Bárbara

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

Las afinidades electivas

Es notable la manera en que Petzold, por un lado, inscribe su film en una narrativa clásica –con una elegancia que ya quisieran muchos de sus colegas hollywoodenses– y por el otro la subvierte, rompiendo con todos sus estereotipos y clichés.

La ex República Democrática Alemana, hacia 1980, cuando nada hacía sospechar que alguna vez caería el Muro de Berlín. Hasta allí se traslada el gran director alemán, Christian Petzold, para narrar Bárbara, la historia de una mujer presa de un sistema político y dispuesta a escaparse, pero no a cualquier precio. Médica eminente del mejor hospital de Berlín, Bárbara (la estupenda Nina Hoss, ganadora del premio a la mejor actriz de la Berlinale 2007 por otro protagónico para Petzold, Yella), ha sido destinada a un pequeño hospital de un pueblito de provincias, para poder ser vigilada sin pudor por la Stasi, la policía secreta del régimen, que sospecha de su escasa adhesión a la causa. Allí, Bárbara se topará con André (Ronald Zehrfeld), otro médico que está en una situación similar a la suya y que busca su atención y su compañía. Pero aunque Bárbara nunca lo expresa abiertamente, se entiende que duda: ¿Y si André fuera también un espía, un delator, aunque más no sea para ganarse los favores del régimen, o simplemente para sobrevivir el terrible día a día, como hacen tantos?

Con su maestría habitual para reformular los géneros clásicos y el modo de relato del cine de Hollywood, que ya demostró antes en Yella (donde deconstruía el film fantástico) y en Triángulo (una relectura del film noir), en Bárbara, Petzold va diseccionando junto a sus personajes la idea de melodrama romántico, un poco a la manera en que lo hacía Rainer Werner Fassbinder. No parece una casualidad que, entre un aluvión de citas cinéfilas, Petzold haya mencionado un film clave en la obra de Fassbinder, El frutero de las cuatro estaciones (1972), también ambientado en la asfixiante Alemania del Este.

Es notable la manera en que Petzold, por un lado, inscribe su film en una narrativa clásica –con una elegancia y un dominio de las fuentes que ya quisieran muchos de sus colegas estadounidenses– y por el otro la subvierte, rompiendo con todos sus estereotipos y clichés. Si hay (tácita, latente) una historia de amor entre Bárbara y André, jamás está enunciada, como lo estaría en un film de Hollywood. Pocas cosas más obvias, a esta altura del cine, que enfrentar la adversidad de un régimen perverso con la fuerza de una pasión romántica. Pero nada de eso hay en Bárbara. Por el contrario: la lógica desconfianza de ella hacia él impone una distancia, un frío en sus relaciones que vuelve aún más tensa y ambigua cada una de las escenas entre ambos.

Film pleno de detalles y sutilezas, Bárbara tiene varias escenas tan enigmáticas como brillantes. Pero hay una en particular que es reveladora no sólo de los códigos que debe manejar la pareja protagónica para hacerse entender en esa sociedad hipervigilada, sino también de las claves con las que el director le dice al espectador cuál es su punto de vista y su posición moral frente a su historia. Después de una discusión, Bárbara se queda pensativa frente a una pequeña reproducción de La lección de anatomía del Doctor Nicolaes Tulp, el famoso cuadro de Rembrandt, que André tiene en su consultorio. El le dice que le gustaría ver el original (lo que implica que él también querría salir del país) y le indica que repare en un error que habría cometido Rembrandt. Un error que según André no es necesariamente tal. El hecho de que todos los discípulos del doctor Tulp estén con la vista fija en el Atlas Médico y no en el cuerpo exangüe de ese hombre que acaba de morir (Aris Kindt, un reo que venía de ser ajusticiado) es revelador tanto para André como para Petzold. Dice André, y parece hablar también en nombre del director: “Rembrandt quiere que nosotros miremos a Kindt; lo que nos dice es que estamos con él, con la víctima, y no con ellos”.

También a la manera del viejo cine de Hollywood, en Bárbara el implícito drama romántico está ineluctablemente vinculado con una aventura de espionaje. ¿Quién es ese amante misterioso que Bárbara ve a escondidas y que está dispuesto a escamotearla fuera del país? Y en todo caso, ¿cómo logrará hacerlo? ¿El siniestro oficial que la vigila podrá impedirlo? Esos elementos clásicos de suspenso están allí, en los cimientos del film, como un humus esencial en el que abreva el cineasta, pero con el cual va a ir desarrollando su propia historia, en la que importan, por encima de todo, las elecciones morales de sus personajes. A cada momento Bárbara y André son puestos a prueba –por el autoritarismo del régimen, por las desesperadas demandas de sus pacientes, por sus propios recelos– y siempre terminarán respondiendo de la manera más noble, que suele ser también la más peligrosa.