, parece ser el motor del relato o por lo menos el eje sobre el que se quiso hacer girar la historia opacando, por consiguiente, los componentes narrativos, que no pasan por otro lugar que no sea el remanido enfrentamiento entre los (anti) héroes que buscan el bien contra los villanos de turno, que aquí se presentan “exitosamente” malvados. En efecto, el argumento de Metegol parece armado para encontrar el favor del gran público –en este caso el de un gran público decididamente más universal puesto que tuvo producción de España, India y Canadá–, desdeñando los atajos que hubieran perfilado una historia más rica y elaborada; hasta se prescinde de algunos componentes deudores del sistema narrativo del propio Campanella, a saber: el universo de las comedias dramáticas costumbristas e irónicas donde los sucesos que envolvían a los protagonistas ponían de manifiesto, además de ciertos valores intrínsecos fundados en la dignidad y el don de espíritu que movían sus intenciones, una serie de requiebros y contradicciones que –aunque sólo fuesen visible por momentos– los enriquecían a la vez que matizaban el desarrollo de las historias. Es entonces, otra vez a no dudarlo, que una producción costosa tiene generalmente los precisos objetivos de agradar a todo el mundo, es decir, tiende a ser complaciente, Y si bien es innegable que el cine de Campanella nunca se propuso otra cosa –o por lo menos nunca se notó– que la de construir productos pasatistas con algunos aciertos (El secreto de sus ojos amenaza con prometedoras variables en su primera parte que luego se eclipsan paulatinamente), eso mismo denotaba una marca de origen que le daba identidad. En cambio Metegol en su ostentosa factura y en su chatura argumental hacen invisible ese origen más allá de cierto “acento” nacional puesto en el fútbol y la pasión que despierta esa práctica. metegol Basado en el cuento corto “Memorias de un wing derecho”, del Negro Fontanarrosa, que integra el volumen El mundo ha vivido equivocado (1985), Metegol se inicia con una secuencia que remeda el comienzo de 2001 Odisea del Espacio, con monos que gambetean el esqueleto de un cráneo con el estentóreo compás de la música de Richard Strauss detrás y se apasionan con el deporte que descubren; luego la acción se sitúa en un paisaje urbano ignoto, que podría ser cualquier ciudad del mundo, incluso una estadounidense, en la que un hombre afecto al metegol va a contarle una historia a su pequeño hijo sobre Amadeo, un crack del metegol que vive en “otra ignota ciudad de provincias” al que nadie puede ganarle –sus jueguitos con la pelota son captados espléndidamente por la técnica en 3D– y que se granjeará el odio visceral de Grosso, un chico bravucón –que detesta perder– que será derrotado en un emocionante partido de metegol, y le jurará venganza eterna. Una venganza que comenzará a hacerse efectiva unos años después cuando Grosso vuelva hecho una súper estrella del fútbol y quiera, además de adueñarse del pueblo, tomar la revancha de su única derrota y arrebatarle la chica de sus sueños a Amadeo. En estas instancias aparecen aquí y allá algunos guiños acertados de cosecha nacional, como la partida del intendente de la casa de gobierno en un helicóptero cuando Grosso compra la ciudad para convertirla en un parque temático deportivo. A partir de aquí el derrotero del guión es el de una épica bastante previsible, donde surgen las instancias en la que los bandos se posicionan con claridad en aras del enfrentamiento final y sobre todo cuando los jugadores del metegol de Amadeo, con trazas emblemáticas que remiten al imaginario de varios mundialistas, cobren vida y le ayuden a combatir al despiadado villano. Aunque, por qué no decirlo, hay otro par de aciertos de cuño futbolero como los diálogos de esos mismos jugadores –que cuentan con los rasgos que suelen admirarse en algunos deportistas, comenzando por la nobleza– donde se muestran temerarios y sensibles, piolas y leales; o la derrota final por apenas un gol –se preveía una goleada inconmensurable– donde nadie aplaude al equipo ganador. Por lo que se conoce, fue la pluma de Eduardo Sacheri (guionista de El secreto… y autor del libro en el que se basó el film), la que