Antes de recibir un importante premio, un famoso periodista mexicano viaja a su país y repasa su propia vida personal, familiar y la de su patria. En Venecia y San Sebastián. Estreno en cines de Argentina el 3 de noviembre. En Netflix, el 16 de diciembre.
La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada», dice la frase shakespeareana. No podía evitar pensar en eso cada diez segundos mientras veía BARDO, un ego-trip psicológico (quizás, psicopático o psicosomático) engendrado por Alejandro González Iñárritu tomando como víctimas de sus mínimas referencias cinéfilas los ejemplos de Federico Fellini o Ingmar Bergman a la hora de hacer un repaso audiovisual de su vida. No hay, casi, parámetros que expliquen el show de horrores que es BARDO, al menos dentro del cine profesional. El desperdicio de talentos que hay aquí es tan brutal –desde el pobre elenco, sacrificado en el altar del cineasta poseído, filmado a distancia como si fuera un estorbo que interrumpe los giros de la cámara, pasando por los grandes nombres del equipo técnico y artístico– que empeora a la película a cada paso. No se trata de un cineasta modesto y sin experiencia al que se le dio por el autorretrato místico lleno de pedorras alegorías religiosas y políticas, sino un hombre que de algún modo logró ganar un par de premios Oscar a mejor director con films que, comparados con este, son discretos y humildes. Y eso es lo que duplica la ofensa cinematográfica que es, de principio a fin, esta película.
Es cierto que Iñárritu avisa de entrada. Ya el problemático parto que tiene la esposa del protagonista (interpretada por una dignidad a prueba de imposibles por Griselda Siciliani, una víctima más de todo esto) avisa que veremos algo particular, extraño, por no decir bizarro. Hay algo de humor en esa escena, y eso hace suponer que, aun cuando estamos ante la presencia de un trauma que acompañará al protagonista y a su familia a los largo de las 200 horas que parece durar la película, quizás haya alguna esperanza de poner algún pie en la Tierra, de tomarse a sí mismo en broma. Pero no será así. O, cuando lo sea, el humor será de la calaña más baja posible, malo aún en relación a un mal programa de televisión, malo de toda maldad. La película es de una grandilocuencia, de una impostura, de una desmesura verborrágica y visual que me cuesta encontrar comparaciones en mi experiencia como espectador de cine. Pino Solanas coqueteó con ridiculeces de este estilo pero solo en algunos momentos de películas como EL VIAJE, Eliseo Subiela solía tener trips similares y a realizadores como Emir Kusturica cada tanto se le daba por esperpentos comparables. Pero nadie lo hizo con la consistencia para el feísmo cinematográfico como lo hace Iñárritu acá.
No hay escena que se salve. Ninguna. Acaso algún plano en el centro vacío de la Ciudad de México a alguna hora de madrugada se vea bonito, pero pronto será arruinado por dos escenas de miserable alegoría política que involucran a las desapariciones y a la conquista de América que dan vergüenza ajena. El inicio de una versión a capella de «Let’s Dance» de David Bowie lo tomé como un pedido al espectador de cerrar los ojos y al menos escuchar algo bello, pero pronto se interrumpe por algo horrendo. O un momento de silencio, en una piscina, entre tanto ruido y volumen audiovisual. Es una película con dedicada devoción por ser fea, irritante, desagradable y, sobre todo, absurda. Usando un lente gran angular durante gran parte de la película (la foto la hace Darius Khondji, Emmanuel Lubezki se hizo el tonto y se borró parece), efectos visuales lamentables (el que transforma a su protagonista en un «niño» es de no creer) y largos planos a la BIRDMAN que se vuelven cacofónicos a los cinco segundos de comenzados, la experiencia es ardua, difícil, salvo para los que quizás estén en algún viaje místico con su propio ego y enganchados en terapias alternativas ligadas al mal gusto cinematográfico. Algo que, convengamos, desde Alejandro Jodorowsky en adelante, suele suceder.
