Figurita repetida
La última película de Batman resultó finalmente una curiosa decepción: su coherencia con el resto de la serie insinúa que toda la trilogía de Christopher Nolan fue en realidad un gran bluff, un lujoso edificio montado únicamente en sus anhelos de grandeza, sin más sustento que la exhibición ostentosa de sus pretensiones, aún en esa excepción que parece ser El Caballero de la Noche. Las polémicas que desató en todo lugar donde se intentó discutir (o incluso tal vez la misma masacre de Denver) sugieren, además, que se trata de un filme sustentado en el fanatismo fetichista, incapaz de pensar el mundo: su dimensión política (que había sido el secreto gran aporte del Guasón de Heath Ledger) queda reducida a una repetición mecánica y efectista de los delirios del conservadurismo republicano, con escasa relación con el cómic original. Como escribió el crítico Oscar Cuervo, la serie de Nolan termina presentando a Batman como un cruzado antiterrorista que defiende a Estados Unidos de una organización oscurantista de Medio Oriente…
Pero lo decisivo de El Caballero de la Noche Asciende es que su vacuidad política (y sobre todo filosófica) se ve traducida en una gran impericia narrativa y formal, que hasta el momento habían sido los supuestos fuertes de Nolan. Se trata de una película mal filmada, peor montada, a veces terriblemente actuada, construida enteramente desde el guión y con una banda sonora asfixiante: cartón completo para una épica que lo quiere abarcar todo, pero termina sin decir nada. O casi, porque ¿de qué habla El Caballero de la Noche asciende? O mejor, ¿cuáles son las fantasías que convoca? Hay, sí, toda una serie de temas que Nolan irá tocando en su película como si fueran ítems impuestos desde la Warner Bros, pero hay un núcleo que los unifica y trasciende: se trata de retomar los grandes fantasmas que han agitando el imaginario cultural norteamericano en todos los tiempos (y de ahuyentarlos con una curiosa filosofía que mezcla new age con fantasías militaristas). Nolan no se contenta con convocar sólo al terrorismo, sino que también habla del comunismo, el anarquismo, la revolución y hasta la caída del sistema por la crisis financiera… un cocoliche unido con diálogos pretensiosos y altisonantes, que sólo revelan la frivolidad de la propuesta.
Al inicio, tenemos a ciudad Gótica (o mejor dicho, Nueva York) en una era inédita de paz gracias a la Ley Dent (referencia a la Ley Patriótica) que ha endurecido la mano con los delincuentes. Bruce Wayne (Christian Bale, nuevamente efectivo) se ha mantenido ocho años encerrado en su mansión, con el traje colgado ante el escarnio público por la adjudicación del asesinato de Harvy Dent, pero sobre todo por la culpa que siente ante la muerte de su gran amor, Rachel Dawes. Como en aquella fantasía pop que fue El demoledor, por debajo de la ciudad perfecta se prepara una revolución: no serán los desplazados del sistema quienes la impulsen, sino la oscura liga de las sombras liderada por el musculoso Bane (Tom Hardy), discípulo de Ra’s al Ghul. Una misteriosa ladrona, a la poste Gatúbela (AnneHathaway, la mejor), sacará a Bruce del ostracismo para descubrir al poco tiempo que un sorpresivo golpe en la Bolsa de valores lo ha dejado sin sus empresas, que pasarán a ser controladas por su enemigo. El regreso del hombre murciélago se impone, aunque con un cuerpo golpeado y achacado por el paso del tiempo: será nuevamente derrotado, enviado a un lugar infernal, mientras Bane y los suyos se apoderan de la ciudad, instalan un sistema totalitario de tinte comunista (con juicios sumarios incluidos) y amenazan con detonar una bomba nuclear. Sólo el comisario Gordon (Gary Oldman, excelente) y un nuevo personaje (Joseph Gordon Leavitt, futuro Robin) quedarán a cargo de una defensa clandestina.
Cinematográficamente irrelevante, la nueva Batman sólo adquiere fisonomía de gran cine en algunos pocos pasajes, sobre todo el ataque inicial a Ciudad Gótica con sus grandes planos cenitales de la metrópolis o fugaces planos secuencia (la explosión del estadio de fútbol), que al fin brindan el espectáculo prometido. Sin embargo, las escenas de peleas cuerpo a cuerpo (que aquí adquieren más relevancia que en sus predecesoras) revelan cierta impericia formal del director: planos cerrados, oscuros y fugaces, que incluso pueden ser cortados por el montaje paralelo que estructura el filme (o por diálogos ridículos), ofrecen una experiencia confusa y más cercana a la estética televisiva. De fondo, se intuye cierto apresuramiento en la construcción de la película, que en vez de inyectar adrenalina lo que consigue es sumar desaciertos: la multiplicidad de temas y tramas se acumulan sin mucho más desarrollo que la explicación verbal, algunos personajes son meras maquetas, mientras que gran parte de la trama se pierde en la exploración psicológica de los conflictos de los protagonistas, calcados unos de otros (el dolor por la ausencia termina explicándolo todo). Se podrá argüir que no se trata más que de una película de superhéroes, pero el problema es justamente ése: Nolan y compañía quisieron darle lecciones al mundo, pero no tenían nada nuevo para decirnos.
Por Martín Iparraguirre