pergeñó esos pasajes que revelan un conocimiento de los tópicos que ennoblecen el deporte nacional por excelencia. En este punto, el de los jugadores del metegol que manifiestan esas cualidades donde sentir popular y camaradería son los ejes de una pasión irrefrenable, es donde pueden encontrarse algunos precisos rasgos de identidad de la película; es allí donde suena el “pulso argentino” de un relato que en su respiración central emula las trilladas aventuras y fábulas con las que el cine de animación mainstream tiene acostumbrado al mundo. Aspecto que alcanza su corolario en el encuentro definitivo entre el equipo que defiende el pueblo y su dignidad herida, y el seleccionado de estrellas que comanda el insufrible Grosso, disputa en la que la balanza va inclinándose sospechosamente hacia un final anunciado. La coda con el padre concluyendo el relato de esta épica a su incrédulo hijo y la sorpresa de éste al descubrir que en el desvencijado cuarto de atrás de su casa, los jugadores del metegol de su progenitor están vivos como los del cuento, no suavizan un producto sumamente estandarizado que, claro, no desconcierta a los que nunca esperaron otra cosa de Campanella.
Explosión de psicosis colectiva El tema que el danés Thomas Vinterberg aborda en La cacería ya había sido el motivo principal de su aclamada La celebración (1998), film con el que el realizador se hace conocido alrededor del mundo y uno de los títulos señeros de aquello que se llamó Dogma 95, una serie de postulados con los que junto a su compatriota Lars von Trier intentó volver a un cine de producción minimalista buscando recuperar algo de la pureza quela factura independiente levantaba como bandera. Se trata del abuso sobre menores, de la pedofilia, que en el caso de La celebración aparecía con una aditamento aún más estremecedor, ya que esa violencia había sido producida por un padre hacia sus hijos. Vinterberg no había vuelto sobre el tema hasta ahora; en cambio, en La cacería –título ya alejado del concepto Dogma– el danés invierte la ecuación en los términos usuales, es decir, aquí hay alguien que será injustamente acusado de semejante vileza y todo el mundo se le volverá en contra negando cualquier atisbo de aclaración que permita vislumbrar el fondo del asunto. En ese ponerse del otro lado, el eje de La cacería no es tanto el delito en cuestión sino la psicosis colectiva que suele generarse en casos de dudoso origen y que no hacen otra cosa que mostrar una sociedad intolerante, autoritaria, regida por preceptos antidemocráticos y decidida a hacer justicia por mano propia. Con estos elementos puestos a relacionarse, Vinterberg muestra a un hombre llamado Lucas, un maestro de jardín de infantes de un bucólico pueblo de provincias en Dinamarca; en realidad su lugar de origen, pero del que partió hace un tiempo para regresar ahora con un divorcio tras sus espaldas y un hijo adolescente motivo de una tirante disputa de tenencia con su ex. Lucas tiene a sus amigos en el pueblo con los que se reúne a beber cerveza, comer y a narrar historias de caza de animales, una práctica por lo menos popular en la zona. Estos trazos que pintan una situación que alivia algunos pesares del protagonista –en el jardín de infantes es el maestro más querido por los niños–, levantando su ánimo hasta el punto de comenzar a flirtear con una inmigrante, comenzarán a desdibujarse tan pronto como una pequeña de la escuela, ofuscada porque Lucas le observó que el piquito juguetón que la niña le dio en su boca no debía volver a suceder, esboce una fantasía, y en su inocente deseo de venganza por sentirse rechazada por su adorado maestro, la comunique a la directora del establecimiento. A partir de allí, el paraíso se vuelve tan flamígero como un infierno y los habitantes del pueblo no pueden ver a Lucas como otra cosa que un pervertido abusador. El actor danés Mads Mikkelsen (Valhalla Rising, Casino Royale) es quien encarna a Lucas (se llevó el premio a mejor actor en Cannes 2012 por este rol), y lo hace con una conciencia enérgica, con una concentración apasionada; compone a alguien incapaz de pedir socorro y dispuesto a reclamar por su dignidad herida, y lejos de convertirse en un héroe trágico