Bardo", o el director en su laberinto.
El realizador de "Babel" y "Biutiful" hizo una de sus habituales películas ambiciosas y cargadas de nihilismo, a lo que le suma escenas cuya carga metafórica cae ante el peso del ridículo.
creciente es un monstruo querible y frágil, en línea con los que han atravesado la filmografía del ganador del Oscar por La forma del agua.
¿E Iñárritu? Bueno, el director de Babel y Biutiful hizo una de sus habituales películas ambiciosas y cargadas de nihilismo, a lo que le suma escenas cuya carga metafórica cae ante el peso del ridículo. Son dos horas y media largas, larguísimas, llenas de prodigios técnicos que conducen hacia la nada misma. Un vacío cuya pretensión se preanuncia desde la elección de un título como Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades. Porque Iñárritu no hace películas; Iñárritu cuenta verdades, en este caso, con la forma un viaje por sus obsesiones. O, mejor dicho, LA obsesión, que no es otra que él mismo.
trenes que se inundan, tormentas de arena, recreaciones de batallas entre mexicanos y estadounidenses y varios intentos burdos por señalar que el mundo se está yendo a la mierda. Así lo piensa Iñárritu, como también su alter ego ficticio Silverio Gacho (Giménez Cacho), un periodista devenido en reputado documentalista que vuelve a México tan consagrado por la crítica como conflictuado por cuestiones nunca del todo claras.
Pero tampoco importa demasiado, dado que lo importante es que esa conflictividad pueda operar como puntapié para largas peroratas con ínfulas de profundidad y encuentros con personajes de todo tipo, pero siempre cortados por la tijera de una maldad innegociable. Como ese colega que, durante una entrevista televisiva en vivo, fusila discursivamente a Silverio. Porque en Bardo no hay salvación posible, mucho menos algo parecido a la reconciliación.