Misión imposible en el patio trasero.
Reflejo deforme del sueño americano, el film de Liman echa una mirada irónica sobre los para-estatales en la era Reagan.
A treinta años del estreno de Top Gun, Tom Cruise regresa triunfalmente al cockpit de una aeronave en un relato donde volar implica bastante más que el simple hecho de trasladarse de un lugar a otro. Ya la primera escena de Barry Seal-Sólo en América demuestra con creces que el protagonista no es un capitán común y corriente: la simulación manual de una típica situación de turbulencias termina sacudiendo a todo el pasaje, desperdigando objetos y haciendo caer las mascarillas de oxígeno. ¿La razón? Sencillamente, despertar al copiloto de su siesta. Segunda colaboración entre la estrella y el realizador Doug Liman luego de la notable Al filo del mañana, American Made recoge el guante de Martin Scorsese (en particular, las enseñanzas de sus frenéticas sagas criminales de los años 90 y la relectura encarnada por El lobo de Wall Street) para narrar la historia de un piloto de aviación comercial convertido –por obra y gracia de las circunstancias políticas y sus ambiciones– en agente encubierto de la CIA, mula del Cartel de Medellín, lavador profesional de dinero y, finalmente, garganta profunda sobre rol secreto del Estado norteamericano en tierras extrañas.
Difícil saber cómo era el Barry Seal de la vida real, en el cual la película basa gran parte de su historia, pero en la piel de Cruise se trata del aviador más canchero, pintón y simpático que pueda llegar a imaginarse. Y nada lerdo: aprovechando algunas de las rutas aéreas, el hombre se hace unos dólares extra pasando ilegalmente habanos cubanos de primera calidad. Es con esa información bajo la manga que un agente de la CIA (el irlandés pelirrojo Domhnall Gleeson) se le acerca para ofrecerle el más insospechado de los negocios. En esencia, armar una empresa fantasma que sirva de fachada para el plan más importante: fotografiar a baja altura los campos de entrenamiento de “los enemigos de la democracia” en Centroamérica, en particular Nicaragua, Honduras y El Salvador. Corren los últimos meses de la década del 70 y la tirante situación política y social con los sandinistas, la Fprlz y el Frente Farabundo Martí está en su apogeo (como también la intervención directa de los Estados Unidos en el territorio, entrenamiento militar de los Contras incluido). En precisamente sobre el terreno, pilotando un jet de última generación y escapando de las balas insurgentes, que Seal conoce a un grupo de muchachos colombianos, encabezado por un tal Pablo Escobar, deseosos de inundar de fresca cocaína el mercado norteamericano.
Relato de ascenso y caída y, al mismo tiempo, reflejo risiblemente deforme del sueño americano, Sólo en América acelera desde el minuto uno y no afloja el ritmo en ningún momento, combinando el sarcasmo desembozado con una mirada irónica sobre el papel de las agencias estatales en la era Reagan. Cerca del final del film y de la vertiginosa y fugaz carrera de Seal la CIA, el FBI, la policía local y la DEA llegan casi al mismo tiempo al hangar del aeropuerto privado del protagonista con la intención de detenerlo, situación improbable que ilustra la fascinación de Liman y el guionista Gary Spinelli por el humor absurdo e, incluso, el gag físico. A pesar de ese sentido de la comicidad que la atraviesa de principio a fin, la película no es necesariamente una comedia, al menos no en un sentido estricto. Y si lo es, no puede sino serlo de una manera trágica: las dificultades de la familia Seal a la hora de guardar todo el efectivo disponible o de “lavarlo” en tiempo y forma sólo es equiparable a su ceguera ante la imposibilidad de que ese estado de las cosas continúe indefinidamente.
“Hecho en América”, reza el título original, y ese cambalache donde se confunden objetivos con medios, ideales con simples actos criminales y el confort con la más incómoda acumulación de bienes es esencial a la trama de negocios y planes políticos que laten en el corazón del complejo acuerdo entre las partes: Seal, el gobierno de su país, los narcos, los miembros de su familia. En el fondo, Seal no puede evitar ser una víctima de sus propias y desmedidas ambiciones, alguien que es usado para ciertos fines, un peón al que se hace creer que es rey. Esa es la ironía mayor de esta fábula que, en el fondo, termina siendo moral pero nunca admonitoria. “Tal vez debería haber hecho más preguntas”, afirma Seal ante una camarita VHS que hace las veces de confesor sordo, a mediados de los años 80, poco antes del fin de una era. El dinero ya no está. O, mejor dicho: está, pero en otras manos.