camino al sacrificio, permanece en el pueblo con el aliento contenido pese a las humillaciones y a la violencia con las que la gente descarga su vehemente ira –algo de lo que participa hasta su mejor amigo, padre de la pequeña que encendió la chispa–, concentrándose en la seguridad de su inocencia y en la posibilidad de demostrarla. En esta instancia, La cacería adquiere ribetes de thriller; la intriga acerca de hasta donde las familias del pueblo irán cebándose con la figura del maestro se redimensiona; ya no cuenta que en un par de oportunidades la niña haya reconocido que mintió, que nada de lo que dijo había ocurrido –situación que tiene su corolario cuando un psiquiatra que entrevista a la pequeña señala que los niños víctimas de abuso tienden a negarlo–; por el contrario, cualquier ocasión será buena para que esta gente sacie su sed de castigo y Lucas se convierta en persona no grata hasta para quienes trabajan en el supermercado del pueblo. Vinterberg no cejará en su idea de esa hostilidad latente cuando sobre el final, cuando todo parece haberse aquietado, la violencia se haga evidente allí donde no se la espera. Es de este modo que La cacería pone en escena un acertado fresco sobre la violencia social contenida, sobre todo la de aquellos sectores que presumen de ser ejemplos en un sistema hipócrita y atemorizado que dice repudiar la injusticia, pero que condena y está dispuesta a matar sin pruebas.
Historia de una pasión rigurosamente vigilada “Barbara”, sexta película del alemán Christian Petzold, es una sutil y profunda revisión del estado de cosas existente en la República Oriental alemana, diez años antes de la Caída del Muro. Como es una constante con el cine más elaborado y con otras implicancias que el mero entretenimiento, Barbara es la sexta película del alemán Christian Petzold pero la primera en tener un estreno en salas en Argentina. Premiada por partida doble en el Festival de Berlín edición 2012, Barbara es una sutil y profunda revisión del estado de cosas existente en la República Oriental alemana alrededor de diez años antes de la Caída del Muro. También es el nombre de una mujer médica que sufre una suerte de confinamiento en una pequeña ciudad de provincia en la zona del Báltico, un castigo que, se deja entrever, lleva el cometido de desalentar fugas hacia el oeste, hacia la Alemania capitalista de aquel entonces. La sutileza de Barbara –rasgo que atraviesa las películas anteriores de Petzold– reside fundamentalmente en la construcción del guión, del que participa el maestro y amigo del director, el gran realizador germano Harun Farocki, y en una dosificada y potente estructura en la que se van distribuyendo los momentos de la historia, de manera que sólo las acciones sean las que ofrezcan aquella data con la que el espectador arme el relato en su cabeza. La piel de Barbara la calza eficazmente Nina Hoss, actriz fetiche del director, que cuenta con recursos que le permiten el acertado diseño de una mujer contenida y alerta, sensible y deseosa de escapar de ese régimen para el que las personas son sólo piezas funcionales para sostener un orden intimidatorio emanado del Estado. Menos afincada en el rol de la Stasi –como resultaba en La vida de los otros (Florian Henkel Von Donnersmarck, 2006), que se ocupaba de una época y situaciones similares–, Barbara pone fundamentalmente el acento en la relación de la reputada médica –que trabajó en Berlín y a la que los colegas ven con cierto aire de suficiencia– y el médico director –en igual situación que ella–, del hospital donde la protagonista comienza a trabajar. Lo que no significa que la temible policía secreta de la ex RDA no esté allí, entre otros en la figura de un agente con jerarquía que desconfía de Barbara y la acosa con requisas y hasta con miradas fulminantes. Y en esta disposición de piezas, en el contexto de vigilancia y posible reprimenda, en la pintura de la deshumanización del régimen –el hospital donde trabaja Barbara atiende a prisioneros de campos de trabajos forzados–, en el clima de paranoia y desconfianza en el que se mueven los médicos del hospital, Petzold trama una pasión entre los protagonistas que carece de todo aquello que podría