Películas de enfermedades y de adicciones. Cosas difíciles de contar, más todavía de filmar, siempre en el borde de la miserabilidad, a veces de la abyección. Películas con mala reputación, en suma. Hay algo ahí, una cosa difusa que cuesta identificar, algo que esas películas proveen por fuera de los cánones del buen cine que parece asegurar su existencia. No sé. Se me ocurre que hay al menos dos clases de películas: de un lado, las que abrazan plenamente las convenciones del género; del otro, las que muestran cierta autoconsciencia y toman distancia de esos mandatos. Beautiful Boy es de las segundas. Felix Van Groeningen parece estar perfectamente al tanto de los lugares comunes del género y trata de hacer algo distinto. Eso no lo pone a resguardo de bajezas, pero de a ratos la película parece renovar un poco el aire de encierro que se desprende del tema.
El principal interés del guion parece ser el de desplazar la atención del relato hacia la enfermedad: contar la historia de la adicción y de sus efectos antes que la de los personajes. Ese cambio de eje deja libre al director para probar cosas. Por ejemplo, FVG puede jugar a alterar el orden de los hechos y moverse cómodamente entre el pasado y el presente para fijarse en detalles, gestos perdidos, diálogos dichos al pasar. En general eso está bien, ayuda a que una película difícil respire, salvo en los momentos en los que el recurso queda al servicio del golpe bajo (algo esperable, de todas formas). La película parece más interesada en el progreso de la adicción que en el arco dramático de los protagonistas, como si los personajes fueran simples vehículos para explorar la degradación y las secuelas. El guion se permite un raro lujo: excepto por un par de datos insignificantes (un cuaderno), no se explica el origen de la adicción, sus causas, no se sugieren traumas, culpas familiares, razones sociales. Un misterio que refuerza la simpleza casi ascética del relato: un chico de una clase media educada, sin apremios de ningún tipo, se hace adicto, no hay responsables ni culpas para repartir, solo queda contar la transformación. David Obarrio lo resumió así en el chat del sitio: “A Carell le sale un hijo falopita”. Punto, a otra cosa.
La cuestión es ver qué resultados le da a FCG ese aparato narrativo. En algún punto, la manipulación se hace ostensible y quedan a la vista fallas insalvables, como el uso de la música, que comenta las imágenes con una grosería infrecuente (cuando parece que Nick la va de rebelde se escucha “Territorial Pissings”, de Nirvana; cuando el padre ve que los efectos en el hijo son irrecuperables, suena “Sunrise, Sunset”. Así todo el tiempo). Se entiende enseguida que, si hay un protagonista, ese es el padre y no el hijo: el padre aporta el punto de vista y es el que cambia; el hijo se envilece pero no se transforma, es siempre igual a sí mismo. Lo que al principio resulta más o menos interesante se vuelve rápidamente perverso: si la película de enfermedad, decía, está siempre al borde de la abyección, la cosa es peor cuando lo que se mira no es tanto los padecimientos del enfermo como el calvario de los seres queridos. La vida de David junto a su segunda esposa y dos hijos se derrumba por culpa de los problemas de Nick: el malestar se vuelve insoportable, no existen momentos de calma o, si los hay, son fugaces y anuncian algo peor. Es como si la experiencia del tiempo de Nick, con su psiquis trastornada, se trasladara a la película en su conjunto hasta producir ese efecto de presente eterno, de historia que se cuenta como en gerundio. FVG atormenta al padre con toda clase de castigos narrativos: el exceso, la zaña se notan enseguida y no hay justificación para eso, no valen las excusas realistas (“es lo que le pasaría a un padre en una situación así”) ni el hecho de que el libro de Sheff, del que parte la película, pueda hacer lo mismo. El director no se detiene ante nada: para golpear a David puede mostrar un flasback de infancia en el que padre e hijo se abrazan, pero también puede insertar escenas casi documentales, de un didactismo irreconciliable con el tono general, en el que un médico le explica a David los efectos irreversibles de la metanfetamina y hasta le muestra estudios en la computadora. La severidad del drama y la pedagogía del documental mezcladas: las dos cosas no se puede, hay que elegir, si no todo se vuelve una trampa, un truco cruel. Cerca del final, la película llega incluso a sugerirle al espectador un desenlace falso que el relato desmiente minutos después, pero cuya descarga afectiva aprovecha mientras tanto: una extorsión despreciable, una canallada de una película que empezó reclamando para sí cierto aire de sofisticación, de conciencia de sus materiales, y que ahora recurre a cualquier medios a su alcance.