La historia es un disparate completo. Lo sería, en realidad, si no fuera cierta: es la de un vivillo, un pícaro, que pasa de ser un piloto un poco aburrido de una línea comercial a un agente de la CIA, a un traficante de armas, al tipo que le dio la oportunidad al Cartel de Medellín de crecer, al que pudo hacer volar por el aire a Reagan por el affaire Irán-Contras. Y todo sin dejar nunca de ser el vivillo simpático que es marca de fábrica de Tom Cruise, un actor excepcional que aquí hace la pirueta mágica de mostra la adultez irresponsable (se puede ver así, queremos decir, no que lo sea) de aquel adolescente de Negocios Riesgosos. Doug Liman es un realizador desparejo, capaz de lo mejor (Al filo del mañana) y de lo peor (Go), pero sabe algo: uno recuerda las películas por sus grandes momentos más que por su totalidad. Y trabaja para crear esos momentos. Aquí hay muchos, y quizás el único defecto de la película es su vértigo constante, aunque tratándose de una ficción de lo real cuyo combustible es en parte la cocaína, no es de extrañarse. Hay tiempo, también, para el “comentario punzante sobre la política”, eso que suele usarse para justificar una diversión legítima. El acierto es que no se subraya, está ahí y fluye solo a medida que simpatizamos con el personaje (y no hay cómo evitarlo).