esperarse y de cualquier estereotipo con el que muchos realizadores potenciarían o harían el centro del relato; no hay en el cine de Petzold facilidades narrativas; por el contrario, las situaciones están demarcadas por un terreno incierto, más propio de una realidad compleja, acuciante, que modela con imprevistos las acciones cotidianas. De hecho, Barbara vive una riesgosa doble vida encontrándose con un amante –una especie de diplomático de Alemania Occidental– que le promete ayudarla a fugarse y le entrega en cada encuentro dinero y cigarrillos; de igual modo que se arriesga en el trato que dispensa a los pacientes –allí consigna Petzold el sesgo moral de su personaje–, y va más allá, construye en el lazo de la médica con una joven prisionera de un campo lo que medirá su estatura moral y desembocará en un probable final de la historia, algo, como todo lo demás que sucede, apenas enunciado y hasta se diría casi imposible de pensar. Es que aquí reside la fuerza intrínseca de Barbara, en la meticulosa subversión de aquello a lo que las instancias desplegadas como la intriga, cierto misterio, la atracción de los protagonistas, la insidiosa vigilancia –lo que podría verse como partes de un arco que toca el melodrama, el policial, el film de espías–, parecerían marcar, por momentos, como derrotero, como aquello en lo que buena parte del cine pensado comercialmente se apoyaría para deslindar responsabilidades frente al espectador. En las conversaciones y las prácticas en común con el médico jefe –y más por lo que sugiere el modo que adoptan estas escenas que por lo que se expresa– se sustenta el esplendor del relato y crece la atracción que sienten ambos pese a que todo parecería indicar lo contrario. En esto, seguramente –como alguna vez lo señaló el propio Petzold a propósito de cómo trabajaba el guión–, tiene que ver la mirada de Farocki, cuya agudeza lo sitúa entre los cineastas y teóricos más importantes de la actualidad (lo que resulta curioso, ya que es una oportunidad de constatar el punto de vista de un documentalista de su estatura en la ficción plena). De este modo, Barbara puede verse como una convergencia entre personajes acuciados por la violencia implícita de sentirse rigurosamente vigilados y la posibilidad que tienen de rebelarse oponiendo una pasión –en el nacimiento de la relación, en el oficio– a partir de la propia imaginación para desconcertar a los opresores y lograr, aun dentro de ese terreno, alguna forma de emancipación. Tarea nada sencilla, como la que tiene Petzold para describirla pero de la que sale airoso sumando audacia a una estética poderosa.
Épica gauchesca con renegados Antes de Samurai, el otrora sonidista Gaspar Scheuer había debutado con la Espléndida El desierto negro, un relato épico que revisitaba la figura del gaucho rebelde que acumulaba muertes para saciar una sed de venganza y ponía en tela de juicio la ley urdida por los entonces dueños de la tierra que eran una y la misma cosa con el llamado ejército argentino del siglo XIX. El film, en un riguroso y fascinante blanco y negro, resultó un verdadero hallazgo, sobre todo visto desde un territorio difícil para el cine argentino como es el abordaje de un género clave en la formación de la identidad nacional: la gauchesca, maltratada la más de las veces desde la acentuación del coraje y la ingenuidad como única dimensión del ser gaucho, o con una visión más acorde con la historia contada por los que masacraron aborígenes y persiguieron al gaucho nómade y desertor hasta hacer desaparecer su estampa del imaginario secular de las clases populares. Samurai vuelve sobre el pasado nacional –que ha sido tan caro a los norteamericanos con la invención del western para mostrar su pasado– y lo hace desde un lugar similar al que utilizó Scheuer para su primera película; incluso se valió de los mismos recursos estéticos, entre los que brilla una formidable fotografía, que de acuerdo con los requerimientos del devenir de la acción va ocupando un lugar señero; es decir, según para qué momentos, el tono adquiere distintas capas en un rango que va del color pleno a una saturación perlada, logrado merced a una esmerada posproducción fotográfica. Descontado el tratamiento