No tiene mucho sentido contar lo que pasa. Haré un resumen simple. Daniel Giménez Cacho (que no tiene la culpa de nada, como el resto del sacrificado elenco) interpreta a Silverio Gama, un periodista y documentalista mexicano radicado en los Estados Unidos que por algún motivo es tan famoso que hasta supone que deben reconocerlo en Migraciones. Supongamos que el tal Silverio sea una persona popular –difícil, pero sigamos el juego– y exitosa que viaja de vuelta a su país natal antes de recibir un importante premio de parte de una asociación de periodistas que tiene la capacidad de armar una fiesta propia de un magnate de, bueno, de Netflix. Y, una vez allí, empieza a tener esos cruces con su historia personal, familiar y nacional que lo conecta con ese país que alguna vez dejó para ser un multimillonario con problemas en una patria que no es la suya. Si no están de entrada muy preocupados por los problemas de Silverio no entenderán jamás la película. Y, la verdad, se vuelve muy difícil preocuparse por él.
Pero él sí se preocupa. Y su familia también. Y el público que lo sigue también. Y aparecerá su padre, su madre, Hernán Cortés y las guerras entre México y Estados Unidos en las que quizás los soldados masacrados también estaban preocupados por él. Hay un periodista malo y competitivo que lo tiene entre ceja y ceja, y que trata de dejarlo mal parado en todo momento diciéndole algunas cosas similares a las que escribo acá. Pero él lo ignora y trata de no prestarle atención. Ojo, Iñárritu es crítico con Silverio. Es un tipo metido en lo suyo, contradictorio, quizás «vendido» a los dólares estadounidenses, que no estuvo en momentos importantes de la vida de sus hijos y que solo mira su propio ombligo. Pero en el fondo no es su culpa sino la de una industria (la de los documentales periodísticos, con la cual cualquiera puede hacerse millonario parece) que lo llevó por el mal camino, lo hizo alejarse del pueblo, de la patria, de México y de su «gente real», vaya uno a saber quiénes son para un hombre que no parece haber compartido un bus con nadie jamás en su vida.
Al lado de este despropósito, ROMA es una obra maestra. La de Alfonso Cuarón tendrá sus problemas, pero es una película de una dignidad cinematográfica mayor comparada con este film enviado desde el Averno, largado al mundo por alguien que odia al cine, que no le importa el cine y que si hizo alguna buena película (AMORES PERROS y, en cierta medida, EL RENACIDO) debo pensar que fue por pura casualidad. Sí, la inspiración puede ser felliniana (es un mix de 8 1/2 y AMARCORD contado por alguien que solo vio clips y fotos de escenas de ambas, con un touch de Terrence Malick pero sin paciencia alguna para capturar la belleza), pero la puesta en escena es propia, de esas en las que la cámara llama la atención sobre sí misma y todo lo que pasa adelante de ella es secundario. Es que la propia factura elefantiásica anula la introspección que la película supone estar revelando. La inmensidad egocéntrica de las imágenes niegan su supuesta razón de ser y, especialmente, contradicen la idea de que BARDO pueda ser vista como una película autocrítica. Nadie se cuestiona su propia alienación construyendo imágenes que, por un lado, extienden ese divorcio con el mundo real y, por otro, ponen al protagonista a discutir con los grandes hechos y personajes de la historia mexicana.
Se podrá decir que es monótona y aburrida, pero eso me parece totalmente secundario. Sí, quizás lo sea, pero hay muy buenas películas que son, por momentos, monótonas y aburridas. BARDO no quiere ser eso, no se lo permite, teme aburrir y grita, teme ser monótona y gira la cámara para un lado y para el otro, teme dejar una idea sin resolver y la explica mil veces, teme que el espectador piense por sí mismo y le arma un festín de explicaciones, teme que quede algún misterio o duda y le tira un catálogo de símbolos comprados al por mayor en la feria de ofertas del «cine arte». Leo críticas que celebran la belleza de la película y yo no la veo en ningún lado, salvo en las escenas de folleto turístico en ese resort exclusivo al que va con su familia y en el que se ofende, por cinco segundos, porque no dejan entrar a la empleada que trabaja con ellos. Después se olvida, claro, porque esos personajes aparecen para decir algo, marcar un punto, y desaparecer así como vinieron. Es un cine del Yo en el que un cineasta se celebra y se canta, se canta y se celebra, disfrazando todo de introspección budista. Es un pase de magia sin magia, sin mago, sin truco. Es un todo sobre todo que, finalmente, es igual a la nada misma. Ruido, furia y ya.