Larga y pretenciosa ya desde el título, la nueva película de Alejandro González Iñárritu puede significar un arduo desafío incluso para aquellos que lo consideran un poeta, un iluminado, un artista trascendente. Para quienes encuentran incómodas ciertas zonas de su cine (como es mi caso), las dos horas y media de BARDO: Falsa crónica de unas cuantas verdades resultan en muchos de sus pasajes una experiencia entre tortuosa e irritante.
SU RELACIÓN CON LA FILMOGRAFÍA PREVIA. Las películas de Iñárritu siempre fueron de muy extensa duración, con ambiciones nunca modestas y situaciones muchas veces extremas y provocadoras. Sin embargo, nunca había alcanzado un nivel semejante de autoindulgencia y obviedad como en BARDO, una acumulación de escenas de alto impacto, diálogos presuntuosos, bajadas de línea y “denuncias” (la idea parece ser la de sacar todos los trapitos al sol).
En BARDO Iñárritu juega a ser el Fellini de 8½ (aunque más bien parece el Subiela de El lado oscuro del corazón) con una película que empieza con un personaje volando en la inmensidad del desierto, sigue con un bebé que al nacer no quiere vivir en ese afuera y es reintroducido en el vientre de su madre (sí, así como leen), una inundación en trenes y departamentos, la información de que Amazon quiere comprar el estado mexicano de Baja California y la reconstrucción de un hecho histórico en el que las tropas estadounidense masacran a un regimiento mexicano integrado por adolescentes. Y eso ocurre apenas en los primeros minutos, así que imaginen todo lo que viene después...
SU RELACIÓN CON MÉXICO Y ESTADOS UNIDOS. Si hay algo para reconocerle a Iñárritu es que BARDO probablemente enoje a todo el mundo. La película es un acto de humillación hacia estadounidenses y mexicanos por igual, hacia cada uno de los personajes y en cada una de las escenas. Maltratos que -según me han contado fuentes inobjetables- tambén se reprodujeron con el equipo méxicano durante parte del rodaje. El desprecio es moneda constante en la película: cuando una empleada doméstica quiere ingresar a un lugar “exclusivo”, cuando el protagonista ingresa (regresa) a los Estados Unidos y recibe un trato desdeñoso por parte de un agente (latino, claro ) que trabaja para el servicio de control migratorio. Y así podría seguir la enumeración.
LA RELACIÓN CON SU VIDA, LOS MEDIOS Y EL ARTE. No es difícil advertir las similitudes entre el Silverio Gacho (Daniel Giménez Cacho, el “Darín mexicano”, haciendo gala de un profesionalismo y dignidad encomiables para sobrellevar los despropósitos que le hace decir y hacer el director) y el propio Iñárritu. Si bien Silverio es un periodista y documentalista que desde hace dos décadas está radicado en Los Angeles y regresa a su México natal para recibir un prestigioso premio, está claro que en muchos sentidos funciona como alter-ego, vehículo para que el cineasta juegue a la autobiografía y se despache a diestra y siniestra contra políticos (el encuentro con el embajador estadounidense), la hipocresía global (no se priva de filmar a los inmigrantes ilegales que intentan cruzar la frontera hacia los Estados Unidos), medios de comunicación (la escena de la fallida entrevista en vivo) y el lugar vanidoso del artista, el éxito, la adulación y las traiciones. Todo revestido de pompa, pero que en verdad son frases que suenan como aforismos propios de una filosofía barata.
SU RELACIÓN CON ARGENTINA. Iñárritu volvió a trabajar junto a Nicolás Giacobone luego de la experiencia conjunta en Biutiful y Birdman. Y eligió a Griselda Siciliani para interpretar a Lucía, la pareja del protagonista. Lamentablemente (y no es culpa de la actriz) no solo la hace hablar con un acento mexicano que suena forzado sino que el personaje se ve sometido a situaciones muy poco cuidadas. Es que los intérpretes de Iñárritu son meras marionetas, engranajes de una gran maquinaria que solo tiene sentido en la cabeza del autor y, en este caso, la arbitrariedad y el artificio imposibilitan cualquier tipo de empatía o conexión emocional con los personajes. Eso sí, tanto Lucía como Silverio tienen “vuelo propio”, pero en el sentido más literal de la expresión.
SU RELACIÓN CON NETFLIX. Es interesante comparar BARDO con Roma, el regreso a México de otro autor mexicano consagrado en Hollywood y también de la mano de la N roja. Mientras Alfonso Cuarón filmó en blanco y negro una historia personal y -salvo alguna escena puntual- con austeridad y sensibilidad, lo de Iñárritu es propio de un director presumido, con ínfulas y mucho dinero para concretar sus caprichos y dejar en claro tanto sus berrinches como sus miedos (a la vejez, por ejemplo).
LO RESCATABLE. Hay algunos momentos de cierta bienvenida intimidad en la relación entre Silverio y sus hijos adolescentes Camila (Ximena Lamadrid) y Lorenzo (Íker Sánchez Solano) y otros -cuando se desprende de su lugar de profeta, filósofo y artista rencoroso y misántropo- en los que aparecen planos o incluso escenas en los que Iñárritu demuestra que tiene un virtuosismo prodigioso y una dimensión como cineasta poco habituales. En ese sentido -más allá de cierto abuso del gran angular y otros lentes deformantes- el trabajo junto al gran Darius Khondji en 65mm alcanza ciertos picos artísticos que se disfrutan mucho en pantalla grande (pude ver la película en un cine), pero en definitiva son solo breves irrupciones, atisbos, excepciones dentro de una película dominada por la grandilocuencia, el subrayado, la autoflagelación, el resentimiento, el sadismo y la venganza.