de la imagen, que realmente embelesa al espectador atento, Scheuer introduce aquí –con una carga que acentúa la épica si se quiere– otra figura legendaria para el cine y para la historia, el samurai, y lo sitúa en tierras argentinas poniéndolo en paralelo con el gaucho, aunque ahora éste no sea un perseguido por la ley sino un “carne de cañón” que sirvió en la Guerra de la Triple Alianza –bajo las órdenes de un coronel terrateniente que impone a sangre sus mandatos liberales contra la chusma servicial–, y durante cuyo transcurso perdió los brazos, producto de una escaramuza que ya olía a sacrificio de tropa antes de empezar. El samurai de Scheuer es un joven, que llegó al país junto a su familia escapando del exterminio al que fueron sometidos aquellos que defendían el honor de una práctica milenaria cuando en Japón se impusieron los rasgos de la modernidad, con toda su carga de negación de la tradición cultural; la aparición de las armas de fuego importadas de Europa y Estados Unidos fue su sello terminal. La leyenda de que Saigo Takasuma, líder de los que resistieron los embates de las fuerzas del “progreso” había escapado y se escondía en la lejana Argentina, se convierte en el motor de la acción de Samurai, ya que el abuelo del joven –ex combatiente a las órdenes de Saigo– le legará su katana –que luego el coronel argentino querrá rapiñar–, y lo empujará a su búsqueda. samurai-dentro2 En ese camino –también en las motivaciones de Samurai se vislumbra una road-movie– encontrará a Poncho Negro, el gaucho aludido más arriba y juntos irán sorteando diversos episodios que puntúan una errancia fantasmática por un paisaje de serranías, pequeños cañones y poblados miserables. Más acentuada la catadura del gaucho nómada, a Poncho Negro lo tildan de pendenciero, vago y mal entretenido, a la mejor usanza de la mirada liberal y positivista de la generación de los 80. Cuidada hasta en sus ínfimos detalles en busca del más acabado verosímil, Samurai tiene diálogos en japonés (subtitulados), los lugareños se valen de modismos rescatados de la literatura de la época y vestuario y escenografía redimensionan efectivamente la puesta. Cierto tinte de fábula recorre el relato y en la relación entre ambos protagonistas se juega el ideario de un mundo que iba perdiendo terreno ante el auge de los nuevos tiempos que “necesitaban” arrasar con las barbaries para imponer su lógica y “conquistar” tierras para fundar la “Nación moderna”. En el joven japonés cuando ve desmoronarse su mundo y su familia –ante el fracaso del intento de trabajar la tierra, su padre termina aceptando el forzoso alistamiento en el ejército que en ese momento combaten las montoneras federales–, y en Poncho Negro cuando opone su pasión libertaria a la obsecuencia de otros gauchos más moldeados y ladinos, y a la abúlica vida doméstica. Algunas situaciones y personajes paralelos parecerían por momentos querer cobrar otra estatura aunque en el carácter general del relato terminan siendo nada más que mojones y la historia se ciñe a los dos protagonistas. Inmejorable el coronel –parecido a Bartolomé Mitre– en su labia astuta, en su visión aristocrática de la existencia, en la exhibición obscena de su poderío y autoridad. Igual que el deambular de Poncho Negro –también su construcción física es notable–, con su inútil rodeo por una tierra conocida “en detalle”, que terminará entregado a un destino que parece aguardarlo desde siempre. Hay también ideología en Samurai, puesta a revelar un estado de cosas que se perpetuaron hasta el presente y modelaron una forma de país.
