Podemos entender a “Bardo” como una autobiografía con licencias poéticas. Alejandro González Iñárritu se proyecta en Daniel Giménez Cacho (el fenomenal actor de «Zama» y «La Mala Educación») y lleva adelante una retrospectiva similar a la encauzada por Alfonso Cuarón en la premiadísima “Roma” (2018). Aquí, un afamado documentalista es el protagonista de una historia en donde psicodelia, metarrelato y surrealismo rompen los márgenes de la realidad. Lo autorreferencial desborda, inclusive excediendo la cuota de lo prudente, ¿cuánto hay de verdad detrás del mito? Tildada de pretenciosa por cierta corriente crítica, esta película exhibida en el Festival de Venecia y estrenada en salas selectas, de cara a su desembarco en Netflix se plaga de momentos más o menos consistentes que vertebran casi tres horas de metraje.
El tema central narrado es el sinsentido de la vida y su artificiosidad. El director de “Amores Perros” (2000) y “Babel” (2006) prefiere una imagen deformada que da radical fuerza estética a una obra que conjuga lo potente y lo aparatoso. Narrativa clásica brilla por su ausencia en esta parcial crítica al estado geopolítico actual, en donde la memoria es pura incertidumbre. Preciso arquitecto constructor de imágenes que conducen a sensaciones como el miedo, el placer, la libertad, la pérdida, el dolor, aquí disfrutamos de un Iñárritu en su salsa. Quizás destinado a la prematura incomprensión, existe cierta dualidad en su mirada, virando de lo genuino a lo intrascendente en varios pasajes de un film irregular y no privado de tramos tediosos. La discursiva del mexicano se adentra en terrenos de análisis psicológico, antropológico, cultural y social. México es ese crisol en donde nació, y Estados Unidos el país adoptivo al cual exige llamar hogar. El autor transita un espacio caótico y soporta un vendaval de cuestionamientos. Algunos tildarán de narcisista y autocomplaciente la crítica a un país que ya no habita. Filosofía barata y…
La ilusión de realidad que construye la sociedad es un tema de su preocupación; para Iñarritu la vida es un escenario. Y allí está “Bardo”, echando mano de la máxima budista, atravesando un estado de suspensión entre lo que fue y lo que será. El personaje de Daniel Giménez Cacho se rodea de queribles figuras no corpóreas, incapaz de poder soltar aquellos sueños truncos. Más figuras poéticas hacen extremas a las emociones. Lo redundante acaba siendo un lastre. Iñárritu rompe la cuarta pared, incluso calzándose las ropas de director demiurgo. A Giménez Cacho lo rodea un inmenso océano, la obviedad es evidente y “Bardo” parece naufragar. En los interiores del hogar suceden los instantes de mayor interés. Silverio Gacho se sienta a los pies de la cama de su hijo y lee un cuento para dormir, los terrores y la muerte sobrevuelan. Luego, devendrá un interrumpido encuentro amatorio con su compañera (interpretada por Griselda Siciliani); los cuerpos desnudos son filmados con erotismo y sensualidad. Sus momentos de mayor inspiración recuerdan a cierta herencia buñueliana, pero son atisbos apenas. Las bocas emiten sonido, pero no movimiento. Incluso, asistiremos a un parto invertido. Aquí todo es absurda ficción y no hay norma realista que no se decida traspasar.
El film no escatima una furibunda crítica a los medios de comunicación imperantes, en la medida en que su estética traduce interioridad y exterioridad expuestas de lleno en base a un sinfín de metáforas, algunas más necesarias que otras. Intentando responder a inquietudes tan determinantes como la propia identidad, el superyó observa de cerca al cineasta, ¿se trata de un genio incomprendido que la sociedad exprimió? El múltiple ganador del Premio Oscar se rodea de íconos mexicanos. ¿Presenciamos un mero instrumento narrativo o la osada prepotencia de ponerse en lugar de portavoz generacional? Iñárritu juega de soslayo en igual medida que imposta seriedad: examina la migración y el rechazo, pero sin adquirir profundidad. El ojo documentalista captura la esencia de seres inmersos en un vivir en sociedad, bajo reglas de manual que indiquen como se dice que se debe aparentar. Se acumulan guiños de “8 y ½” (1963), de Fellini; ¿de quién es la voz que dicta la siguiente secuencia? Pareciera que forma y contenido pretenden amoldarse en función de que la ficción desnude mente y alma de quien detrás de cámara se encuentra. Pero, otra vez, las comparaciones suelen ser odiosas. La vanidad gana la pulseada.
El iraní Darius Khondji, director de fotografía de magnos films como “Delicatessen” (1991), “Seven” (1995) y “Uncut Gems” (2020) aporta valores que serán apreciados en la gran pantalla, produciendo auténticas bellezas pictóricas. Críptica e indescifrable, de hilarante despropósito, “Bardo” es una incuestionable proeza técnica. Esta cinta inmersiva se vale de decisiones artísticas válidas en deslumbrarnos: utiliza travellings, cámara en mano, planos secuencia, herramientas de dolly y oníricas lentes angulares. Aún pecando de exagerada retórica, explota el lenguaje cinematográfico en un sentido de introspección que se extrapola como traslúcida visión del proceso cíclico de vida. Lo análogo y lo fractal podrían simbolizar la esencia de este viaje épico, que ensaya una puesta en abismo de experiencias traumáticas. La vasta ciudad se puebla de fantasmas imposibles de alcanzar, luego de anónimos seres acribillados. El fin no es más que comprender el propio lugar que se ocupa en el mundo. Lo falso y lo verdadero, a fin de cuentas, acabarán confundiéndose. La vida se hace de paradojas. Cierta confusión anímica, también, acompaña la salida de la sala de proyección.