"Del éxito hay q tomar un sorbito, hacer un buche y escupirlo, si no, te envenena”, le dice uno de los personajes de Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, a su protagonista, una suerte de álter ego- con énfasis en la parte del ego-, de Alejandro González Iñárritu, el director mexicano que en su afán de encarnar al imperfecto hijo pródigo de regreso al hogar, realizó una de sus películas más deshonestas, incoherentes y maniqueas. Su reflexión íntima sobre el suceso internacional y la desconcertante sensación de no ser de aquí ni de allá también incluye un intento por resumir el espíritu de su país desde la conquista hasta la actualidad, una tarea titánica que Iñárritu ensaya en un film de dos horas y cuarenta minutos producido por Netflix -estará disponible en la plataforma desde el 16 de diciembre-, en el que las secuencias oníricas y su viejo truco de la cronología narrativa fracturada demuestran las limitaciones de un autor demasiado enamorado de sus propias ideas.
Veintidós años después de Amores perros, su última película mexicana y la que le abrió las puertas del mundo y le consiguió la atención de Hollywood -tiene cuatro premios Oscar- el director de El renacido decidió volver al origen a sabiendas de que ese origen ya le era ajeno. Para eso, junto con el guionista argentino Nicolás Giacobone-ganador del premio de la Academia junto a Armando Bo por su trabajo en Birdman-, Iñárritu se creó un avatar en el periodista devenido en documentalista estrella Silverio Gacho (Daniel Giménez Cacho).
La excusa argumental para apilar verdades de perogrullo sobre la era de la “posverdad” y superficiales reflexiones sobre la inmigración es el reconocimiento que Silverio está a punto de recibir por parte de una asociación de periodismo internacional, lo que genera un revuelo en México y sus allegados. Entre los festejos y los encontronazos con las personas que dejó atrás allá lejos y hace tiempo cuando decidió emigrar con su esposa Lucía (Griselda Siciliani) y sus pequeños hijos a los Estados Unidos, el personaje también carga en su valija de regreso el duelo siempre latente por un bebe de la pareja que murió a las pocas horas de nacer.
La ensoñación del parto en la que el bebé decide que no está listo para salir al mundo y regresa a la matriz de su mamá marca la pauta, al comienzo del film, de que no habrá pretensión de realismo ni medias tintas en este relato. Claro que a medida que la trama avanza -o más bien tropieza- a través de diferentes viñetas sobre la vida de Silverio, las secuencias fantásticas -prodigiosamente fotografiadas, como el resto del film, por Darius Khondji- se revelan como uno de las trampas que utiliza Iñárritu para sacudir al espectador. La historia de la guerra entre México y los Estados Unidos, la aniquilación de los pueblos originarios en la época de la conquista, el sufrimiento de los inmigrantes en la actualidad y hasta el narcotráfico aparecen como escenas extraídas de los supuestamente brillantes documentales del protagonista.
“Al que no sabe jugar no se lo puede tomar en serio”, dice Silverio como respuesta a las muchas críticas que recibió en su carrera por esas recreaciones. Una y otra vez, Iñárritu aprovecha esos diálogos para intentar blindar su película ante los reparos que imagina se escribirán sobre Bardo, que fue recibido con tibieza en el más reciente festival de Venecia. Esa estrategia de adelantarse a lo que se dirá del film no desmiente las críticas. Al contrario, lo que consigue es mostrar que por debajo de sus gestos de profeta de un mundo en plena crisis y su búsqueda de revisar su propia historia, Iñárritu se traiciona a sí mismo constantemente.
Las contradicciones de Silverio, como las de cualquier inmigrante al regresar a su país, resultan en un personaje que dice añorar lo que activamente desprecia y su legendaria ética periodística demuestra ser puro humo cuando se vislumbran escenas de sus documentales en las que, por ejemplo, se lo ve circulando por las calles de la Ciudad de México o trepándose a una suerte de pirámide hecha con los cuerpos de los mexicanos masacrados por Hernán Cortés, quien lo espera en la cima para compartir un cigarrillo con él y hablar de su hipocresía. La lógica de esa secuencia termina de quebrarse cuando se revela como el detrás de escena de una filmación. Pura cáscara dramática sin más valor que el de demostrar la aparentemente infinita imaginación del director. En el camino de bucear en su interior, Iñárritu tal vez que encontró a ese hombre/niño caprichoso, temeroso y algo perdido al que su padre le aconseja, demasiado tarde, el peligro de creerse su propio éxito.