Es difícil cuestionar una película como Beautiful Boy: Siempre serás mi hijo sin ser acusado de cínico y desalmado. Es un film hecho por artistas con talento que apuesta a emocionar, a inspirar. El problema es apreciar con qué recursos lo hace. Y, según la sensibilidad de quien esto escribe, apela a una denuncia horrorizada y a formas tan manipulatorias y demagógicas que consigue irritar antes que emocionar. Si se tiene en cuenta que al final de la proyección para público “común” (los de prensa éramos pocos) hubo muchos más aplausos que abucheos es probable que esté en minoría y que unos cuantos espectadores se sientan conmovidos con este descenso a los infiernos de un adolescente de 18 años que consume mucho y de todo (heroína, cocaína y sobre todo metanfetaminas) durante buena parte de las casi dos horas de film.
Más cerca del melodrama Hallmark que del cine de autor, Beautiful Boy está basado en el libro de memorias de David Sheff (Carell), un periodista de San Francisco que intenta (sin demasiado suerte) acompañar a su hijo Nic (Chalamet, la revelación de Llámame por tu nombre) en sus sucesivos e infructuosas internaciones para desintoxicar un cuerpo con demasiadas sustancias peligrosas. Cuando parece que hay un atisbo de luz en el camino, otra vez la oscuridad inunda el túnel. El joven se escapa, desaparece y es rescatado de los peores tugurios.
Los dos protagonistas están bien (incluso muy bien), las dos mujeres -la madre del muchacho que interpreta Amy Ryan y la comprensiva nueva esposa de David que encarna Maura Tierney- también aportan intensos personajes secundarios, pero la película está desprovista de la nobleza que uno hubiese querido para este tipo de trances extremos. La corrección política y la concientización siempre parecen estar subrayando, dictándolo todo.
Así, Beautiful Boy se sufre, se padece con una explicitud (en todo sentido) casi obscena, acompañada por una musicalización ampulosa y machacante que hasta termina arruinando hermosas canciones como la homónima de John Lennon o Heart of Gold, de Neil Young. Los múltiples carteles que “coronan” la película no hacen más que amplificar el tono aleccionador y de autoayuda. Seguramente, habrá a alguien que le sirva...