Un final de cimientos poco sólidos
Más oscura en la fotografía que en su argumento, la película encuentra sus mejores momentos en las labores de Gary Oldman y Joseph Gordon Levitt; la superposición de líneas argumentales, más que afianzar la trama, termina restándole efectividad.
Hace ocho años que el tipo no sale de su habitación. Cuando lo hace es en robe de chambre y apoyado en un bastón, como un anciano enfermo. Rechazado por la ciudad que alguna vez defendió, Bruce Wayne se encerró para siempre en la mansión familiar. De ese ostracismo amargo lo arranca, sin querer, una ladrona tan sigilosa como un felino, metida en sus aposentos con intenciones de robo. En el comienzo de El caballero de la noche asciende, Batman y Gatúbela se ven las caras por primera vez, sin saber todavía que son Batman y Gatúbela. Tampoco saben que, como de costumbre en Batman, un loco planea hacer saltar la ciudad por los (malos) aires, bomba nuclear de por medio. Con El caballero de la noche asciende, Christopher Nolan concluye el que podría llamarse “tríptico oscuro” de la saga, no sin dejar sembrada la semilla de una(s) continuación(es) cuyos frutos no recogerá él, sino la Warner Brothers en su conjunto.
Son tiempos inciertos para Ciudad Gótica. En la superficie, todo parece tranquilo. Antes de morir, el fiscal de Distrito Harvey Dent (Aaron Eckhart, que aparece en un par de flashbacks) limpió la ciudad de mafiosos. Pero el comisionado Gordon (Gary Oldman, cada día más hondo y contenido) y Batman (Christian Bale) saben que el bien intencionado Dent terminó convertido en un monstruo hecho y derecho, apodado Falsa Faz. Batman optó por el retiro y Gordon carga con el peso de mantener a resguardo la imagen pública de Dent. Aunque para ello se vea obligado a mentir. “Si la leyenda es más grande que la verdad, publica la leyenda”, decía Un tiro en la noche, donde sucedía lo mismo que aquí. En el medio siglo que separa a la obra maestra de John Ford de la última Batman, las decepciones, crímenes y tragedias (de la realidad, de la ficción) fueron tantas que ya no queda lugar para el recuerdo de tiempos mejores, la melancolía, el sentimiento de pérdida. Sólo queda calzarse la negrísima capa y apretar a fondo el acelerador del batimóvil, la batimoto y el batiplano para ponerle freno a un nuevo loco. No, no a James Holmes, a quien nadie pudo frenar una semana atrás en una sala de Denver, sino al más inofensivo Bane. Inofensivo porque mata gente de mentira.
Como en Batman inicia (2005) y Batman, el caballero oscuro (2008), en El caballero de la noche asciende Christopher Nolan urde un denso entretejido de líneas narrativas. Líneas que discurren en el presente, pero conectan con el pasado (el recuerdo de Dent y del gurú que componía pesadamente Liam Neeson en Batman inicia, la reaparición de Cillian Murphy, que también viene de aquélla) y el futuro. El guión coescrito por Nolan junto a su hermano Jonathan (coguionista de todas sus películas) y David S. Goyer (coguionista de toda la trilogía) hace surgir de su seno, como al descuido, a un personaje que –sólo al final se devela– está llamado a cumplir un rol crucial. No sólo en la próxima Batman, sino en la serie en su conjunto. También como de costumbre, la nueva película del realizador de Memento, El gran truco y El origen da la sensación de ser más compleja e importante de lo que es. Envuelta en un aire de seriedad, la de Nolan es una complejidad arquitectónica, antes que tectónica.
Como aquéllas, El caballero de la noche... hace descansar todo su peso sobre el armado del edificio, más que en la hondura de sus cimientos. El emporio Wayne se derrumba, pero el derrumbe no se siente, porque la dramaturgia de Nolan no prevé ascensos o caídas, sino una suerte de planicie laberíntica, hecha de tramas cruzadas, proliferación mareante de personajes y un grueso tapiz de diálogos. Algunos de ellos tan explícitos como los del final de El caballero oscuro, donde mientras combatían a muerte, héroe y villano debatían sobre sus roles, como en un seminario de metalingüística. Como en aquélla, se presentan aquí dos archienemigos. Pero Bane (el actor británico Tom Hardy, con el rostro semicubierto por una máscara de gas) y Gatúbela (esa suerte de Audrey Hepburn como dibujada que es Anne Hathaway) no suman entre ambos uno tan complejo, loco y apasionante como el súbitamente multicolorido James Holmes, a quien cualquier productor sagaz debería estar pensando ya como archivillano de la próxima Batman. Eso, si el muchacho zafara de la inyección letal.
Bane es un forzudo de película de romanos, de difusas motivaciones y corta locura. Las cabriolas de la Gatúbela de Anne Hathaway parecen más del Cirque du Soleil que de Batman. La empresaria que interpreta Marion Cotillard es difusa y el militar de Matthew Modine, desvaído. Los que sí tienen densidad dramática son el policía novato de Joseph Gordon Levitt, que de entrada establece una llamativa sintonía con Bruce Wayne, y sobre todo el comisionado Gordon de Gary Oldman, verdadero trágico de esta Batman más oscura en fotografía que en pathos. No parece casual que dos policías sean los personajes más cargados de humanidad: los uniformados –aliados con el superhéroe que la modernidad previamente había rechazado– son quienes restablecen, a la larga, el orden que Bane intentó subvertir.
A propósito: Bane viene del desierto, donde estuvo encarcelado; es el feliz poseedor de una bomba nuclear (como ciertos integrantes del Eje del Mal), crea unas milicias populares integradas por presos comunes y celebra farsas de juicios sumarios contra representantes del poder, como un nuevo Robespierre, un Lenin de Ciudad Gótica. Por suerte, las fuerzas vivas de Gotham City saben reconocer su error a tiempo, volviendo a poner en manos del superhéroe la salvación del mundo. Algunos estarán deseando que vuelvan Tim Burton y sus malos intrincados y exuberantes, para salvarnos de estos salvadores.