Hollywood sale a reclutar
Basada en el popular juego de mesa luego llevado a las consolas de videogames, Batalla naval se centra en la historia del joven teniente de marina Alex Hopper (Taylor Kitsch), quien está a punto de comprometerse con la hija de un almirante (Liam Nesson). Por supuesto, con las cosas así planteadas lo que sucede es que el galán de marras comete un error tras otro y su posible suegro no hace otra cosa que odiarlo.
Rihanna, en plena batalla anti extraterrestre
Rihanna, en plena batalla anti extraterrestre
En este marco, y durante un ejercicio de práctica en el medio del Pacífico, la marina descubre nada menos que naves extraterrestres plantadas en pleno océano. ¿Qué buscan los alienígenas? Importa poco o al menos se corre de foco rápidamente, porque la realidad es que, otra vez, el centro de todo es que las cosas suceden en el escenario excluyente de los Estados Unidos, capital del mundo en la que la batalla de cinco contra cinco se plantea a todo o nada.
Una vez más el cine de Hollywood toma las riendas y, siguiendo una línea histórica a la que siempre le ha sido fiel, hace campaña por la cultura bélica y recluta marines a través del fílmico. Battleship, con su impresionante parafernalia técnica y su prodigioso trabajo de FX a cuestas, es quizá el más grande folleto militarista que el cine ha escrito en los últimos lustros, superando el promedio de fuego de la dinastía de films como la más o menos reciente Pearl Harbor o series como Nam y la ya clásica Combate.
Todas y cada una de las escenas de la película dirigida por Peter Berg (el mismo de la pobretona comedia Hancock) forman parte de un rompecabezas que algo tiene que ver con el género de aventuras, pero que más aún se relaciona con el concepto de cine como vehículo de la acción política y el discurso de imposición. Los alienígenas son despiadados en su tarea de búsqueda de agua a cualquier precio. Agua que pretenden robarle al planeta Tierra y por la que atacan sin reprimir una sola bomba.
Pero más allá de la pontificación militartista, el gran problema de este relato protagonizado por el galancete que viene de hacer estragos con Stanislavsky en John Carter, es la falta total de lógica interna, la estructuración de una narración pobre montada sobre una obsesión de trajes camuflados y armas de grueso calibre. Todo sucede en un único lugar, centralizado en los intereses del gran país de norte y, tal como indica la tradición, todo lo que allí ocurra tendrá consecuencias sobre el resto del mundo. Poco importa el desastre que muestran las imágenes que aparecen al comienzo de la película, con reportes desde ciudades de todo el planeta sobre la invasión; sea como fuere, todo remite a América del Norte y lo que pase allí es lo que replicará a los demás países.
El resto es épica de cartón y una forma de resolución tan paupérrima que asombra, como si faltara el rollo en el que las cosas adquieren sentido para que terminen como terminan. Poco cine, millones invertidos en fuegos artificiales y, sobre todo, demasiada transpiración gastada en banalidades de un patrioterismo con naftalina. Nada más que eso hay en esta humedecida batalla naval.