Lo que determina que una película de terror sea buena es su precisión para localizar el mal. Muchas veces el verdadero monstruo no es el enemigo grotesco y poco verosímil que vemos en pantalla. Hay veces que los verdaderos monstruos son los personajes “humanos”, los que te invitan con amabilidad a casa o los que se ofrecen a solucionar un problema en la cañería del baño.
Bárbaro, escrita y dirigida por Zach Cregger, es grandiosa porque entiende quiénes son los verdaderos monstruos, y porque se compromete con su época sumándose a la sensibilidad feminista del #MeToo. Pero Cregger no se queda en el señalamiento oportunista ni en los efectos de la cancelación, sino que intenta rastrear el origen del mal.
En Bárbaro, el sexo masculino es de temer y las mujeres tienen razones de sobra para hacerlo. La película muestra ese temor con sutileza y atmósferas bien construidas, y con actuaciones superlativas, sobre todo la de Bill Skarsgård, que lleva su interpretación a un nivel altísimo de excelencia.
Cregger conforma una especie de tríptico del terror en una sola película. En la primera parte, Tess (Georgina Campbell) llega a Detroit para una entrevista laboral. Cuando en medio de una lluvia torrencial quiere ingresar a la casa que alquiló vía Airbnb, ubicada en un barrio escalofriante, se da con que en el lugar hay alguien. Tess no sabe si se trata de un okupa o de un error en el alquiler. El habitante es Keith (Bill Skarsgård), quien le dice que se quede a dormir (con cordialidad sospechosa).
La tensión, la incomodidad, la extraña sensación de peligro que genera Cregger en ese primer encuentro entre Tess y Keith son un logro que tiene que ser estudiado en las escuelas de cine. En ese primer acto está concentrada la clave de Bárbaro, sus matices, el suspenso y el terror que irá desenvolviendo lentamente, mientras nos introduce por un largo sótano que hay en la casa, en el que se esconde algo demencial.
En la segunda parte vemos a AJ (Justin Long), un director de cine acusado de conducta sexual impropia. AJ también viaja a Detroit, a la casa que alquilaron Tess y Keith, ya que es el propietario. Y la tercera parte se va a la década de 1980, comienzos de la era Reagan, para presentar al personaje interpretado por Richard Brake (no es para nada casual que la época elegida sea la del presidente Reagan).
Qué sutileza la que maneja Cregger para señalar que está en otra década en esa tercera parte. Sin poner el año, el espectador se da cuenta de que está en los ′80 con sólo escuchar la radio. El director se toma el tiempo para desarrollar la historia e introducir los momentos más terroríficos con pulso y efectividad.
Bárbaro está hecha con una delicadeza compositiva apabullante, que incluye detalles de diálogos, de actuaciones y de decisiones de puesta en escena que provocan angustia y desesperación. Y si bien la película tiene un monstruo (literal) que asusta a cualquiera, los verdaderos monstruos meten mucho más miedo.
Sin dudas, Cregger vio a los grandes exponentes de la clase B de la década de 1980, pero para mejorarlos (sin caer en la solemnidad), respetando su esencia gore, su espíritu bizarro, su desparpajo creativo y su libertad cinematográfica.
Bárbaro es una clase B refinada, bien hecha, preocupada por el detalle y por la sofisticación argumental. Un clásico instantáneo del terror contemporáneo.