Hay en Tabú un claro objetivo que comanda el derrotero de una historia dentro de otra sobre ese amor condenado del pasado, que es también como están condenados hoy los que cuentan y escuchan esas historias; en el film de Miguel Gomes (1972, Lisboa, Portugal) prevalece lo que brillaba con luz propia en Aquel querido mes de agosto (que había resultado mejor película del BAFICI 2009), luminoso relato que se servía del documental y la ficción en un pase eficaz que lo volvía innovador en esta práctica discursiva: la saudade lusitana, que es también la del propio Portugal como cultura, y que aquí fluye dándole el sentido que moviliza el recuerdo y hasta las propias acciones de los personajes, presos de algo que se intuye imposible de un final ideal. Tristeza y melancolía entonces, que son las formas posibles de la saudade, por una época perdida en África donde un amor clandestino se enciende inagotable; y también en el modo en como tiene lugar la relación entre Pilar y Aurora y su doméstica, que en la Lisboa actual van sumergiéndose en ese relato que envuelve el presente con intempestivo fuego vivo; que ocurre como una práctica de ritual con una conversación que acaece porque sí, incluyendo al narrador contemporáneo y osado seductor que fue en esa colonia portuguesa en África, situación que Gómes, en un gesto político a lo Antonioni, no deja de poner en evidencia –el Portugal colonial que en los sesenta insistía en sostener los territorios de ultramar avasallados– con esos personajes de clase acomodada dispuestos a gastar sus días en ese sitio remoto pero apasionante, misterioso, que comienza a evocarse a través de una emanación vaporosa que resplandece en el blanco y negro del film y en la prescindencia de diálogo; el pasado anuncia la tempestad amorosa en hermosas imágenes mudas conformadas con encuadres osados y modernos, captadas con frescura y una levedad maravillosa como había en cierto cine mudo, pero al que Gomes le otorga fisonomía propia; se parece estar viendo un film del periodo mudo pero articulado desde alguien afianzado en su oficio que se vale de artificios que vendrían con el cine sonoro. La voz en off que atraviesa esta parte del relato fija como una filigrana esa evocación: es una voz inclinada al repaso de ese tiempo apoyada en el reflejo de sus sombras, en un juego de intervención sobre el pasado extinguido que proyecta esas sombras sobre el presente, tal como hace el mejor cine mudo sobre el contemporáneo. Es inevitable hablar de Friedrich Wilhelm Murnau si se piensa en el film del mismo nombre con el que el director alemán se alejaba del expresionismo y se volcaba a transmitir su amor innato por el paisaje, incapaz de reconciliarse con el empleo de sucedáneos que ofrecían los estudios y harto de las bajezas mercantilistas de Hollywood que cortaban sus aspiraciones artísticas. Algo del Tabú de Murnau subyace en el de Gomes; cierta exuberancia, un país extraño, el amor prohibido que se proyecta como una amenaza tangible, ese acelerado trayecto del final; pero en Gomes esa arquitectura tiene a la nostalgia de ese tiempo ido como fuerza creadora del presente en un montaje lleno de sensibilidad, que invade la pantalla con frescura nueva. El destino de esa Aurora que hoy está acercándose al fin de su memoria la forjó perturbadora y desafiante en su juventud; pero ahora ni siquiera puede contar la propia historia; lo hará su amante desdichado que queda fijo en la elaboración del pasado tras el que acechan recuerdos dolorosos, todo aquello que fue sin pensamientos. Film intenso y cautivante, deudor de las líneas estéticas planteadas en Aquel querido mes de agosto pero más refinado y con una expansión más dinámica y menos dudosa, Tabú confirma a Gomes como un autor que encuentra en el misterio y el ensueño la inspiración para su credo artístico.
Comunión de ángeles caídos Artificio digno de un realizador dispuesto a ocupar sus propios casilleros en el esquema siempre digitado de la industria del cine norteamericano, The Master, como las películas anteriores de Paul Thomas Anderson (Petróleo sangriento -2007- y Embriagado de amor -2002-, entre las últimas), resulta una pieza única. Esta unicidad se debe sobre todo al entramado argumental, pero no menos cierto es que su tratamiento formal, aunque convencional en su elección estética, también aporta hallazgos que funcionan sincronizadamente con la materia viva de esta singular historia. Anderson logra construir en The Master un relato complejo, duro, impredecible, de una estructura sutil y huidiza, que se afianza a medida que el entramado abre posibilidades impensadas en la sucesión de hechos; en cada atajo la dimensión de la epopeya de los dos protagonistas, el maestro sanador y su discípulo enfermo, dos ángeles caídos que se descubrirán sin redención, va adquiriendo una espesura que alberga