Lo inmarcesible
La presentación de esta película no es llamativa en absoluto. Si debiera esbozarse una síntesis de su argumento y su ambientación, su apariencia resultaría, inequívocamente, la de cualquier deyección hollywoodense. Afirmar, por otra parte, que su gestación se vio condicionada por algún ideal de innovación y que tras su razón de ser se esconde un genuino ímpetu de cambio, también sería incorrrecto. O improbable.
A veces pasa, que en la reproducción en serie de la cadena vomitiva de cintas de acción un eslabón difiere de sus antecesores. Como una ligera pero perceptible deformación congénita. En esa deformación se entremezclan lo viejo y lo nuevo y a través de su coqueteo se arriba, muchas veces por azar, a atisbos de originalidad. Errores fortuitos los llaman, y por ellos (y para ellos) existimos.
No hace falta ser Jean-Luc Godard para cambiar las cosas. Si bien ignorar por completo a las convenciones cinematográficas que pululan alrededor del ambiente sugiere una transformación, no siempre termina por ser la más interesante. Si bien Woody Allen experimenta períodos de igual duración entre desafío y aclimatación sobre lo impuesto, en su excelsa incursión dentro de la comedia negra, con Los secretos de Harry (Deconstructing Harry, 1997), parodia de Fresas salvajes (Smultronstället, 1957) de Ingmar Bergman, que logró trasegar el contenido de un género sin intención de replantear su estructura. Lo suyo hicieron Seth Rogen y Evan Goldberg en Superfumados (Pineapple Express, 2008). En Batalla Naval (Battleship, 2012) ocurre exactamente lo mismo. Todo lo que usted intuye que puede llegar a pasar, pasará. Pero son las pequeñas diferencias del proceso las catalizadoras del gozo y su verdadero logro fílmico.
Analizando a partir del esquema genérico introducción-nudo-desenlace se puede apreciar cierta irregularidad en la sensación que acecha a los diferentes conjuntos de escenas. Al comenzar la película, cuando en los primeros minutos se conocen los protagonistas, quienes luego imprimirán la cuota romántica, los escritores parecen burlarse de lo habitual con una secuencia inicial más que auspiciosa generando, al mismo tiempo, una de las mejores ilustraciones de la personalidad de un personaje en los últimos años. Algo que se manifiesta en esta instancia y que no cesa hasta el final de la película es el humor, recurso inusual cuando se aborda un argumento sobre soldados, códigos de honor e invasiones alienígenas. Al pisar el nudo del film puede comenzar a saborearse un pequeño viraje en el énfasis de la historia. A partir de aquí la acción sin resquemores y los efectos visuales se apoderarán de la pantalla. Aquí el argumento deambula ausentemente por un impasse narrativo en donde lo único que sucede son proliferaciones de estruendos y destrucción. Sí, esto es un reproche. De títeres y fuegos artificiales no se vive. La falta de interacción entre los personajes frente al caos inflige sobre el espectador un nivel indeseado de desvinculación. Promediando la película, en la reagrupación de los humanos y el paradigmático enfrentamiento final, el ritmo introductorio amenaza con penetrar nuevamente pero no lo hace sino hasta una secuencia musicalizada, con los acordes infalibles de Angus Young en Thunderstruck.
Alex Hopper (Taylor Kitsch) es un joven errante que no encuentra rumbo. Stone (Alexander Skarsgård), su hermano, es un marine con disciplina oriental. Cuando Stone decide inscribirlo en su fuerza, Alex se muestra reluctante. Madrugar y hacer ejercicios no son actividades de su agrado. Un tiempo después, ya al frente de su propio batallón, cuando una amenaza externa invade la tierra, entenderá que hay cosas más urgentes por las cuales preocuparse.
Peter Berg, quien luego de su magnífico debut con Malos Pensamientos (Very Bad Things, 1998) se dedicó a materializar proyectos escencialmente comerciales, entrega otro proyecto en donde no escatima gastos. Cuenta también con una notable conducción de sus actores, donde ni la cantante Rihanna desentona.