Polanski no está realizando, en los años más recientes, su mejor obra. Así y todo, sabe cómo mantener la tensión en los planos, cómo jugar con los nervios del espectador y cómo sugerir perversiones sin mostrarlas. Esta historia de una escritora (Seigner) que traba amistad con otra mujer (Green) donde la relación pasa de lo agradable a la paranoia, de la realidad a la ficción, tiene la ventaja de un realizador que sabe cómo incluir humor sardónico en medio del peligro. Hay algo de ironía y de idea de que, como decía Oscar Wilde, las tragedias de los demás son de una banalidad alarmante, y por eso es que muchos de los acontecimientos de la película incluyen siempre un costado que las vira a una comicidad larvada. Es muy bueno, también, el manejo de la tensión erótica entre las dos protagonistas, aunque, como sucede en otras de sus películas como El inquilino, se nota que a Polanski le interesa menos la historia como tal y su resolución que los apuntes laterales sobre el mundo que la trama le permite. Un cine estilizado, realizado con una calidad que es lo menos que podemos pedirle a un gran cineasta, pero que se siente, sobre todo, como un ejercicio de estilo más logrado en otras ocasiones.