una infinita oscuridad, un tinte opresivo y vanidoso que tiñe un camino falsamente sembrado de esperanza. Basado en el inicio del culto de la Cientología y en el personaje real de L. Ron Hubbard, su creador, el relato se ambienta a comienzos de los ’50, en el florecer de una sociedad estadounidense que volvía de ganar la Segunda Guerra y de perder muchos de sus hijos allí, una herida que no cerraría nunca. Una parte considerable de los soldados volvía con algún desquicio mental, aunque Freddie Quell, el personaje al que anima con increíble destreza Joaquin Phoenix, venido de esa guerra cruel en el presente de esta ficción, parecía traer consigo desde siempre un extrañamiento esquizofrénico traducido en una intempestiva irresponsabilidad para andar su vida. En uno de esos vericuetos a los que lo conducían sus conductas anonadadas y caprichosas, cada vez descendiendo más los peldaños de las suertes laborales –de fotógrafo en grandes tiendas a cosechador de repollos–, con una latente e insatisfecha carga sexual a cuestas, Quell se topará con ese líder carismático, pleno de entrega y bonhomía en su calculada humorada gestual, disparándose en ese cruce un cortocircuito de humanidades alternas que van a fundirse y separarse en un tácito pacto sustentado por la engañosa filosofía religiosa que propugna el maestro Lancaster Dodd. Esta línea de teoría curativa tendrá su galope tendido en las estrategias con las que el maestro se afanará en sanar el alma enferma de Quell –un alcohólico con brebaje propio y un estresado comportamiento sexual–, tan insensible para alcanzar los efectos bienhechores de la templanza. Sin embargo, Quell tendrá para el maestro el mismo efecto revitalizante que éste busca para su protegido; será utilizado para actuar las bondades del culto y será para Dodd el hilo de esa cuerda que tira sin cesar hasta ir variando los preceptos de superación que construyó con su doctrina en una incierta búsqueda de avance. La particular comunión de estas almas tendrá su cenit de profundo hastío y una andanada de palpitaciones generosas; se irá conformando más allá de la familia del líder y de sus seguidores, involucrando a la mujer de Dodd, que con perversa insistencia en su idea sobre cómo debe funcionar la empresa de autoayuda familiar apela a toda clase de artilugios para mantener la casa en orden. Es The Master un film construido en el tanteo de estas relaciones y entre éstas y el contexto de una sociedad creída en su opulencia y en su capacidad invencible para alcanzar la materialidad de sus sueños; el relato posee una violencia estertórea, velada –a veces explícita y sin dirección definida–, un ritmo que podría decirse épico en su intrínseca batalla de emociones y alterados subterfugios que ponen en el centro de la escena a dos náufragos –en sitios distintos de una misma balsa– condenados a ahogarse en el lastre de un mundo disfuncional. Como suele suceder en buena parte de los films de Anderson con los grupos o familias que comulgan conjuntamente en pos de algún designio (Boogie Nights -1997-, Magnolia -1999–), los individuos que los integran parecen no enterarse de la descomposición en la que están sumidos.
Fallido artificio sobre los motivos de un crimen Montada sobre la estela que dejó El secreto de sus ojos en cuanto a tema, actor –Ricardo Darín, hoy el intérprete que, por diversas razones, tiene más predicamento en los medios nacionales– y género; con la pretensión evidente de sentar precedente acerca de que el thriller es una materia a la que los realizadores argentinos saben volver atractiva al entramar férreamente aquellos hilos argumentales sobre los que se monta la intriga y el suspenso, Tesis sobre un homicidio, segundo opus de Hernán Goldfrid (Música en espera, 2009), queda atrapada en su especificidad dando vueltas sobre sí misma y acercándose peligrosamente a un callejón argumental sin salida. Desde la primera escena –que luego irá a cerrar la anteúltima situación de la trama– se percibe claramente que los recursos formales y estéticos de los que se valdrá Goldfrid no consiguen tener ni por asomo la eficacia que en otras manos más sagaces servirían para que en la estructura de un thriller se engarcen las piezas fundamentales. Planos velados y difusos, superposiciones, travellings circulares, cargadísimos primeros planos de rostros y objetos tienden a la gratuidad saturando las escasas opciones con las que el relato podría cobrar dinamismo. Es decir, la abstracción estética no responde en Tesis sobre un homicidio a los fines principales de la representación, aquellos que ponen en evidencia o revelan la naturaleza interna en las que deberían converger sus aspiraciones más expresivas; reglas podría decirse, sobre las que los maestros del género afinan sus perspectivas para dotarlo de fuerza narrativa. En este policial hay un abogado reconocido por sus dotes intelectuales como docente e investigador de oficio que se dedica a dictar exclusivos seminarios de posgrado y escribir su parecer en libros sobre el funcionamiento de la Justicia. Uno de los alumnos del seminario, también abogado, es el hijo de un colega que vive en España pero que de a poco se erigirá en el principal sospechoso del crimen disparador de la trama –el homicidio de una muchacha, con violación y saña incluidas– que ofrece el film. Entre ambos se establecerá un duelo sesgado y oculto sobre el tópico de la posibilidad del crimen perfecto; con el veterano abogado tratando de refutar esa hipótesis y con el joven alumno que a su modo, a través de un discurso vehemente y mordaz, sin vacilaciones, intenta desmitificar la idea de sentido equilibrado con que suele investirse la justicia. A medida que crece en intensidad y desconfianza, la relación entre los protagonistas principales estará mediada por la hermana de la víctima, una joven que coqueteará con ambos y que finalmente será utilizada para poner en evidencia al supuesto criminal. Más allá de estos protagonistas –y es válido señalar esa distancia: más allá– hay una serie de personajes –un juez, un colega del abogado ahora en pareja con su ex mujer, una ex alumna y admiradora con la que el abogado se acuesta luego de la presentación de su libro, un comisario que suele ofrecerle los casos más envueltos en un misterio, la misma participación de uno de los espectáculos del grupo de acción teatral performática Fuerza Bruta–, absolutamente deslucidos en su tangente superficialidad, puestos como meros decorados que atentan directamente sobre la economía del relato. A Tesis sobre… también la deslucen férreas marcaciones, ungidas en el relieve del joven sospechoso de haber cometido el asesinato –Alberto Amman, un actor argentino que reside en España–, cargado de excesiva suficiencia; el de la hermana de la víctima, que sólo denota un mohíno sex-appeal; los mismos hallazgos de los personajes que cualquier espectador ya puede prever en la escena anterior -entre otros, el momento en que la hermana de la víctima descubre en la casa del investigador los mismos elementos usados para el crimen–. Evidentemente, Goldfrid confundió los objetivos de algunos modelos narrativos –léase de Hitchcock en adelante–, el espíritu de sistema que deben tener en la aplicación de los principios de una intriga policial y psicológica. El didactismo sobre los íconos no tiene que ver tanto con la severidad en su utilización sino con volverlos atractivos desde su propia apariencia; con causar impresión y desesperación en el espectador –para hacerle posible algún grado de participación– y no sólo en los personajes; con lograr que la emoción pueda surgir de la interpretación del que está viendo el film sobre lo que éste despliega, sobre su lúdica simbólica. En Tesis para un homicidio nada de esto es posible; han sido desplazadas hasta las alegorías y sólo quedan iluminadas las sombras de un relato engorroso, demorado, con poca conexión con la intensidad y con los movimientos de aquellos modelos que pudieron darle origen. Así el desequilibrio del relato (adaptado de una novela de Diego Paszkowski por Patricio Vega) sólo consigue abrazar un final deudor de subtramas artificiales, que sitúan a Tesis sobre un homicidio en una suerte de lotería emotiva que esparce móviles, acciones y finalidades en combinaciones livianas y sin carácter. Si se precia de su oficio, Darín debería extrañar su protagónico y el entramado de El Aura, del prematuramente desaparecido Fabián Bielinski.